Empatía razonable versus pragmatismo interesado

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bueno y malo

El buenismo viene a ser el adjetivo predilecto a la manera de neologismo fino y elegante para descalificar con dulzura hipócrita las ideas y posiciones genuinamente de izquierdas por parte de la derecha y de sus acólitos moderados con quienes comparten el poder en los sistemas parlamentarios de Occidente.

Las cosas son como son y la realidad es la realidad configuran, bajo tautologías de aguda simpleza, la guarida ideológica y moral en la que se escudan las derechas y posturas asimiladas de complemento para insultar sin derramar sangre a las perspectivas o puntos de vista que apuestan por descifrar la complejidad desde alternativas diferentes, enfatizando la duda razonable, la empatía recíproca con el adversario o enemigo y el diálogo abierto como medios de alcanzar soluciones políticas consensuadas y no de uso indiscriminado de la fuerza bruta o violencia legal en sus distintas acepciones o categorías semánticas y praxis al uso.

Ese pragmatismo ideológico tacha de idealismo, utopía o ilusión todo aquello que explore posibilidades dialécticas de solución política negociada a conflictos sociales de variada índole. Las víctimas, para esta visión unilateral, se merecen su estatus o, cuando menos, son culpables de su condición vital, por activa o por pasiva. Así a lo crudo, salvando de esta forma la posible responsabilidad social y ética de aquellos bien instalados en las alturas del poder.

La razón siempre está de parte del ganador, el más fuerte en la contienda social, el que ha sido más hábil a la hora de la distribución de la riqueza. No hay que entrar en otras disquisiciones ulteriores. La víctima de los daños colaterales solo tiene derecho, como mucho, a la piedad o las actitudes caritativas verticales. Hurgar en causas más profundas con el propósito intelectual de intentar comprender los hechos no es de recibo: en toda competición hay damnificados y perdedores. Con las migajas y la conmiseración de los triunfadores ya  es más que suficiente. La conciencia del ganador debería quedarse en paz consigo misma con esta mera retribución ética. Sin mayores compromisos o dilemas morales o políticos.

Al buenismo, por tanto, hay que censurarlo de raíz, atacarlo sin pausa desde procedimientos edulcorados para desactivar su capacidad de remover conciencias dormidas y su disposición a movilizar conductas enquistadas en discursos maniqueístas sobre el bien y el mal absolutos, donde el bien residiría en el nosotros autóctono y el mal bárbaro en la contraparte del vosotros foráneo.

Estamos ante una sibilina treta dialéctica del poder establecido por las elites hegemónicas para salvar los muebles de sus iniciativas políticas y militares. En concreto, de sus consecuencias directas en forma de víctimas sociales, muertos en batalla o damnificados de toda laya y condición.

A través del buenismo como andanada dialéctica se pretende tachar de ingenuos a las personas que defienden la relatividad de toda verdad cultural, otorgando al otro en simultáneo un estatus de humanidad similar al propio. Este punto de partida es el que en el fondo quieren desacreditar los funcionarios a sueldo del statu quo. Desean erradicar cualquier a cualquier precio el pensamiento crítico que ponga en tela de juicio su óptica ideológica y sus intereses ocultos, al tiempo que impiden al adversario, enemigo o contrincante una categoría igual a la de ellos.

Cierto es que cuando se enconan en extremo los conflictos da la sensación de que las posturas del adversario están fuera de toda lógica. Incluso en situaciones muy radicalizadas, es buen ejercicio, sin embargo, antes de tomar una iniciativa visceral, reconocer las propias emociones y volver a ver, e incluso sentir, al enemigo en sus justos términos. Por supuesto que existen casos en que no queda más remedio que enfrentar la situación con violencia legítima como mecanismo de defensa propia. Sin embargo, siempre resulta aconsejable no deshumanizar al contrario o transformarlo en un monstruo subhumano o chivo expiatorio para calmar nuestros ardores de conciencia.

En nombre de la realpolitik o del pragmatismo político no se puede caer en el precipicio de considerarse a sí mismo como el bien absoluto. Cualquier cultura merece respeto. Abrirse al otro no es rendirse al influjo de ninguna ingenuidad estéril: simplemente es un método de ponderar la propia opinión y de poner en duda las convicciones dogmáticas basadas en verdades irrefutables. Se hacen más amigos dialogando que pistola en mano.

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