Oprimirse es vivir, resistir es morir: la clave de la supervivencia

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La identificación proyectiva, en psicoanálisis, parte de la idea de que quien abusa proyecta sus cualidades menores en el abusado, para luego, señalar a la victima como responsable de las conductas «nocivas» o «peligrosas» que a juicio de quien ostenta el poder, hay que erradicar.

 

Esto, a lo que en el último siglo se le ha dado forma teórica, para nada es algo nuevo; es una conducta en la que han recaído todas las relaciones sociales hasta ahora conocidas, y en particular, aquellas que se dan en cualquier sociedad de clases. Por ejemplo, el poder religioso ha prohibido conductas que luego permitía ejercer en privado, es decir, aquello que hemos llamado «pecados».

El problema es cuando la víctima internaliza esa proyección, tomando las cualidades proyectadas como propias, para luego servir de ejemplo y así recibir la bendición de su opresor. En épocas de represión pandémica, un buen ciudadano no se relaciona, no disfruta, no pasea ni lleva a cabo conductas «de riesgo». Solamente va del trabajo a casa y de casa al trabajo.

Ese buen ciudadano sabe, o al menos intuye, que quien le ordena esa corrección en el hacer de su vida diaria, no cumple con esos parámetros. Normalmente esa persona poderosa que le ha destrozado sus relaciones sociales probablemente organice fiestas con amigos, pasee tranquilamente, acuda a orgías o consuma drogas de primera línea.

En España, esa internalización de la proyección la vemos en todos los sitios, desde las ONG’s hasta en un supermercado. El Estado siempre se ha vanagloriado de que tenemos «la población más solidaria del mundo», refiriéndose a cómo personas anónimas acuden con mantas y agua a ayudar siempre que hay un desastre natural, o incluso sacando pecho de la cantidad de voluntarios que hay en Protección Civil. Pero es curioso como el Estado socialmente más injusto de la UE promueva la solidaridad entre sus súbditos.

Sin embargo, la mayoría de las personas que viven en estas fronteras, probablemente no profesarán esa misma solidaridad cuando una familia queda en la calle o cuando vean una escena de maltrato en la vía pública; o incluso cuando ven a una persona metiéndose una lata de sardinas en el bolsillo, en el interior de un supermercado. Lo más probable es que avisen al personal de seguridad. Porque en España solo está bien vista la solidaridad con quien detenta el poder económico.

Esa es la relación que se ha construido con el Estado: vivimos para recibir aprobación de quien nos subyuga y quien nos obliga a mantener conductas socialmente aceptadas, pero que ningún componente de la clase burguesa practica. Las salas privadas se fuma tranquilamente, la cocaína de gran pureza, la movilidad sin límites…

La clase dominante necesita una población consciente de que esos «excesos» son permisibles entre personas con tantas responsabilidades, porque es la manera de empequeñecer a la clase oprimida, que no tiene esa «necesidad» de tomar el fresco, de divertirse, de descansar o incluso de pensar por sí misma.

Los virus son por naturaleza invisibles, hecho que permite mantener a los ciudadanos en un estado de miedo constante, permanentemente vivos con inquietud. Esto nunca había ocurrido en España desde el franquismo. Cuando ETA anunció su rendición, las secciones de lucha antiterrorista de la Policía o la Guardia Civil quedaron en los niveles más bajos de actividad de su historia. Tenían que inventarse alarmas absurdas o signar como terrorista a cualquier forma de lucha política. Y al igual que ahora, la sociedad también toleraba algunos de sus excesos: la desaparición forzada, la tortura, la corrupción, el consumo de estupefacientes, etc.

Ahora, gracias a las interminables cifras de alarmismo estadístico prestado por el Gobierno y a mortalidades con atribuciones poco fiables, la identificación proyectiva con la que el fascismo soñó es una realidad. Lo que antes era la «colaboración ciudadana» en las tareas policiales, ahora es «hacer la vida imposible» [sic] a quien dude.

Fuente: mpr21.info
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