Carmena y Rato: una teoría sobre el estatus

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Rodrigo Rato, ex mandatario global del neoliberalismo, está acusado de todos los delitos habidos y por haber en materia fiscal y financiera, pero puede zambullirse tranquilamente en la mar lanzando su pose de multimillonario desde un yate de lujo. Hace gala de un cinismo con pedigrí de elite que no merma un ápice su imagen pública. Todo se produce dentro de una percepción acorde con su estatus.

En cambio, Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid y ex jueza jubilada con prestigio de izquierdas, debe explicar al detalle las insidias vertidas por la derecha política y mediática acerca de sus vacaciones, presuntamente de lujo, en una urbanización del sur de España, donde las ha pasado en compañía de otras personas y familiares, lo que a escote resulta de una insignificancia tal que en comparación con los dispendios de Rato ofrece como bagaje una relación baladí e insustancial.

Sucede que Carmena y Rato representan iconos de la izquierda y de la derecha respectivamente, más allá de los matices que pudieran esgrimirse sobre las posiciones reales de ambos personajes. La clase media, ese depósito intangible y manipulable de prejuicios y dueño emocional de la normalidad absoluta, así lo percibe. A lo bruto, sin sutilezas especiales.

No amenaza el orden establecido que Rato sea rico y se comporte como tal. Es lo que se espera de él. La transgresión reside en las dudas que se intentan transmitir vinculadas a la conducta ideal de Carmena. La ética es patrimonio de la izquierda y, por tanto, susceptible de sufrir menoscabo en cualquier momento. La derecha no pone en juego su moral porque ésta no es una categoría en la que se juegue su condición personal o colectiva: su territorio es el éxito privado, el glamour de la riqueza, el signo exclusivo de la clase alta, del ganador por excelencia.

Al no existir ya la conciencia de clase entre las gentes populares, es el concepto clase media el que unifica los criterios ideológicos y la forma de pensar de la inmensa mayoría de una manera compleja y contradictoria bajo dos aspectos dispares que entran en conflicto sin apenas advertirse su presencia: la clase media es hija de la clase trabajadora y mantiene dormida la ética de sus padres y de sus abuelos, pero a la vez quiere emular las poses de la derecha y desea alcanzar la cima del éxito social contra viento y marea.

De esa colisión frontal están hechos los sueños de grandeza y de consumismo emocional de la denominada clase media, un vasto campo de pulsiones invisibles que traduce los estímulos políticos y económicos a conveniencia de sus neurosis de ser lo que no se es y viceversa.

La interpretación inmediata de los baños neoliberales de Rato se ajustan a clichés preconcebidos: la derecha no tiene moral en sentido estricto, por tanto todas sus realizaciones prácticas no pueden medirse bajo éticas tradicionales al uso; el multimillonario es amo de su tiempo y de su libertad total. Por el contrario, Carmena y la izquierda en general están obligados a justificar cada paso que den; su adn ideológico limita su arco de acción a leyes restrictivas y férreas no escritas: lo malo y lo incorrecto viene fijado de antemano en las mentes de todos por relatos históricos que han dejado un sedimento sólido a través de figuras sentimentales inamovibles.

En las sociedades capitalistas, el éxito es un señuelo magnífico que mueve montañas. Ser un hombre ganador o una mujer en la cima se puede vivir de muchos modos, siempre de la mano de fetiches pasajeros, móviles, de posesiones más o menos duraderas. Un viaje maravilloso, un coche increíble, un título decorativo y otros menajes similares actúan como horizontes o metas vitales que otorgan un estatus gratificante: cada vez que conquistamos, a plazos o a través de onerosas hipotecas, esos objetivos intermedios, la ética de origen cede terreno por emulación de la elite, apareciendo un cinismo instrumental parecido al de la derecha (Rato y compañía) que justifica nuestros actos egoístas o asociales con un porque yo lo valgo que oxigena las alertas morales de nuestra torturada conciencia.

La moral de la derecha es laxa, muy adaptable a situaciones distintas, mientras que la ética de izquierdas pide ajustar las conductas a responsabilidades sociales. Tal rigidez exige compromisos más rocosos y esforzados. La clase trabajadora que sobrevive en el subconsciente de la clase media, tiende sin saber de donde procede esa tensión sibilina en la mayoría de ocasiones, a resolver ese problema individual con justificaciones de escape que mitiguen su presunto dolor existencial: todos hacen lo mismo, todos los políticos son iguales.

La utilización interesada de esas justificaciones aboca a la gente trabajadora a regalar su voto a la derecha u a opciones complementarias que no plantean excesivos dilemas éticos en sus maltrechas conciencias. Las correas éticas de la izquierda poco tienen que hacer frente a la ligereza de las amorales conductas preconizadas por la derecha.

La ideología no percibida es un poderoso resorte que guía nuestra mente y que interpreta por nosotros las relaciones complejas y paradójicas del mundo que habitamos. Somos, en gran medida, lo que quieren que pensemos: el éxito cueste lo que cueste, el camino hacia un estatus donde la emoción de llegar el primero colme nuestro yo de laureles y vítores insustanciales.

En suma, Rato jamás deberá rendir cuentas ante ninguna audiencia de lo moral de lo que es: su ser y su estar en la realidad son una misma cosa. La izquierda, por el contrario, tiene domicilio en el movimiento, en la contradicción, en lo que siempre está por hacer. Esa es su grandeza y también su miseria: nunca es nada porque todo es su meta ética y existencial.

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