Nosotros y ellos, ni ellas ni nosotras

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El mundo es nuestro, masculino, limpio, razonable, bueno, moderno, sin contradicciones ni historia, de una sola pieza, mientras que la antigua cultura de ellos, por contraposición a nuestra verdad fundamental, la construimos alrededor de la maldad absoluta, de la irracionalidad, esencial, acabada e incapaz de salir de sí misma, encerrada dentro de la fatalidad de ser lo que se es, una tautología definitiva e inmodificable.

Hablamos de las sociedades occidentales y blancas; de la confusión interesada entre lo árabe y lo musulmán, del avieso terrorismo y, por extensión, del tercer mundo y de su mísera pobreza natural. Nosotros somos abiertos y dinámicos; ellos son integristas, de ideas fijas, retrógradas. Cada acto terrorista en Europa o Estados Unidos se magnifica hasta la náusea, al tiempo que levantamos muros reales y fronteras ideológicas para echarlos a patadas y confinarlos en campos de concentración alejados del territorio sagrado de nuestros propios prejuicios. Las víctimas que no son occidentales de atentados en lugares exóticos o remotos no merecen más que una mirada breve y un suspiro pasajero de quita y pon.

En nombre de nuestro estilo de vida y valores inmutables, nos erigimos en intérpretes áureos de la historia y del mundo, borrando a conciencia que ese estilo y esos valores descansan en provocar guerras, someter pueblos, esquilmar los recursos de terceros, alimentar regímenes y dictaduras favorables a nuestros egoísmos y consumir el medio ambiente por encima de las posibilidades del planeta Tierra.

Somos tan fatuos y egocéntricos que incluso, ante este devastador y dramático panorama de damnificados y legiones de personas excluidas por la posmodernidad, la globalidad y por nuestra políticas de conquista, aún nos preguntamos ufanos el porqué de tanto odio, de tanta rabia contenida que explota de vez en cuando a la vera de nuestro trasiego cotidiano. Vemos lo que queremos, autojustificamos nuestras conductas, eludimos nuestras responsabilidades morales y políticas. Es más fácil crear enemigos malvados y reunir nuestra ira en un grito colectivo de emoción mediática.

Tampoco somos capaces de atisbar que ese nosotros, al igual que el ellos, es un instrumento ideológico de las elites para eliminar las diferencias sociales y de clase en el interior de Occidente. Asumiendo el nosotros nos hacemos cargo de culpas ajenas: de la rapiña de los mercados, de la furia de las multinacionales, de la evasión fiscal, del machismo, la xenofobia y el racismo, del fascismo a ras de piel, de los predadores neoliberales, del paro y de la violencia de género, de la precariedad laboral y del injusto reparto de las riquezas. De la desigualdad, en suma.

La jugada es maestra: se configura el terrorismo, a lo bruto y a la ligera, como el adversario común a batir, cuando no es más que un fenómeno que sirve a las estructuras de dominio para ejercer mayor control sobre nuestras vidas. El terrorismo viene bien para mantener el statu quo internacional. Se hacen fuertes las dictaduras árabes del golfo Pérsico, Israel continúa con su política de apartheid contra los palestinos, las multinacionales prosiguen su explotación laboral en Asia y África, las derechas europeas y estadounidenses cobran un peso mayor como garantes de una seguridad quimérica y de un mundo maniqueísta… Se traslada la falsa idea de que no existen causas históricas para entender un proceso tan complejo: los medios de comunicación, machaconamente, dan la noticia de los atentados de forma repetitiva y sesgada hacia el morbo y lo sentimental, no aportando ningún detalle o análisis que permita descubrir o pensar que las acciones occidentales pudieran ser susceptibles de error, fallo o responsabilidad.

Los pueblos árabes, indígenas, negros o amarillos suelen matarse entre sí porque son alimañas tribales y étnicas. Los occidentales no somos así, bajo ningún concepto. Siempre ha sido de este modo: jamás existieron las florecientes culturas chinas, árabes, indias, precolombinas ni africanas. El genocidio cristiano de Colón y los suyos no es más que una leyenda, al igual que las Cruzadas, la Inquisición, la quema de brujas y tantos otros acontecimientos históricos en los que el hombre blanco se impuso a golpe de espada y de fundamentalismo religioso en forma de cruz intolerante y asesina.

Justo ahora que estamos viviendo (o soportando en silencio y con resignación atea o laica) la Semana Santa en España y otros lugares del mundo, con profesiones de fe rayanas en el fundamentalismo más rancio e irracional, los mass media quieren convertirnos a la fe de la verdad irreprochable del capitalismo y de la democracia espuria de Occidente, sirviéndose de la figura mítica y mendaz del terrorista islámico, el enemigo universal de la Humanidad toda, sin diferencias, rocosa, una combate épico entre el bien y el mal.

Transformado en manifestación cultural neutra, los rigores del integrismo cristiano entran en la ideología común con naturalidad, sin estridencias ni rasgaduras de ser un atentado expansivo contra la razón, la complejidad social y el diálogo permanente entre posturas encontradas y disputas políticas que buscan puntos de consenso pacíficos, serenos y coherentes.

Se quiera o no, esos eventos de baja intensidad dejan una huella indeleble en las mentes menos preparadas para establecer relaciones críticas entre los hechos políticos y la realidad en la que vivimos. Es más sencillo huir de la realidad cuando nos dan listas para consumir las interpretaciones políticas a través de plantillas ideológicas marcadas por la bondad y maldad de sus protagonistas. Nosotros somos los buenos; ellos lo malos, los que quieren asaltar nuestra convivencia por que sí, irracionalmente, siguiendo impulsos animales que hay que reprimir a toda costa sin realizar ajustes en nuestra unidimensional interpretación del mundo que nos rodea.

Vienen tiempos de ira, malos tiempos para la crítica, la disidencia, la rebeldía y el pensamiento libre. O nos quedamos en el redil biempensante del nosotros o engrosamos las filas del terrorismo irredento. Las zonas grises de la razón están pasando a mejor vida. También el feminismo, el respeto mutuo y la lucha histórica por la igualdad y la justicia social.

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