Contra el pacifismo burgués y desclasado

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Juanlu González (bits rojiverdes).— Malos tiempos para la lírica. Tras la rendición incondicional de la socialdemocracia y de muchos partidos que se llamaban comunistas ante el capitalismo; tras la renuncia a la práctica de una democracia con unos estándares mínimos de calidad que la permitan hacerse merecedora de tal nombre, le llegó el turno a los movimientos sociales «alternativos» y a muchas oenegés antaño transformadoras. No son hechos aislados, sino más bien concatenados. Muchas organizaciones de la sociedad civil en el Estado español (ecologistas, pacifistas, feministas, internacionalistas…) fueron controladas de manera más o menos planificada por un desembarco de individuos pertenecientes al trostkismo más funcional al sistema después de disolver sus organizaciones en la década de los 90. La deriva hacia la aceptación acrítica de las bases fundamentales del status quo estaba más que servida. El abismo que hoy se abre entre las filas transformadoras y revolucionarias y aquellas que ya cuesta mucho llamar reformistas, se hace cada vez mayor. Sólo el ánimo inclusivo de la confluencia táctica en tajos, calles y barricadas, en determinadas coyunturas permite cierto trabajo común, de cuando en cuando, bajo unos mínimos principios compartidos sobre los que no merece la pena rascar mucho, no vayan a salir a relucir divergencias insalvables.

Uno de los puntos de fricción más recientes constatados tiene que ver con la crítica a las organizaciones de la resistencia palestina y libanesa y su consideración como grupos terroristas por parte de algunas facciones situadas bajo el paraguas del pacifismo. Al margen del desconocimiento que sus defensores demuestran del derecho internacional, lo peor y más grave es la aceptación intrínseca del discurso de las élites occidentales imperialistas y otanistas, ya que sólo los dueños de los países de la OTAN mantienen un relato similar.

Y es que, el pacifismo burgués es, en esencia, una ideología que busca mantener el status quo de las clases dominantes bajo la fachada de un deseo de paz global, pero es poco más que un pretexto utilizado por las élites para desactivar cualquier lucha revolucionaria que cuestione la estructura de poder, haciendo que aquellos que sufren la opresión se resignen a su situación en nombre de una falsa moral. El pacifismo se presenta beatíficamente como una pose éticamente incuestionable, pero en realidad ignora que la paz sin justicia provoca la perpetuación de la violencia estructural. Mientras que las clases acomodadas pueden permitirse adoptar posturas de no violencia, los sectores más oprimidos no cuentan con esa opción. Para los pueblos expulsados de sus tierras ancestrales, los trabajadores y trabajadoras explotadas, el campesinado desposeído, las comunidades marginadas… la lucha es una necesidad vital, no una elección moral, resistir es existir. Frente a la ocupación colonial, violenta y asesina; frente al abandono de las potencias mundiales, no cabe más que la resistencia por todos los medios posibles, incluida la tan denostada lucha armada.

Este pacifismo desclasado y mesiánico también intenta evangelizar, moralizar a las masas, acusándolas de “violentas” si recurren a la autodefensa o a la insurrección, mientras ignora o resta importancia a la violencia sistémica del capitalismo que crea pobreza, hambre y guerra. Es una ideología hipócrita que justifica su inacción y pasividad ante la explotación, a la vez que condena las formas de resistencia activa que son necesarias para cambiar las condiciones materiales de vida. En resumen, el pacifismo burgués es una herramienta para desactivar la conciencia de clase, haciéndole creer al oprimido que la sumisión es una virtud. Al criticar la resistencia, el pacifismo burgués perpetúa el ciclo de dominación y desigualdad, defendiendo —aunque no lo reconozcan sus defensores— los intereses de las clases poderosas bajo la retórica de la noviolencia. ¿Dónde estaban los pacifistas en el Dombás mientras Ucrania y Estados Unidos masacraban impunemente a su población? Son sólo zombies que miran dónde les señala la OTAN

Su palabra favorita de moda es la resiliencia, una noción que, como el pacifismo mal entendido, encubre la sumisión bajo un disfraz de virtud, de resignación vestida de fortaleza. La resiliencia, hoy exaltada en los discursos políticos, empresariales, psicológicos y mediáticos, se presenta como la capacidad individual de adaptarse y resistir frente a la adversidad, pero en realidad es un nuevo opio, otro más, para las masas, una herramienta ideológica que empuja a los oprimidos a soportar pacientemente las condiciones de explotación y precariedad sin cuestionarlas. Tiene exactamente el mismo efecto alienante que la promesa religiosa de vida eterna. La resiliencia, al igual que el pacifismo burgués, traslada la responsabilidad del sufrimiento social a los individuos. Alaba la capacidad de «seguir adelante» o «salir adelante» ante las dificultades, como si la adversidad, el valle de lágrimas, fuera una condición inevitable y permanente, y como si la resistencia pasiva fuera la única respuesta posible. Este discurso no solo desvía la atención de las causas estructurales de las crisis, la explotación y la desigualdad, sino que además perpetúa la idea de que las soluciones están en el plano personal, no en la acción colectiva ni en la transformación radical del sistema.

Frente a este discurso hegemónico, es fundamental reivindicar la resistencia activa y la organización colectiva. No es suficiente con “resistir” la opresión; hay que enfrentarla y transformarla. La verdadera fortaleza no reside en aguantar sin protestar, sino en reconocer las causas estructurales del sufrimiento y organizarse para combatirlas, si es necesario, con la violencia, como reconoce Naciones Unidas y el derecho internacional. Son los pueblos los que, soberanamente, deben decidir los tiempos y los métodos de sus luchas emancipadoras. Por eso no se le puede poner ni un pero a la resistencia palestina, libanesa, yemení, siria, iraní o iraquí. A los internacionalistas solo nos queda cerrar filas, quitarnos el sombrero y ponernos modestamente a la orden.

Si ser pacifista es ser partidario de la paz, quien les escribe lo es plenamente y lo ha sido siempre. Pero no partidario de la paz injusta, ni de la paz de los cementerios, ni de la paz de los sumisos oprimidos… Incluso podría decir que durante una etapa fui irenista, por eso conozco el paño de primera mano. Gandhi es considerado como un icono del rechazo absoluto de la violencia, tanto en el plano personal y religioso como en el político. Él fue uno de los principales defensores de la ahimsa, un principio ético de la noviolencia derivado de la tradición religiosa hindú. Para Gandhi, la no violencia no era simplemente una táctica política, sino una forma de vida y un principio moral inquebrantable que debía guiar todas las acciones humanas. Pero, a pesar de su firme postura, Gandhi reconocía que, en determinados casos, la violencia es preferible a la cobardía. Consideraba que la cobardía —la incapacidad de enfrentarse a la injusticia por miedo al opresor— era peor que la violencia, ya que esta lleva implícita la renuncia a la dignidad personal.

Las palestinas y palestinos lo han intentado todo durante más de 75 años de ocupación: huelgas políticas, ayunos, no colaboración con el ocupante, desobediencia civil, manifestaciones, marchas, resistencia pasiva, negociaciones… Sin embargo, hemos visto cómo morían presos en huelga de hambre, hemos comprobado cómo se masacraba a las marchas pacíficas por el retorno organizadas en Gaza. Los francotiradores sionistas disparaban a placer sobre enfermeras, periodistas o manifestantes desarmados sin que se emitieran condenas internacionales, sanciones o las muertes de inocentes llenaran los titulares. Y es que la noviolencia como estrategia tiene sus límites, máxime en estos tiempos que corren de control social brutal y con este tipo de enemigos.

La noviolencia requiere necesariamente de una gran visibilización social para ser útil. A diferencia de la violencia, que suele ser llamativa per se y de impacto inmediato, las acciones no violentas no generan el mismo tipo de atención. Para que estas tácticas tengan un efecto transformador, deben ser vistas por el público general, de lo contrario pueden ser ignoradas, subestimadas o manipuladas por las autoridades o por una sociedad mediatizada o polarizada. Sin medios de comunicación de masas del lado revolucionario, las acciones noviolentas corren el riesgo de pasar desapercibidas o ser minimizadas. La eficacia de la noviolencia radica en gran parte en su capacidad para conmover la conciencia pública y destacar la injusticia del sistema opresor. Cuando los actos de represión son cometidos contra manifestantes pacíficos, los medios de comunicación tienen el poder de exponer esta violencia desproporcionada, lo que genera simpatía, empatía y apoyo hacia la causa no violenta. Pero sin una plataforma que amplifique estas imágenes y narrativas, la represión puede continuar sin consecuencias sociales o políticas significativas. Para colmo, los gobiernos y las élites dominantes controlan los grandes canales de información y pueden manipular o distorsionar fácilmente la percepción pública de un movimiento noviolento. Sin acceso a los medios de comunicación independientes, la versión oficial puede aplastar un movimiento noviolento, tachándolo a placer de radical, ilegal o incluso de violento. Todos y todas los que llevamos años tras las pancartas o las barricadas lo hemos vivido en numerosas ocasiones.

La noviolencia, aunque útil y poderosa en muchos contextos, también enfrenta serias limitaciones cuando se enfrenta a un enemigo amoral y asesino como el régimen sionazi israelí, un adversario que no tiene escrúpulos para usar la fuerza letal y que no está sujeto a restricciones morales, legales o éticas. La no violencia se basa en gran parte en la capacidad de apelar a la conciencia moral del opresor o del público general, buscando provocar una reacción de empatía, culpa o compasión ante el sufrimiento de las víctimas. Sin embargo, un enemigo que no reconoce estos principios éticos ni responde a la condena pública, no se ve afectado por este tipo de tácticas. Un régimen o fuerza brutal que carece de remordimientos puede continuar reprimiendo sin que las acciones pacíficas lo conmuevan o lo detengan. Si más del 80% de la población del engendro colonial israelí aprueba las masacres de niños y niñas como táctica militar ¿quién puede detener a Netanyahu y a su cuadrilla de genocidas? Podría afirmarse que sólo Naciones Unidas y el Consejo de Seguridad, pero el derecho de veto norteamericano impide condenas que obliguen a cumplir las resoluciones, por lo que en la práctica jamás se aplicarán. Sin temor a repercusiones legales, sanciones internacionales o presión política, un régimen puede simplemente eliminar a manifestantes o población indefensa permanentemente sin enfrentar consecuencias. Eso es lo que está sucediendo en Asia Occidental.

Aunque parezca mentira, donde sí están teniendo éxito las técnicas de la noviolencia y la Defensa Popular No Violenta es en el campo contrarrevolucionario. En estos años pasados se han usando mayormente para organizar revueltas a favor de Estados Unidos. Sí, revoluciones de colores, primaveras árabes y similares. Es el caso del Instituto Albert Einstein, manejado y financiado por la CIA. Triste final para un ideal de origen netamente anticolonial.

En fin, negar el derecho o legitimidad a la resistencia es tanto como condenar al pueblo palestino a su total desaparición. Afortunadamente, dentro del movimiento solidario con Palestina, los pacifistas burgueses son una minoría menguante. La supuesta superioridad moral del pacifismo, es poco más que una «patología liberal» —como ha sido denominada—, es la aceptación tácita de una derrota política, que en el tema que nos ocupa equivale a convertirse en cómplice de facto de Israel, Estados Unidos y la OTAN. Que se lo hagan mirar.

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