Luego aparecen las inquisiciones, las guerras de religión, las guerras coloniales, las civiles, 100 millones de muertos en dos guerras mundiales y los que hacen negocios con ellas desde las judicaturas, las catedrales, los principados y el hambre ajena.
Desde que se inició el “invento” no han cambiado los papeles ni los protagonistas. Ahora hacen morir a la intemperie a millones de desharrapados de pan, patria y justicia, mientras los nacismos crecen en sus gobiernos y cancillerías.
En esta florida ceremonia de la mentira no cumplen ni la décima parte de sus exiguos compromisos, sus cartas magnas europeas, sus derechos del hombre y el ciudadano y sus declaraciones universales de derechos humanos.
La carne de pobre, sirio, iraquí o afgano, se pudre al viento helado, a las tormentas de invierno, mientras en los confortables palacios de Bruselas confluyen la vacuidad y la ambición, sin que se asome la sombra de la guillotina.
Europa, que vivió el drama supremo del genocidio judeo-gitano-comunista, asiste impasible, corrupta y miserable, al drama de los pueblos en sus fronteras de miel y fascismo. Si al menos tuvieran la decencia de no invocar ningún valor humano, caritativo o religioso, nos quedaríamos justo con lo que son y han sido: un pozo infinito de egoísmo y miseria humana.
En las cancillerías y gobiernos de Europa, ese proyecto fallido y maniqueo, afloran los politicuchos de tres ideas de falsa ideología, los capos y los traficantes intermedios que ocultan a banqueros y caporales del capital, los vendedores de humo y trabalenguas: “una máquina nunca conseguirá hacer una máquina” y el “alcalde elige a los vecinos que son los que eligen al alcalde”, a los gánsteres con acta de diputado/a y a los que lleva sangrando su úlcera fascista hace mil años.
Europa, sus falsos mitos, sus falsas libertades y su falso humanismo están donde han estado siempre, en la merde.