Juanlu González (biTs rojiverdes).— El reciente acuerdo entre Estados Unidos y la Unión Europea sobre aranceles no es un pacto comercial, ni siquiera una negociación. Es una imposición. Un ultimátum disfrazado de tratado, un nuevo capítulo en la larga historia de humillación geopolítica que Europa viene sufriendo desde hace décadas a manos de su supuesto “aliado”. Este acuerdo no nace del diálogo, ni del equilibrio de fuerzas, ni mucho menos de una voluntad compartida de cooperación. Nace del chantaje, de la debilidad estructural de la UE y de la sumisión ideológica de sus élites frente al imperio norteamericano.
Lo que Washington ha exigido no es un intercambio justo, sino una rendición. Y Bruselas, como siempre, ha doblado la rodilla sin siquiera fingir resistencia. ¿Dónde quedó la soberanía europea? ¿Dónde está esa UE que se autoproclama potencia económica, actor global, defensora del multilateralismo? Ahora, cuando más se la necesita, se desmorona como un castillo de naipes frente a la primera presión de Washington. Porque la verdad incómoda es esta: la Unión Europea no tiene soberanía real. Es un títere. Un aparato burocrático al servicio de intereses ajenos, diseñado para administrar la sumisión del continente.
Y este acuerdo es una prueba más. Obliga a Europa a abrir sus mercados a los hidrocarburos norteamericanos —especialmente gas licuado— a precios inflados, mientras nuestras industrias manufactureras se ahogan bajo el peso de la competencia desleal y la falta de materias primas asequibles. ¿Qué beneficio obtiene la empresa europea de esto? Ninguno. Al contrario: se hunde. Las pymes, ya maltrechas por años de austeridad, inflación y externalización, verán cómo sus costes energéticos se disparan, cómo sus productos pierden competitividad, cómo sus trabajadores pierden empleos. Mientras, en Texas o en Pensilvania, las refinerías norteamericanas aumentan su producción, sus bolsillos se llenan y sus bolsas de valores se disparan.
Este acuerdo no es comercio. Es saqueo.
Es un mecanismo para transferir riqueza europea hacia Estados Unidos, bajo la excusa de la “seguridad energética” o la “cooperación estratégica”. Pero no se trata de cooperación: se trata de extracción. Dinero europeo que sale de nuestras cuentas para financiar la recuperación económica norteamericana, empleos que se crean en Ohio y no en Andalucia, inversiones que se realizan en Houston y no en Hamburgo. Mientras tanto, aquí, el paro crecerá, la industria se deslocalizará, y el ciudadano de a pie pagará la factura: la inflación va a volver a subir, como un impuesto encubierto a los más pobres, como lo harán el resto de tasas. Porque cuando el coste de la energía sube, cuando los productos manufacturados se encarecen, son las clases populares las que sufren. No los banqueros de Frankfurt, ni los lobistas de Bruselas. Nosotros, los que vivimos del salario, los que llenamos el carro en el supermercado, los que pagamos la luz cada mes.
Y no olvidemos que este nuevo golpe llega tras años de autodestrucción económica impuesta desde fuera. Las sanciones a Rusia, dictadas desde Washington y asumidas sin chistar por Bruselas, ya han dejado su huella: pérdida de competitividad industrial, encarecimiento brutal de la energía, desaparición de empleos en sectores clave como la química, el acero o la cerámica. Fueron las clases populares europeas las que pagaron el precio de esa obediencia ciega. Y ahora, con este nuevo acuerdo, se les exige que vuelvan a cargar con el fardo: más inflación, menos industria, menos futuro.
La metrópoli imperial exige vasallaje a sus colonias para retrasar su caída.
Estados Unidos, con su déficit creciente, su dolarización forzada y su necesidad de mantener el control sobre los mercados energéticos y tecnológicos, necesita sangrar a sus aliados para mantenerse a flote. Europa es, en este esquema, una periferia útil: un mercado cautivo, un escudo militar, un financiador de guerras que no son suyas. Y mientras tanto, el imperio se recompone, reindustrializa, protege su economía con subsidios masivos —como los del Inflation Reduction Act— y vende a Europa los productos que ella misma ya no puede producir.
Europa no saldrá del agujero mientras se someta a la voluntad norteamericana. Mientras siga dependiendo del gas de Texas, del trigo de Iowa, del silicio de Arizona. Mientras delegue su defensa en una OTAN que obedece a Washington, mientras permita que sus decisiones estratégicas se tomen en el Despacho Oval y no en Bruselas, Madrid o Atenas. No hay salida al estancamiento sin soberanía. Y no hay soberanía sin ruptura.
Y todo esto, ¿para qué? ¿Qué gana Europa a cambio de esta humillación? Pues muy poco: la promesa de que Estados Unidos seguirá apoyando a Ucrania en su guerra. Pero no por razones éticas, ni por defensa de la democracia, como nos quieren hacer creer. No. Lo hace por negocio. Por dinero. Por intereses estratégicos. Trump —sí, el mismo que prometió deshacerse de las guerras infinitas, el que hablaba de “América primero”— hoy es uno de los principales impulsores del prolongamiento del conflicto en Ucrania. ¿Por qué? Porque hay dinero en la guerra. Mucho dinero.
En las tierras raras que Europa necesita y que Estados Unidos controla. En la venta de armamento a Kiev, que enriquece a las grandes corporaciones militares del military-industrial complex. En la venta de gas a precios estratosféricos, que convierte la tragedia ucraniana en una mina de oro para las petroleras norteamericanas. La guerra se ha convertido en un negocio redondo, y Europa es el cliente cautivo. Pagamos con nuestros impuestos, con nuestra industria, con nuestra estabilidad, para que el imperio siga financiando su maquinaria bélica y económica.
Este cambio de estrategia de Trump no es casual. Es cínico, calculado, frío. Dejó atrás su retórica aislacionista porque descubrió que, en tiempos de guerra, hay más beneficios en intervenir que en retirarse. Y Europa, como siempre, es el banco donde se cobra. No tenemos política exterior propia, no tenemos defensa autónoma, no tenemos ni voz ni voto. Solo tenemos deudas, compromisos y sumisión.
¿Y qué podemos hacer?
Primero, reconocer la verdad: la UE, tal como está configurada, es un instrumento de dominación, no de liberación. Sus instituciones están diseñadas para servir a los intereses del capital transnacional y al poder imperial de Estados Unidos. No es un espacio de soberanía, sino de dependencia. Los gobiernos europeos deberían tener el coraje de cuestionar estos acuerdos, de retirarse de ellos, de defender sus propios intereses. Y si la UE no permite eso, entonces deberíamos plantearnos incluso coger la puerta de salida. Porque no hay dignidad en seguir siendo colonia.
En el caso del Estado español, hay herramientas reales de presión. ¿De verdad creemos que Estados Unidos no necesita nuestras bases? Las de Rota y Morón son estratégicas. Son claves para su proyección militar en el Mediterráneo, en Oriente Medio, en África, en el sur de Europa. Claro que podríamos —y deberíamos— usar ese peso geopolítico. Se podría amenazar con revisar la presencia militar norteamericana en su territorio. Podría plantearse incluso una salida condicional de la OTAN, no por ingenuidad pacifista, sino como herramienta de negociación. Porque mientras sigamos mostrándonos dóciles, mientras sigamos pidiendo permiso para existir, seguiremos siendo pisoteados.
No, no somos débiles. Tenemos con qué negociar. Pero para eso se necesita voluntad política. Y esa voluntad no existe mientras los gobiernos estén ocupados por tecnócratas al servicio de Bruselas y Washington. Mientras sigan priorizando el “consenso europeo” sobre el interés nacional, mientras prefieran la estabilidad del sistema a la justicia social, seguiremos siendo carne de cañón económico.
El acuerdo EEUU-UE sobre aranceles no es un mal trago más. Es un síntoma. El síntoma de un sistema que funciona contra nosotros. De un orden global que beneficia a unos pocos mientras empobrece a millones. De una Europa irrelevante. Y si no rompemos con él, si no construimos alternativas reales de soberanía, de independencia energética, de defensa propia, de economía popular, el hundimiento será inevitable.
Debemos luchar por nuestra soberanía. Por una Europa que no sea colonia. Por una país que no sea vasallo. Por un futuro donde sean las clases populares, y no los imperios, las que decidan su destino. El imperio quiere salir del hoyo hundiendo a Europa en la miseria. No seamos cómplices de nuestra propia destrucción. Despertemos. Resistamos. Reclamemos lo que es nuestro.