La actual degradación sistémica internacional amenaza con empeorar aún más las condiciones de vida de la clase trabajadora con recortes, pérdida de derechos y amenazas bélicas que atañen a esas poblaciones del mundo avanzado que se creían a salvo. Sin embargo, la presente situación de guerra no empieza ahora, sino que azotaba ya cruelmente otras zonas del mundo. Y no es fruto de que Trump u otro mandatario “esté loco”, sino de que el sistema capitalista internacional, de nuevo y con menos margen de salida, necesita la guerra. La verdadera locura estriba en que la paz es su derrota. Por eso es imperativo oponerse… hasta con efecto retroactivo.
Ciertamente, al igual que ante la guerra de Irak, pero en contraste con otras situaciones recientes (Yugoslavia, Libia, Siria), dentro del activismo han ganado fuerza las posiciones justas, que rechazan el belicismo y no comulgan con las “revoluciones de colores” inventadas por la propaganda de guerra occidental. En comparación con la situación de hace una década, existe ahora un mayor activismo contra el belicismo y contra los recortes para financiarlo.
Sin embargo, sigue dándose un preocupante desajuste a la hora del análisis estratégico y de identificar las causas del actual belicismo y los factores principales o bandos en juego. Rectificar esto es crucial para disputar sectores al enemigo y evitar que la causa antibélica sea aislada por la presión mediática, en mitad de la auténtica guerra informativa y de la censura que estamos viviendo.
Lo primero que tendríamos que apuntar es que la lucha contra la barbarie imperialista no es una “tarea de actualidad”. No caben, pues, “pacifismos” abstractos y cómplices. Muy al contrario, debe aprovecharse la ventana de oportunidad que se da dentro del mismo “primer mundo” para denunciar a los verdaderos factores que llevan imponiendo la guerra, y que la llevan imponiendo desde hace tiempo… aunque “nos cogiera lejos”.
Efectivamente, la guerra está llegando ahora al centro del sistema; pero no necesitamos una “prédica de la paz” que desactive a la gente haciéndole creer que el problema de la guerra es “que llegue aquí”, a Occidente, callando ante el hecho de que lleva mucho tiempo desarrollándose “allí”, en la periferia del sistema capitalista. De hecho, los dos bloques del imperialismo occidental necesitan la guerra, pues sus economías se basan a su manera en el parasitismo que explota a esa periferia. Ante esto, la lucha debe ser internacional, por lo que no es correcto ningún enfoque eurocéntrico que ampute una parte crucial de esta lucha global. Por eso nos permitimos hablar, en mitad de la barbarie, de ventana de oportunidad para que seamos más los pueblos que contribuyamos a acabar con ella.
Lo que calla el arco parlamentario y mediático en su totalidad, más allá de polémicas y “guerras culturales”, es que el senil Occidente decadente es el verdadero factor que promueve la guerra. De hecho, estamos entrando en una tercera gran época imperialista de provocación de guerras a nivel mundial.
El primer gran periodo fue el siglo XIX, con guerras imperialistas para conquistar colonias y expandir mercados (como Inglaterra en China o Francia en África). A comienzos del siglo XX se inicia una segunda gran época, que abarca la I Guerra Mundial (como denunció Lenin, un conflicto imperialista para volver a repartirse los mercados coloniales, puesto que Alemania había llegado tarde). La II Guerra Mundial es más de lo mismo, pero tras el cierre en falso de la primera con el Tratado de Versalles. Esta última siguió siendo una guerra para cuestionar el reparto de colonias y también para conquistar países incluso dentro del primer mundo (Lebensraum) ante las dificultades de reparto encontradas ya en el tercer mundo. Pero ya ese conflicto interimperialista se solapó con una guerra para destruir a la Unión Soviética y al socialismo. Aunque desencadenada por Alemania, la feroz agresión contra la URSS contó con la complicidad de todo el Occidente, pues esperaban que los nazis destruyeran lo que ellos no habían logrado destruir en la guerra civil rusa que alimentaron tras la revolución de 1917, sobrevenida esta precisamente en medio de la Primera Guerra Mundial.
Actualmente estamos inmersos en una tercera gran época: guerras imperialistas provocadas por Occidente para no ser expulsados del dominio mundial (es decir, guerras propias de la decadencia irreversible del sistema). Una prueba clara de ello es la impotencia de Francia para mantener el control sobre África, pero el factor principal y más inmediato de esta última oleada de guerras es la lucha por mantener la hegemonía por parte de EE.UU. No obstante, debemos insistir una y mil veces en que, aunque los norteamericanos puedan ser el desencadenante más inmediato, el causante real de esta conflictividad es el parasitismo financiero occidental en su conjunto, del que ciertamente EEUU se lleva la palma. En estas guerras, en muchas ocasiones de desestabilización y muy distintas de las anteriores guerras de conquista, si los norteamericanos tienen que destrozar países (como Afganistán o Irak) para evitar que otras potencias entren, lo hacen.
En ese sentido, estas escaladas no se explican solo por “el capitalismo” en abstracto, como hace de manera simplista cierta izquierda. Brasil y Paraguay también son capitalistas, y no provocan la guerra. Rusia es una economía de mercado y China tiene también una economía mixta con una significativa participación del mercado. Sin embargo, ninguna de estas potencias son los factores desencadenantes del actual clima bélico. Lo ha sido, sobre todo, EE UU, en su intento por mantener su parasitismo financiero, si bien en última instancia participan todas las potencias occidentales. Unas potencias que, de hecho, se dedicaron durante décadas a promover guerras regionales, disfrazadas en diversas ocasiones como “revoluciones de colores”.
Tras la caída de la URSS, la contradicción principal a nivel mundial se desarrolla entre un imperialismo occidental que, con EE.UU. en el centro y con sus propias contradicciones en desarrollo, intenta mantener su parasitismo; y todos aquellos países que, más allá de su sistema político o económico, deciden llevar una política independiente de desarrollo fuera de los organismos internacionales gestados tras la II Guerra Mundial (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, etc.), como sucede actualmente con el grupo de los BRICS. En este contexto, a nadie se le escapa que este intento de EE. UU. de prolongar una hegemonía imperialista cada vez más en entredicho tenía, tarde o temprano, que enfrentarse a Rusia y a China. Así lo habíamos advertido en 2011 en “Desinoculándonos la parálisis imperialista” (1)
Estos dos grandes países constituyen los obstáculos principales que encuentra hoy en día el parasitismo occidental en su conjunto. En el fondo, tanto los EE. UU. como la UE querían destruir a Rusia y a China; pero, eso sí, con timings y agendas diferentes. EE.UU., acusado de hasta estar detrás de la voladura del Nord Stream 2, ha querido provocar y adelantar un enfrentamiento contra Rusia y China para todo el sistema imperialista occidental en su conjunto, algo que la UE no buscaba inicialmente todavía. Ahora bien, una vez iniciadas las hostilidades, la UE necesita que sus auténticos enemigos no ganen esta guerra, por más prematura que sea para una UE que no es una potencia ya formada (es decir, ya militarmente formada) como EE.UU. Circunstancia de la que los norteamericanos se aprovechan, como un bombero pirómano que no solo quiere someter a sus enemigos más sistémicos, sino también a sus propios aliados desde la Guerra Fría para que no vayan por su cuenta ante su pérdida de hegemonía.
Pero el capitalismo occidental no lo controla todo. La realidad ucraniana supone una derrota occidental en la que no han salido las cosas como planeaba EE. UU., si bien es cierto que, una vez llegados a ese punto, han pretendido adaptarse a la situación. Actualmente, Estado Unidos pivota hacia Asia para enfrentarse a China, dejando a la UE con la “patata caliente” del conflicto ucraniano. Una UE que, como hemos adelantado, no puede permitirse ya que Rusia aparezca como vencedora, pese a que durante años intentó mantener con ella relaciones comerciales normales y, a la vez, controlarla o desestabilizarla por vías no directamente bélicas (Maidan, revoluciones de colores, conflictos nacionalistas…). EE. UU. rompió la agenda europea y logró subordinar al viejo continente de nuevo, amagando finalmente con retirar el paraguas militar de la OTAN, en un contexto en el que Europa también necesita reeditar y prolongar (al precio que sea) su parasitismo financiero y comercial en un nuevo escenario en el que emergen los BRICS. A la UE no le ha quedado otra que actuar igual que los yanquis: prolongando la inestabilidad, sin reconocer la realidad de que Rusia ha logrado derrotar la celada que unos y otros, en el llamado Occidente colectivo, le venían preparando.
En realidad, si Rusia y China se han convertido en los mayores obstáculos para EE. UU. y la UE, no es por el capitalismo avanzado o parcial que exista en aquellos países, sino por su pasado socialista y su presente (sobre todo en el caso chino) de economía fuertemente planificada por el Estado. No puede entenderse su potencia militar de primer orden sino es bajo la construcción socialista y “la lucha entre sistemas”. Incluso se da la paradoja histórica de que al capitalismo clásico internacional le sobra como nunca la economía de mercado y apuesta por aranceles y monopolio, mientras que las potencias surgidas de la edificación socialista utilizan el mercado para desarrollarse. Y es que el parasitismo, el dominio del capital financiero, de la gran banca, tiene mucho de importación directa de deuda por parte de unas oligarquías que dictan las políticas del BM, FMI o el BCE. Unas políticas que el Sur nunca asumió por las buenas, sino siempre bajo amenaza o incluso bajo agresión militar.
Finalmente, nuestro gobierno, así como sus voceros de El País y otros, no desean una guerra inmediata; pero, a la vez, son tributarios del parasitismo del campo imperialista occidental. Por ello, deben provocar un auge del belicismo a nivel internacional, pintándolo como una batalla “por la democracia” y “contra los autoritarismos”. Intentan así que la gente se autorreprima y asuma recortes sociales para incrementar el presupuesto militar. Todo ello para bombardear (nunca mejor dicho) unas relaciones normales como las que se promueven ahora desde los BRICS -con Rusia y China jugando ahí un papel central-, que emergen con un enfoque diferente basado en el multilateralismo y que necesitan la paz.
En consecuencia, la causa de los pueblos pasa por oponerse al tercer gran ciclo de guerras imperialistas desatado por el Occidente parasitario, en su intento por incendiar un mundo que ya no consigue controlar. Por tanto, nos corresponde a los pueblos occidentales, desde el corazón mismo de la bestia, decir no a este belicismo descontrolado y extender cada vez más un “no a la guerra” que surge ya espontáneamente entre sectores de la población.
(1) https://derrotaenderrotahastalavictoriafinal.blogspot.com/2012/03/desinoculandonos-la-paralisis.html
Ernesto Martín, militante de Red Roja