Guapa, macho, miradas, territorios

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Machismo

Queda mal, y suena peor todavía, mantener hoy una postura machista públicamente porque existe un caldo de cultivo sanitario y una cobertura favorable a no verter a las bravas un comentario lesivo y contrario a la desigualdad real entre hombres y mujeres y la discriminación latente del género femenino. Sin embargo, en cuanto un suceso de alcance informativo o un acontecimiento escandaloso saltan a la palestra, el machismo larvado en forma de ideología durmiente convierte ese detritus intangible en grito exasperado y exabrupto visceral contra la mujer, la diferencia y el otro foráneo. Machismo, xenofobia y racismo beben en el mismo abrevadero.

Pese a los muchos avances en estas tres cuestiones, machismo, aversión al extranjero y racismo en sus distintas versiones locales, la cultura predominante de roles distintivos para lo masculino y lo femenino sigue operando en silencio en gran parte de las sociedades de la globalización mundial. No hay más que ver la publicidad y las costumbres ancestrales. A través de los mensajes de propaganda comercial, la que más llega a las mentes de las personas del común, la mujer se presenta como un objeto de consumo bajo una premisa estética inconfundible: la belleza como realización suprema de su ser. El hombre, a pesar de haberse dulcificado su imagen, es el agente activo de la oposición, siendo su rasgo principal su capacidad de hacer y poseer, fabricar realidades productivas y alcanzar la propiedad del éxito y de los símbolos fálicos de poder: una familia, una empresa, un coche, un artículo de lujo o prestigio, un proyecto de futuro, una aventura de riesgo.

En ese sentido, los roles han cambiado poco o nada. La mujer normalizada, su prototipo de mayor relevancia pasiva, continúa aferrada a la idea secular de guapa, mientras que el hombre, levemente transformado en un ser con aristas menos agresivas, persiste en sus capacidades activas de construir el mundo desde su protagonismo natural y absoluto. Tales ideas sibilinas se trasladan al colectivo ciudadano de modo más creativo, con disyuntivas no tan marcadas, para servir de alimento a las oposiciones y contradicciones de siempre, que la mujer esté supeditada al hombre en todas las esferas de la vida, sirviendo así de hogar al descanso del macho productor.

El macho escondido pero irredento y la mujer que se arregla conforme a los dictados que se espera de ella se necesitan mutuamente. Realizar esfuerzos contra la normalidad requiere grandes dosis de personalidad crítica, cuasi heroica. La normalidad socializa de inmediato, evitando resistencias poderosas del statu quo contra la disidencia de género y política. Eso sí, esa mujer que cumple con las reglas no escritas del rol femenino por excelencia es también una víctima, quizá la más vulnerable, del machismo predador. El derecho a su propia imagen se reduce a cenizas cuando se muestra en los espacios públicos de convivencia social, laboral o profesional.

El arrebato más violento contra la mujer, al menos a escala de rasgo simbólico, se da cuando algunas de ellas rompen con la estética aceptada mayoritariamente. Feas feministas, feminazis, sucias, marginales, contrahechas izquierdistas, radicales, presuntas lesbianas, poco femeninas, hombrunas, machorras antisistema y otras lindezas similares escupen las bocas conservadoras para tacharlas de la diversidad social y ponerlas fuera de juego en el teatro cotidiano. Sus apuestas alternativas a la mujer tradicional dislocan la cultura de los roles aceptables y asumidos por la generalidad para lo femenino y lo masculino. Su presencia perturba el ambiente asfixiante de lo que debe ser y viene siendo desde épocas inmemoriales.

Ser mujer en el mundo actual, por tanto, cuenta con tres opciones irreversibles: aceptar la pasividad de ser normal, adaptarse a la normalidad estética manteniendo una actitud vigilante ante el machismo sedicente o expresar la diferencia mediante proyectos vitales, políticos y de imagen que subvierten el orden establecido de forma radical. Se puede ser mujer sin estancarse o acomodarse en papeles establecidos por la costumbre, la publicidad y la adaptación más o menos a conciencia y crítica al escenario social y cultural predominante.

En cualquiera de los casos, cuando el machismo arremete lo hace no distinguiendo entre unas y otras. Mujer es casi sinónimo de pieza a cobrar, de objeto andante que incentiva y provoca las pulsiones territoriales de un desarrollo histórico desigual y de cristalización de poderes injustos y controvertidos desde la perspectiva masculina de la dominación jerárquica. Aún persisten ideas trasnochadas en la mente de la ciudadanía globalizada que marcan líneas de separación infranqueables entre lo que se espera de una mujer y un hombre, entre sus presuntas esencias constitutivas. Las metáforas que salvaguardan estas falaces diferencias naturalizadas por la costumbre y los prejuicios siguen hablando de la belleza, la debilidad, la dulzura, los sentimientos singulares, la tierna maternidad y la capacidad particular de transmitir emociones cálidas al entorno familiar de la mujer. El hombre continúa embarrado en sus prestaciones de fuerza productiva y poder omnímodo de generar realidades de índole superior (obras de ingeniería, filosofía, política, seguridad y protección, por citar algunos ejemplos significativos). Esto es, la mujer sirve para procrear, como objeto poético de carácter sexual, para reproducir el linaje familiar y cuidarlo, y para engrandecer el estatus del hombre activo fabricante de todo lo que nos rodea, ya sean bienes tangibles o magníficos pensamientos de excelsa originalidad.

Miradas ciegas y fronteras territoriales

En el mundo eminentemente visual en el que nos hallamos inmersos, todos queremos ver y ser vistos. Las miradas delimitan territorios, tanto físicos como simbólicos, que obligan a hombres y mujeres a determinar sus conductas de modo irremisible. Como poco a condicionarlas o dirigirlas para ser acordes con lo dispuesto para cada rol específico.

En esas miradas subyace la ideología hegemónica y también las resistencias críticas que cada cual sea capaz de soportar. Esas perspectivas condicionadas buscan objetos de consumo que estén de acuerdo con los preceptos que configuran la mirada propia. Y el objeto más precioso, el que más abunda y el que tiene más demanda es, sin duda alguna, la mujer. Poseer, siquiera sea por un instante, ese gozo supremo y esquivo es sinónimo de alcanzar una cima, aunque sea a través del alquiler a tiempo parcial o de duración definida de un cuerpo femenino concertado por dinero o al azar del azaroso tránsito espontáneo. La caza de los encantos estereotipados de la mujer normalizada, virtualmente o en directo, eleva el yo del macho a cotas de autoestima que equilibran sus dotes de supuesta hombría. El rechazo explícito o la indiferencia de la mujer crean ipso facto territorios de violencia o de frustración psicológica en el hombre medio. En ese espacio vacío que delinea la disyuntiva apuntada germina la masculinidad rara y contracorriente, una especie de hombre que no experimenta su ser como un depredador nato de impulsos ancestrales automáticos. Tal es el punto de encuentro entre la diversidad femenina y el hombre no machista: un espacio entre territorios hostiles que se salen de la normalidad cultural mayoritaria.

Ensanchar y trabajar ese territorio al tiempo que se abona con símbolos atractivos, significativos y poderosos es tarea política urgente.  No queda más remedio que colisionar con los espacios machistas que vienen marcados por las miradas que construyen fronteras entre papeles y actividades tradicionales. Cada mirada de un hombre que quiere poseer la imagen de una mujer e interceptar su libertad personal hay que afrontarla con el fuego de la convicción contraria: no podemos dejar que la normalidad nos atrape en sus sibilinas redes de la costumbre y del silencio cómplice pasivo.

Hay que mirar más y mejor, corajudamente, para aislar el machismo cotidiano. No valen medias tintas. Ser tolerantes con las miradas ofensivas, no digamos ya con actos nefandos de violencia física o de palabra, es agrandar el espacio que acota las capacidades intrínsecas de las mujeres y los hombres.

Una mirada machista que no tiene respuesta multiplica los prejuicios de la sociedad. Debemos salir al paso con decisión, argumentos de peso y coherencia expositiva para desarmar el arsenal de artimañas, subterfugios y justificaciones bajo los que se escudan todos aquellos que perpetúan las diferencias de género en base a causas físicas, religiosas, ideológicas o naturales.

Somos cultura; los roles de genero se han construido en la historia; el ser humano es uno y diverso, se actualiza en cada persona. Las capacidades individuales parten de condiciones desiguales y contextos muy diferentes: sexo, etnia, nacionalidad, clase social y recursos económicos.

Podemos adaptarnos al medio por necesidades imperiosas de supervivencia. Todas las personas lo hacemos, pero ello no puede o debe ser óbice ni obstáculo insalvable para la acción política crítica. Y hacer política no es simplemente votar o conseguir un escaño parlamentario. La política está en la calle, en el bar, en las relaciones de amistad, en la conversación intrascendente. Y, antes que en ningún otro sitio, en nuestras miradas, aquellas atalayas que atrapan el mundo y nos hacen suyo sin apenas apercibirnos de ello.

Jamás olvidemos que las miradas no son neutrales, ven lo que quieren que veamos. Y con millones de miradas que aceptan el orden establecido se levantan las frases hechas y la cultura hegemónica, los territorios vedados y los espacios de absoluta impunidad social. La mirada revolucionaria y comprometida es crítica consigo misma y activa contra la normalidad que le rodea. Y la normalidad nos dice que la mujer “guapa” y el hombre “macho” son conceptos elaborados por la ideología capitalista; oposiciones ficticias que se nutren recíprocamente para mantener el predominio y la jerarquía del rol masculino. Dar a luz mujeres “diversas” y hombres “diferentes” también es política de acción cotidiana. Empezando la lucha contra las miradas estéticas lanzadas por la publicidad y la propaganda. Y no dejando nunca que la calle sea un coto abierto a la agresión machista de pequeña escala. Eso también es agresión velada, la antesala de la violencia que deviene en asesinato de género, acoso sexual en el trabajo o intimidación silente contra la libertad privada de cada mujer concreta en su propia vida diaria. El machismo que mata no suele expresar sus opiniones de forma explícita y sincera.

El machismo es una construcción histórica, ideológica y cultural del ser humano. La estética y la belleza, también. No son verdades fijas ni inmutables. Cualquier gesto por nimio que sea y cualquier conducta personal hunden sus raíces en la cultura humana. Las contradicciones entre ambos conceptos se alimentan recíprocamente de una manera compleja de difícil acceso a la razón crítica. El machismo desea la belleza femenina normalizada para justificar sus ansias de posesión total. Y la estética de mujer normal se supedita al machismo como un mecanismo de supervivencia en un territorio hostil de miradas depredadoras: de ese estereotipo de guapura natural extraen su fuerza maniqueísta los conservadurismos recalcitrantes de vía estrecha. Romper este círculo vicioso de sujeto-objeto que retroalimentan sus respectivos roles es donde reside el quid de la cuestión esencial: producir diversidad sin adscripción de género. Todo un reto para el siglo XXI.

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