En la sede de las Naciones Unidas, hace ya varias décadas, un hombre grande de estatura e inmenso en visión se dirigió al mundo. Su voz, cargada de historia, no temblaba. No titubeaba. No buscaba aplausos. Fidel Castro hablaba para la historia. Y en una de sus intervenciones más memorables, pronunció una frase que aún hoy, en medio del caos global, retumba como advertencia y sentencia:
“En un holocausto morirán también los ricos, que son los que más tienen que perder en este mundo.”
No fue una provocación. Fue una advertencia. Una verdad profunda lanzada con dignidad desde el Sur, desde los pueblos que resisten. Fidel no hablaba solo por Cuba. Hablaba por los millones de seres humanos que no tienen voz en los salones del poder, pero que padecen las consecuencias de cada bomba lanzada, de cada bloqueo impuesto, de cada guerra promovida en nombre de la “libertad”.
Hoy, la humanidad camina al borde del abismo. Las guerras no cesan. La industria armamentista celebra balances millonarios mientras miles de niños mueren bajo escombros.
Y mientras tanto, desde los palcos de privilegio, los grandes responsables creen que el desastre no los alcanzará. Confían en sus fortunas, sus bunkers, sus paraísos fiscales. Pero la destrucción no respeta muros. El fuego no distingue clases. Y la Tierra, devastada por la ambición, no ofrece refugio ni para los más poderosos.
Fue entonces cuando Fidel, con la valentía de quien no se arrodilla ante imperios, lanzó otra pregunta que sigue siendo un golpe de conciencia al corazón del sistema internacional:
“¿Para qué sirven las Naciones Unidas?”
¿Para qué sirven si no pueden detener una masacre?
¿Para qué sirven si no pueden impedir que un solo país imponga su voluntad sobre el resto del mundo?
¿Para qué sirven si callan ante el genocidio?
(De Yoisbel Flores La O)