Rolando Pérez Betancourt.— La corrupción es tecla frecuente pulsada en cualquier lugar del mundo y asunto de larga data en no pocas cinematografías. Mafias, conjuras políticas, crisis financieras internacionales, el tema, en grande, ha sido llevado con mayor ahínco a las pantallas que en sus trascendencias locales –no por modestas– pletóricas de ribetes universales.
De esto último da cuenta la más reciente entrega de Cristian Mungiu, el cineasta más reconocido de lo que ha dado en llamarse la Nueva Ola del cine rumano y entre las voces que señorean en el entorno europeo.
Ganador de la Palma de oro en Cannes 2007 con Cuatro meses, 3 semanas, 2 días, y premio al mejor director en ese mismo Festival, en el 2016, por Los exámenes. Mungiu impregna a sus historias una atmósfera de tensión que obliga a permanecer atento a cada situación por venir.
En este caso, el conflicto gira en torno a un médico (Romeo) que vive en un pueblo de montaña en Transilvania. Él aspira a que su hija rinda un examen con las mejores notas, lo que le permitiría irse a estudiar al extranjero.
El día antes la muchacha es atacada por un desconocido y queda bastante tensa. Romeo se verá entonces impulsado a cambiar las reglas de un comportamiento ético que hasta el momento parece haber mantenido, aunque conjeturar al respecto pudiera ser arriesgado.
Cristian Mungiu es un implacable observador de la sociedad rumana, tanto la de los tiempos del gobernante Ceausescu, como de la que vino después del año 1989, hasta nuestros días. Ahora vuelve a beber de los rigores y desaciertos de las diferentes épocas para ofrecernos una crónica nacional que tiene la facultad de saltar fronteras y convertirse en una historia de pespuntes globales, gracias a los dilemas morales que plantea –entre ellos la migración– y que, en su arco ético, involucra a la sociedad contemporánea y, en especial, la relación padre-hijos. Una película sobre las facetas de la corrupción y los modos de vida que se le involucran, un duro pero iluminado argumento que, además de decir mucho, deja buena parte también a la interpretación de los espectadores.
En los afanes y vínculos que establece Romeo con tal de que su hija apruebe los exámenes, nadie parece quedar libre de sospechas. La crítica social va más allá de gobernantes y empresarios para decirnos-no sin cierto pesimismo– que cualquier personaje puede formar parte del engranaje de la corruptela, una maquinaria sostenida por el sofisma de que el fin justifica los medios.
El director machaca en algo esta tesis, pero lo hace con estilo y dentro de una geometría narrativa siempre en ascenso y moviéndose en turbias atmósferas y rejuegos intrigantes. Cristian Mungiu es, sin discusión, el más dramático de los directores rumanos y para ello se apoya en el plano secuencia, profusos diálogos –so riesgo de que lo tachen de verbalista– y en el desempeño de los actores a partir de un naturalismo que jamás fuerza situaciones.
Parecería una fórmula, pero lo que prima es el talento.