Francisco Arias Fernández (Granma).— Más de 142 000 personas deportadas en los primeros cien días de la administración de Donald Trump; la apertura de campos de concentración para detenidos en bases militares estadounidenses dentro y fuera de su territorio; encarcelamiento forzoso en prisiones de máxima seguridad, en El Salvador, de venezolanos declarados culpables sin pruebas ni debido proceso; hacinamiento y maltratos en 140 centros de detención en los que mantenían incomunicadas a 48 000 personas (la mayor cifra de los últimos cinco años, 17 % por encima de la capacidad real del sistema); y 1 400 000 inmigrantes con órdenes activas de expulsión.
Son esas algunas estadísticas públicas de una política migratoria racista, arbitraria y cuestionada dentro y fuera de Estados Unidos, que se propone un millón de deportados para su primer año, y que está montada como una megaoperación político-militar; persecución a gran escala que formó parte de la campaña electoral y de la narrativa fascistoide de Trump y su equipo, manipulada con pretextos llenos de mentiras y de acusaciones insostenibles contra personas y gobiernos.
También empuña el chantaje como arma de coacción contra las instituciones estadounidenses y en las relaciones «diplomáticas» bilaterales y regionales, que castiga con medidas jurídicas, económicas y de todo tipo a quienes no se ponen de rodillas ante el emperador yanqui.
El Gobierno y sus aparatos represivos no lo ocultan, en una nueva demostración de brutalidad, cargada de violencia y racismo, de la que no escapan mujeres y niños, madres separadas forzosamente de sus hijos, familias divididas por detenciones y deportaciones sin órdenes judiciales ni proceso legal alguno.
El Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE), la Secretaría de Seguridad Nacional, el Buró Federal de Investigaciones (fbi), la Agencia de Investigaciones Criminales de Seguridad Nacional, cuerpos policiales de los estados y ciudades, o la Patrulla Fronteriza, entre otros, son los protagonistas de lo que ellos mismos denominan «la guerra contra las ciudades santuario».
Llevan a cabo las redadas y operativos de persecución en todas partes, pero con énfasis en barrios obreros de migrantes, establecimientos comerciales, en las calles, en los centros de trabajo, y siguen generando miedo, incertidumbre y hasta pánico, que se suman a lo que ya existía.
Sin embargo, medios de prensa estadounidenses e internacionales han denunciado la opacidad o falta de transparencia en las estadísticas reales que ofrecen las agencias migratorias en la actualidad, que han dejado de aportarse mensualmente, como se hacía antes, huyéndoles al escándalo, las protestas, o a exhibir las denuncias de instituciones humanitarias, legales, abogados, jueces y fiscales que han emitido órdenes contra medidas excesivas del Presidente.
Lo que no han podido esconder son la repulsa popular y las manifestaciones masivas de condena a las violaciones flagrantes de los derechos humanos de los migrantes y sus familias por la administración Trump, que se intensificaron el lunes 9 de junio, cuando se produjeron nuevas protestas y el secretario de Defensa, Pete Hegseth, informó públicamente que movilizaría 700 infantes de marina de una base militar cercana a Los Ángeles, los cuales se unirían a los aproximadamente 4 000 miembros de la Guardia Nacional de California, que Trump ordenó desplegar sin la autorización del gobernador del estado, Gavin Newsom.
Desde Estados Unidos se escuchan denuncias de manipulación mediática de los hechos en las redes sociales, de desinformación, demonizando a las personas que protestan para, desde la intoxicación y la mentira, ayudar a reforzar las afirmaciones de Trump de que la ciudad había sido tomada por «turbas violentas e insurrectas» o «insurrectos a sueldo».
Lo cierto es que centenares de personas fueron detenidas; la Policía utilizó potentes chorros de agua para reprimir a los manifestantes que fueron arrastrados por la presión del líquido; otros fueron víctimas de las granadas de estruendo y gases lacrimógenos para dispersar a la multitud.
El propio Gobernador de California dijo que demandará a la administración Trump por el despliegue de la Guardia Nacional, lo que él y la alcaldesa de Los Ángeles, Karen Bass, han calificado de incendiario. Él lo denominó como una decisión «demente» y «dictatorial».
De acuerdo con fuentes estadounidenses, el detonante de las protestas es el agresivo intento de la administración por aumentar las cifras de arrestos y deportaciones, que solo el 4 de junio marcó el récord de 2 200 detenciones en un día, según NBC News, cifra cercana al promedio diario a que aspira la Casa Blanca, que es de 3 000, para seguir aumentando por día.
Las manifestaciones han sido protagonizadas por migrantes, por sus hijos y por comunidades latinas que denuncian el racismo estructural, la represión policial y una política de criminalización del migrante.
Recientemente, la directora ejecutiva de la red de organizaciones latinoamericanas al servicio de inmigrantes Alianza Américas, Dulce Guzmán, aseguró que el establecimiento de un registro de migrantes obligatorio «no es solo una medida administrativa, es una peligrosa herramienta de vigilancia y criminalización que recuerda algunos de los capítulos más dañinos de la historia, incluyendo las tácticas utilizadas por Adolf Hitler para registrar, rastrear y, en última instancia, perseguir poblaciones enteras. Todos debemos luchar contra esta persecución», convocó.
Diversas fuentes aseguran que las protestas contra las redadas migratorias en Estados Unidos han superado los límites de Los Ángeles, epicentro inicial de las movilizaciones, y que ahora se expanden a otras ciudades como Nueva York, Chicago, Austin, San Francisco, Dallas, Atlanta y Seattle, en las cuales miles de personas han salido a las calles para rechazar el estímulo al racismo de la política antinmigrantes del emperador, la violencia, la injusticia y la violación flagrante de los derechos fundamentales.