El talento: no es oro todo lo que reluce

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El talento se ha colado de rondón en nuestras sociedades de consumo como el valor añadido por excelencia, un tesoro ideológico que otorga ese plus que marca las diferencias cualitativas entre la mediocridad del común de los mortales y los elegidos para instalarse de forma natural en la cumbre del éxito sin paliativos.

Los mejores tienen talento, el resto son meros trabajadores o profesionales del montón. De esta manera, el capitalismo hace una selección para cooptar a personas en diferentes ámbitos de actividad que representan la crema de la inteligencia creativa y dirigente, despreciando a la vez el mero trabajo y esfuerzo personal como un ejercicio secundario de supervivencia vital.

Aquellos individuos tocados por la varita mágica del talento son expuestos en los anaqueles de la excelencia pública como sujetos con valores intrínsecos superiores a la media, abonando en simultáneo un vasto campo de conformidad y resignación para la inmensa mayoría de los que no llegan a los ratios mínimos para alcanzar la cima de la grandeza intelectual de la elite.

Con este método de premiar ese intangible supremo que es el talento, se fomenta un individualismo competitivo feroz y se crean estatus de privilegiados que se comportan como iconos subsidiarios de los valores capitalistas. Lo habitual es que nadie señalado por el talento en los regímenes capitalistas sea un rebelde político o mantenga ideas críticas y singulares contrarias al sistema que le eleva por encima de la mediocridad o normalidad de la masa. Del talento se ha hecho un sucedáneo sutil del estudio concienzudo, la experiencia acumulada, el mérito, la cooperación, la solidaridad y el trabajo personal y colectivo.

Suelen recaer estas elecciones mediáticas o en ámbitos más reducidos en personas que funcionan como epítomes vivas de lo que las clases poseedoras necesitan para mantener intacto su estructura de dominación financiera e ideológica. Son iconos ilustres y universales de la posmodernidad neoliberal y de la globalización económica Mark Zuckerberg y su Facebook, Bill Gates y su Microsoft y el fallecido Steven Jobs y su Apple.

En los nombres citados se resume el valor por antonomasia del capitalismo popular: empresarios que desde la nada han recorrido una trayectoria fulgurante para alcanzar la jefatura de inmensos imperios privados. En sus personas germina el talento en grado máximo, despreciando la contribución, inteligencia, creatividad y trabajo de miles de trabajadores anónimos. Es el añejo relato del hombre hecho a sí mismo portador de un aura especial que se impone por encima de los avatares clónicos de la anomia general.

Zuckerberg, Gates y Jobs son paradigmas originales con multitud de versiones adaptadas a situaciones concretas de las sociedades neoliberales pero que sirven de faro, impulso e inspiración psicológica y sociológica a todas ellas.

El mito que explica el talento nos dice, así a lo bruto, que cualquier persona que sea capaz de crear valor de la nada absoluta es un elegido para liderar procesos complejos de distinta naturaleza. Estamos ante un milagro, ante la Idea Total, ante una manifestación de la materia inefable, casi religiosa en sus términos vacuos y espirituales.

Ese valor incognoscible siempre porta consigo un aumento de ventas o un incremento de valor de una marca o un rédito político a corto o medio plazo. El talento capitalista debe repercutir en la cuenta de resultados de alguna compañía, sector o ideología hegemónica aunque se camufle bajo indumentarias de moralidad incuestionable. El ropaje ético como valor e inversión a largo plazo es un vehículo imprescindible para construir rutas más fáciles de transitar por el capital puro y duro y el simple beneficio o interés empresarial que suele concitar opiniones críticas en su contra si se expresa de modo crudo y sincero.

Talento es, pues, lo que el sistema define como tal: todo aquello que sirve a sus intereses económicos y convierte o transforma en valor ideológico de referencia y credo de multitudes sus premisas que dan cobertura a la estructura capitalistas de consumo.

El talento es pura seducción para mantener a raya las reivindicaciones políticas y laborales de la clase trabajadora, actuando de acicate para separar a algunos de sus más destacados elementos hacia la clase media y así ofrecer la idea de movilidad social mediante el mérito y la inteligencia creativa.

Nunca se dirá que una asalariada con dos hijos a cargo con 600 euros al mes de nómina tiene talento para superar sus extraordinarias dificultades sociales y económicas. Tampoco se dirá de un ingeniero o filósofo que postulen argumentos críticos contra el sistema capitalista. O de un político que hable de igualdad y de cooperación social y lucha para erradicar o cercar las causas capitalistas que producen la pobreza y la precariedad vital.

No, el talento que procura extender la posmodernidad ancla sus raíces en banalidades ideológicas y valores fútiles sin contenido social: artistas de modas pasajeras y comerciales, deportistas multimillonarios, empresarios de éxito, intelectuales de verbo grandilocuente y fatuo adheridos a las costuras y nimias prebendas de la notoriedad vacía o personajes estrafalarios de quita y pon. También eligiendo a dedo a cuadros intermedios reconvertidos en capataces de control con mando en plaza de colectivos de trabajadores o equipos profesionales muy dispares. No es necesario decir nombres, están en boca de todos, pero sí es preciso señalar que no es oro todo lo que reluce, antes al contrario, la mayor oferta son baratijas de ocasión o coyuntura interesada movidas por los mass media y los hilos del poder a su antojo y conveniencia.

El talento que crea valor desde la nada absoluta es una quimera, solo accesible a los dioses, esos seres divinos construidos por la mente humana para llenar agujeros negros existenciales y miedos ante la ignorancia y el absurdo de vivir flotando en la vida diaria sin comprender las relaciones invisibles que dan sustento al acontecer histórico, social y político.

Todo talento singular ha brotado y crecido dentro de contextos ambientales determinados, aprovechando del trabajo colectivo de innumerables aportaciones previas. En Napoleón, Aristóteles, Einstein, Marx, Saramago, Neruda y tantos otros cristalizó un talento personal gracias a muchos factores individuales, colectivos e históricos. Todos somos fruto de vaivenes y contingencias, la mayor parte imprevisibles o fortuitas.

El talento que nos quieren vender ahora mismo es un comodín instrumental de carácter ideológico para trazar divisiones ficticias entre la inteligencia creativa o especial y el mero trabajo rutinario, entre un arriba y abajo de índole natural, inamovible e insoslayable.

Todos tenemos habilidades propias para desarrollar alguna actividad profesional o arte o ciencia concretas. El valor supremo debe radicar en el trabajo bien hecho, a conciencia, por sí mismo. Rescatar el valor del trabajo de las fauces de la ideología capitalista es una premisa fundamental para edificar un mundo mejor. Dibujar fronteras excluyentes entre el talento y el resto de labores humanas no es más que crear una división interesada entre elites dirigentes por orden natural y la gran masa de consumidores pasivos de la realidad estructural.

Mediante el discriminador talento capitalista la autoestima a la baja inducida a los perdedores sirve de caldo de cultivo para una mejor explotación mental y laboral de la clase trabajadora. Asumir el rol de perdedor lleva a la resignación social y el pasotismo político.

En tiempos pasados, el talento fue la moneda más valiosa en Grecia, Roma, Cartago y Egipto. Dinero, nada más que dinero. El talento actual ha devenido hoy en dinero ideológico, una suerte de moneda fiduciaria o crédito mercenario para crear valores ficticios sin capacidad de uso inmediato. Tu talento tiene precio: aceptar el sistema capitalista sin rechistar.

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