Para evitar una catástrofe económica sin parangón en la historia, a finales del mes que viene el Congreso de Estados Unidos deberá aprobar una ley para ampliar el techo de deuda pública. Si no se amplía, Estados Unidos no podría pagar sus gigantescas deudas; iría a la quiebra de manera inmediata y arrastraría consigo a una buena parte de las finanzas mundiales, el desplome de las bolsas…
Pero los diputados no se ponen de acuerdo. En la Casa Blanca son partidarios de una expansión neta de la deuda, es decir, una anulación -que califican de temporal- del techo de deuda; algunos congresistas se oponen y pretenden un alza del techo hasta un cierto nivel.
Son distintas formas de anunciar la quiebra y de disolver sus efectos en el tiempo. Trump ha cancelado sus vacaciones, pero no para enfrentarse al problema sino para abordar el verdadero problema de fondo, la guerra comercial con China, que asume distintos formatos según el momento.
Ahora el formato es que China roba (a Estados Unidos) los derechos de propiedad intelectual; China responde que eso no es más que un instrumento de presión para que ellos -a su vez- presionen a Corea del norte.
Según la explicación simplista de Trump, China fabrica mercancías (“reproduce” son sus palabras exactas) con técnicas industriales estadounidenses, y luego las revende en Estados Unidos a precios muy bajos. Las exportaciones “made in USA” se reducen y las importaciones aumentan, el déficit exterior crece…
Si la cosa se pone fea, Estados Unidos recurrirá a la guerra comercial y las barreras arancelarias causarán a China un perjuicio económico que en Washington estiman -muy alegremente- en 600.000 millones de dólares. Naturalmente, la cifra es muchísimo más elevada, indicador de una gran catástrofe que ni siquiera son capaces de imaginar en sus peores pesadillas.
La Comisión Americana sobre Robo de Propiedad Intelectual calcula que las pérdida a causa de las falsificaciones chinas, pirateo informático y robo de secretos industriales alcanzan cotas comprendidas entre los 225.000 y los 600.000 millones de dólares. Según dicen, China es responsable del 87 por ciento de las mercancías pirateadas o falsificadas que llegan a Estados Unidos.
Lo de menos es si eso es cierto o algo parecido a las “armas de destrucción masiva”; tampoco interesa saber si los datos están inflados o no. En cualquier caso es capitalismo en su más puro estado, competencia, un terreno que Estados Unidos ha perdido desde hace tiempo. Ya no les interesa la “globalización”, ni el “neoliberalismo”, ni el libre mercado, ni la Organización Mundial de Comercio.
Si Estados Unidos inicia una guerra comercial con China, los mayores perjuicios serán para los grandes monopolios estadounidenses, como Apple, que ensamblan sus mercancías en China para venderlas en Estados Unidos. Pero hay otros capítulos muy alejados de las nuevas tecnología en los que China ha liquidado a la competencia mundial: la mitad de la soja que se consume en Estados Unidos procede de China.
Ante tal situación, en Pekín han quedado los últimos defensores del librecambismo y de los viejos principios de la Organización Mundial de Comercio. Pero si no es posible triunfar con el librecambismo, dicen en Pekín, triunfaremos con el proteccionismo exactamente igual; tomaremos contramedidas.
A la vista aparece el fantasma de una drástica reducción del comercio internacional, uno de los pilares que han fundamentado el raquítico crecimiento del capitalismo desde 1945 en todo el mundo. No hay más que analizar la situación económica de Japón, en otro tiempo paradigma de que el capitalismo podía obrar milagros. Desde finales de los ochenta es una foto fija, la del estancamiento y la del fracaso de todos los remedios puestos en funcionamiento para salir del atasco, el último de los cuales lo dice todo: el lanzamiento en cantidades infinitas de dinero fiduciario.
La guerra comercial es, por lo demás, la antesala del otro tipo de guerra, la de verdad. Por eso los chinos tienen razón cuando la relacionan con Corea del norte. Lo uno conduce a lo otro.