Seraj Assi.— En 1948, en el momento de la fundación de Israel, las fuerzas sionistas llevaron a cabo una limpieza étnica y destruyeron más de 530 pueblos y ciudades palestinos, matando a más de diez mil palestinos en una serie de masacres de civiles. Cuando los sionistas se apoderaron de más del 78% de la Palestina histórica, casi un millón de palestinos, de una población de 1,9 millones, fueron expulsados de sus hogares y convertidos en refugiados de por vida. Muchos de los desarraigados inundaron Gaza, triplicando su población de la noche a la mañana y convirtiendo la diminuta franja en un colosal campo de concentración de refugiados.
Los palestinos se refieren a esos trágicos acontecimientos como la nakba, término árabe que significa «catástrofe» y que se ha convertido en sinónimo de la limpieza étnica de Palestina. La nakba no se desarrolló de la noche a la mañana. Se llevó a cabo en diferentes fases, o «planes», como los llamaban los sionistas. Los planes A, B y C tenían como objetivo preparar a las fuerzas sionistas en la Palestina del Mandato para campañas militares y ofensivas contra objetivos palestinos, con el propósito de aterrorizar a la población nativa y sacarla de Palestina.
El Plan C detallaba claramente las acciones punitivas contra los palestinos, que incluían matar a los dirigentes políticos palestinos y a altos cargos militares y gubernamentales, destruir el transporte, la infraestructura y las fuentes de sustento palestinas (como pozos de agua y molinos) y destruir la vida social palestina atacando clubes, cafés y lugares de reunión. Tras haber minado los archivos de las aldeas en busca de «listas de líderes, activistas, objetivos humanos potenciales, la disposición precisa de las aldeas, etc.», el Plan C proporcionó a los comandantes sionistas todos los datos que necesitaban para llevar a cabo esas atrocidades.
El Plan D (Dalet en hebreo), el plan final, tenía como objetivo la expulsión sistemática y total de los palestinos de su patria. En palabras del historiador israelí Ilan Pappé, autor de La limpieza étnica de Palestina, «Fue este plan el que selló el destino de los palestinos dentro del territorio en el que los líderes sionistas habían puesto sus ojos para su futuro Estado judío».
El terror de la nakba
La nakba fue una campaña masiva de limpieza étnica caracterizada por atrocidades generalizadas y brutales. El 9 de abril de 1948, por ejemplo, unos 130 combatientes de los grupos terroristas sionistas Irgun y Lehi irrumpieron en Deir Yassin, un pueblo de unas seiscientas personas cerca de Jerusalén, y masacraron a más de doscientos palestinos: hombres, mujeres y niños. Un soldado israelí describió más tarde las tácticas sionistas sin rodeos: «Ponemos explosivos y huimos. Una explosión y a moverse, una explosión y a moverse, y en pocas horas la mitad del pueblo ya no está allí».
Fahim Zaydan, que tenía doce años cuando se produjo la masacre, recordó cómo los combatientes sionistas asesinaron a su familia ante sus ojos: «Nos sacaron uno tras otro; fusilaron a un anciano, y cuando una de sus hijas lloró, también la fusilaron. Luego llamaron a mi hermano Muhammad y le dispararon delante de nosotros, y cuando mi madre gritó, inclinándose sobre él —llevaba a mi hermana pequeña Hudra en las manos, aún amamantándola—, también la fusilaron».
El 23 de mayo, la Brigada Alexandroni de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF) acorraló a más de doscientos aldeanos palestinos en Tantura, cerca de Haifa, un pueblo de unos mil quinientos habitantes, y los masacró a sangre fría. Un testigo ocular judío recordó más tarde: «Fue una de las batallas más vergonzosas libradas por las IDF (…). No dejaron a nadie vivo». Algunas de esas atrocidades se narran en Tantura, una película del director Alon Schwarz, que se basa en 140 horas de testimonios orales de antiguos soldados israelíes de la Brigada Alexandroni y de residentes palestinos locales para relatar los horribles crímenes de guerra cometidos por las fuerzas sionistas allí.
El 11 de julio, en lo que se conoció como la Marcha de la Muerte de Lydda, las fuerzas israelíes irrumpieron en la ciudad árabe de Lydda, donde masacraron a cientos de residentes y expulsaron a unos setenta mil palestinos. Durante la Operación Danny, como la llamó Israel, el 89º Batallón israelí, montado en coches blindados y jeeps, asaltó la ciudad «rociando con fuego de ametralladora todo lo que se movía», escribe el historiador israelí Benny Morris. Cuando le preguntaron qué había que hacer con la población de Lydda, el líder israelí (y futuro primer ministro) David Ben-Gurion hizo un gesto con la mano que decía: «¡Echarlos!».
El 29 de octubre, el 89º Batallón de Comandos de las IDF, compuesto por antiguas fuerzas paramilitares Irgun y Lehi y comandado por Moshe Dayan, invadió la aldea palestina de al-Dawayima, donde mataron a cientos de civiles y violaron a decenas de mujeres. «No hubo batalla ni resistencia», dijo más tarde un soldado israelí testigo presencial. «Los primeros conquistadores mataron entre ochenta y cien árabes, incluidos mujeres y niños. A los niños los mataban rompiéndoles el cráneo con palos. No había una casa sin muertos».
Pappé escribe: «Los acontecimientos que se desarrollaron en al-Dawaymeh son probablemente los peores en los anales de las atrocidades de la nakba». Las atrocidades sionistas en al-Dawayima fueron tan atroces que los líderes palestinos trataron de impedir que las noticias de la masacre llegaran a otras ciudades palestinas, temiendo que aterrorizara a más gente que se marchara de Palestina, como había ocurrido tras la masacre de Deir Yassin.
El 30 de octubre, la Séptima Brigada de las FDI irrumpió en la aldea de Saliha, en el norte de Palestina, y masacró a cien palestinos. Al día siguiente, las fuerzas sionistas ejecutaron a más de ochenta aldeanos en la cercana aldea de Hula. Los dirigentes sionistas difundieron con orgullo la noticia de sus masacres como advertencia a todos los palestinos de que les esperaba un destino similar si se negaban a abandonar sus hogares y huir. Como Ben-Gurion declaró en octubre de 1948: «A los árabes de la Tierra de Israel solo les queda una función: huir».
Las atrocidades sembraron el terror en las ciudades y pueblos palestinos, obligando a miles de personas a emprender un rápido éxodo, dejando atrás camas calientes y café recién hecho, ropa húmeda aún colgada de sus ventanas, piedras de molino corriendo a las puertas de sus casas… para no volver jamás. Cuando se fundó Israel, comunidades palestinas enteras de ciudades como Jaffa, Jerusalén, Haifa, Safed y Tiberíades habían sido expulsadas u obligadas a huir aterrorizadas. En mi ciudad natal, Jaffa, la mayor ciudad palestina de la Palestina del Mandato, solo quedaban unos tres mil de los setenta y cinco mil palestinos que vivían allí después de la limpieza étnica. En más de setenta masacres cometidas por Israel, apenas se salvó una aldea o ciudad palestina. Como confesaría más tarde el comandante sionista Moshe Dayan:
Se construyeron pueblos judíos en lugar de pueblos árabes. Ustedes ni siquiera conocen los nombres de esos pueblos árabes, y no les culpo porque los libros de geografía ya no existen. No solo no existen los libros, sino que tampoco existen los propios pueblos. Nahlal surgió en el lugar de Mahlul; el kibutz Gvat en el lugar de Jibta; el kibutz Sarid en el lugar de Huneifis; y Kefar Yehushu’a en el lugar de Tal al-Shuman. No hay un solo lugar construido en este país que no tuviera una antigua población árabe.
Esas ejecuciones colectivas y expulsiones masivas supusieron la destrucción total de la sociedad palestina y la casi desaparición de su próspera cultura. Las masacres han «dejado una marca indeleble de horror en la memoria palestina». Cada 15 de mayo los palestinos conmemoran aquellos acontecimientos con marchas simbólicas de regreso a sus ciudades y pueblos desaparecidos.
La segunda nakba
Aunque los palestinos siempre han temido la perspectiva de una segunda nakba con la que varios funcionarios israelíes han amenazado a lo largo de los años, la mayoría nunca imaginó que se desarrollaría ante sus ojos a plena luz del día. Creían, como muchos de nosotros, que la limpieza étnica pertenecía al siglo pasado, pero se equivocaban.
Durante ocho meses, desde el pasado octubre, Israel ha masacrado y desplazado a más del triple de palestinos en Gaza que en toda Palestina durante la nakba. El número de víctimas civiles en la franja asediada ha superado ya los treinta y cinco mil palestinos, entre ellos más de quince mil niños, mientras miles permanecen sepultados bajo los escombros. Alrededor de dos millones de palestinos han sido desplazados, la mayoría de los cuales se refugian en Rafah, que ha estado sometida a constantes bombardeos israelíes y ahora se enfrenta a asaltos terrestres. Desde que las fuerzas israelíes invadieron la pequeña ciudad de refugiados, más de trescientos mil palestinos aterrorizados han huido de Rafah hacia lo desconocido —con unos treinta mil huyendo diariamente— evocando trágicas escenas de la nakba de 1948.
Una vez más, los palestinos se ven obligados a elegir entre la muerte y la limpieza étnica. Las mismas fuerzas cuyos comandantes gritaron «bórrenlos» en Tantura hace setenta y seis años gritan ahora por el borrado total de Gaza. En una horrible ironía, Israel bombardea y desplaza ahora a los mismos palestinos a los que obligó a refugiarse en Gaza hace más de siete décadas. Israel es probablemente el único Estado del que se tenga memoria que ha llevado a cabo dos limpiezas étnicas de su población nativa.
Estamos ante una segunda nakba: el desplazamiento masivo y el éxodo de refugiados que marchan a pie, sometidos a constantes bombardeos y a un asedio cada vez más intenso, dejando atrás hogares y vidas destruidos. Las masacres de civiles se suceden cada día y cada hora. Es la aniquilación total de la vida, la cultura y la sociedad palestinas. Las calles arrasadas de Gaza, llenas de escombros y apestando a sangre, son pisoteadas por supervivientes desconsolados. Los cuerpos de niños muertos están esparcidos por las calles y se amontonan bajo los escombros.
Sin embargo, el genocidio de Gaza no es más que el último capítulo de las décadas de opresión y desposesión del pueblo palestino por parte de Israel, razón por la cual, para casi quince millones de palestinos, la nakba nunca terminó realmente. Para ellos —ya vivan en el exilio permanente, bajo el apartheid en Cisjordania, sitiados en Gaza, en un limbo apátrida en Jerusalén o como minoría involuntaria en Israel— la nakba es un acontecimiento continuo.
Durante décadas, Israel ha exigido la rendición incondicional del pueblo palestino. Ha negado a los palestinos el derecho a resistir de forma no violenta, incluso cuando el propio «derecho a la defensa» de Israel se ha convertido en un eufemismo para la matanza sistemática de civiles.
Los dirigentes occidentales han observado cómo el «etnoestado» crecía a pasos agigantados. Se han cruzado de brazos mientras los colonos israelíes devoraban poco a poco las tierras palestinas e imponían violentamente la subordinación de los palestinos. Han hecho guiños ante las injusticias cometidas contra los palestinos: la brutal ocupación, el sistema de apartheid, el despiadado asedio de Gaza. Al respaldar a Israel, han permitido que se convierta en normal imaginar a los palestinos como un pueblo sin Estado privado de derechos humanos y libertades básicas; y de hecho, imaginar a los palestinos como menos que humanos.
Durante más de siete décadas, Israel ha llevado a cabo su limpieza étnica de palestinos mientras escapaba a la justicia y actuaba con impunidad, envalentonado por el apoyo occidental y la apatía internacional. Hoy los palestinos y sus descendientes exigen justicia, con más urgencia que nunca.
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