«¡Que viene el lobo!»

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La socialdemocracia y el cuento del mal menor

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Ilustración de Francis Barlow para la fábula «El pastor mentiroso», llamada por él De pastoris puero et agricolis, 1687.

En una versión macabra del «Pastor mentiroso», la fábula de Esopo, el pastorcito gritaba, como en el cuento original, una y otra vez: «¡Qué viene el lobo!». Sin embargo, no era broma. El lobo acechaba en las sombras del bosque desde la primera vez. Además, era alimentado por él mismo, sacrificando alguna oveja. Su intención no era evitar que el lobo devorase al rebaño, sino impedir que le arrebatase el puesto.

Hoy, la socialdemocracia (o quienes ocupan ese espacio político) repiten el mismo guión. Nos gritan «¡Que viene el lobo!», señalando al fascismo como la gran amenaza contra las libertades y la democracia. Así, nos exigen cerrar filas en torno a ella, presentándose como un «mal menor» que, dentro de sus límites para impulsar reformas, se erige en guardiana de los derechos conquistados en el pasado.

Pero este chantaje, tan viejo como la fábula de Esopo, tiene un efecto perverso: la socialdemocracia, como el pastor del cuento, alimenta al fascismo día tras día, engordándolo hasta que, tarde o temprano, arrastre consigo a todo el rebaño, devorando además a quien le dio de comer.

La acusación de que el oportunismo reformista alimenta al fascismo no es nueva, pero conviene recordarla cada vez que se intenta que la clase obrera avale aventuras políticas que, en realidad, se alinean con su enemigo de clase o con sectores del imperialismo que instrumentalizan al fascismo.

En este sentido, el reformismo, desmoviliza y desarma a la clase obrera canalizando la lucha de clases hacia «esferas» institucionales (parlamento, sindicatos burocratizados), priorizando consensos y compromisos que de facto suponen capitulaciones ideológicas. Esto debilita la capacidad de acción independiente y combativa del proletariado. La lucha se torna ajena a intereses propios y las organizaciones obreras pierden su carácter revolucionario, su capacidad de movilización de masas y su disposición a la confrontación directa.

Cuando la amenaza fascista ha madurado lo suficiente, la clase obrera, adormecida y desorganizada por el reformismo, no solo no está preparada para resistir de manera unificada y contundente, sino que está dividida y desorientada. Peor aún: amplios sectores de la clase terminan apoyando las mentiras «antisistema» de la extrema derecha, lo que realmente acaban por apuntalar este.

El reformismo tuvo cierto sentido político durante la edad de oro del capitalismo. Durante este periodo prometió reformar el capitalismo y mejorar la condición de la clase trabajadora. Hasta qué punto esto fue así o se consiguió por la presión de las mejoras en los países socialistas de Europa del Este es otro debate. En cualquier caso, esa etapa de la historia pasó. Y lo hizo porque las contradicciones entre el Capital y Trabajo se agudizaron, cayendo bajo las espaldas del Sistema, toda la lógica de la caída tendencial de la tasa de ganancia.

Hoy, en plena crisis general y con el imperialismo recrudeciendo su violencia contra los pueblos, la socialdemocracia actúa como fuerza estabilizadora del capitalismo. Las contrarreformas arrasan con aquello que alguna vez se consiguió con la lucha, mientras la soberanía se transfiere a los monopolios y la democracia burguesa es administrada en cuentagotas, según los intereses del Capital. Basta ver el desmantelamiento de los servicios públicos en favor del gasto militar: decisiones tomadas fuera de las instituciones que la socialdemocracia dice defender de la extrema derecha.

El fracaso de las reformas desilusiona a amplios sectores populares. Se crea así un caldo de cultivo basado en la rabia de la pequeña burguesía arruinada y los sectores del proletariado empobrecidos que buscan salidas radicales fuera del sistema, pero la izquierda revolucionaria, neutralizada por los cantos de sirena reformistas, ya no es una opción visible. El camino queda libre para el totalitarismo fascista.

En paralelo, el reformismo ha ido creando una aristocracia obrera de trabajadores mejor pagados, burócratas sindicales, funcionarios de partido que con intereses materiales en mantener el «statu quo» dividen a la clase trabajadora. El fascismo explota esta división, presentándose como el verdadero defensor del «pueblo» contra la corrupción de la élite política y sindical reformista.

Si la historia sirve de ejemplo y enseñanza, deberemos tomar nota de la República de Weimar. El Partido Socialdemócrata (SPD), principal fuerza reformista, gobernó o apoyó gobiernos durante la crisis de posguerra, reprimió violentamente levantamientos revolucionarios (ej. asesinato de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en 1919), priorizó la estabilidad del sistema y la colaboración con sectores conservadores y el ejército. Es decir, sacrificó como el pastorcillo de nuestro cuento unas cuantas cabezas para alimentar a la bestia.

Cuando el nazismo comenzó su ascenso, el SPD y los sindicatos reformistas subestimaron la amenaza y rechazaron los llamados a la huelga general y a la autodefensa armada propuestas por los comunistas (KPD).

El resultado fue la pasividad de las organizaciones obreras ante el nombramiento de Hitler como Canciller en 1933 y su posterior prohibición. El reformismo había desarmado política y organizativamente a la clase que podría haberlo detenido.

Como todo cuento tiene su moraleja, la nuestra debería ser que la mejor opción que tienen las ovejas para no ser comidas o sacrificadas es derrocar al pastorcito antes que lo haga el lobo y organizar colectivamente la dirección del rebaño en pro de sus propios intereses. Porque a pesar de lo que nos cuenten una y otra vez, el rebaño no necesita pastor.

P.D. En muchas versiones actuales del cuento «El pastor mentiroso», el pastor se llama Pedro.

Redacción UyL

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