Oscar López Rivera: Símbolo de una nacionalidad que no se puede marchitar

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Oscar visitando su pueblo natal, San Sebastián. Foto tomada de Claridad.

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María de Lourdes Santiago Negrón. – Cada uno de nosotros creció bajo el asedio de la eficaz campaña antiindependentista orquestada por el régimen colonial. La comparsa compuesta por la educación oficialista, ciertos medios de comunicación y el folclor local transmitían por todas las vías posibles los mitos sobre la independencia que aún hoy están incrustados en la siquis de tantos compatriotas.  Lejos de la protección salvadora de los Estados Unidos, se nos decía, nuestra patria estaría condenada a la bancarrota, el desasosiego, la imposición de una dictadura y el exilio de cientos de miles: precisamente los males con los que hoy nos azota el ELA.  Pero esa demonización del afán de libertad no podía estar completa sin una lección más concreta y precisa, sin la inflicción de los más terribles sufrimientos sobre seres humanos cuyo padecimiento actuara como advertencia inequívoca.  Y el vehículo para ese ejemplo aleccionador fue el encarcelamiento de independentistas. Recuerdo la vividez con que mis padres me contaban (sin haberlo presenciado ellos) de los arrestos a los independentistas de Adjuntas tras la Revolución de 1950, cuando bajo la tutela del “chofer del whisky americano” comenzó la represión en su forma más extendida.   Pero no fue hasta más tarde, a través de esos libros ausentes en las escuelas precisamente porque son  esenciales para entendernos como país (los trabajos de Miñi Seijo, Marisa Rosado, don Heriberto Marín, y otros) que pude apreciar con mayor claridad la extensión de la sumisión malévola de quienes, desde el poder insular, se prestaron para lastimar a los suyos y congraciarse así con los Estados Unidos.

Fuimos educados con la cartilla del colonialismo: el encierro, en condiciones inhumanas, de los nacionalistas insurrectos; las duras imágenes de don Pedro torturado por quemaduras inexplicables; las largas condenas de Oscar Collazo, Lolita Lebrón, Rafael Cancel Miranda, Andrés Figueroa Cordero e Irving Flores.  Ese fue el material didáctico del que se valió los Estados Unidos para enseñarnos que el martirio es el precio del desafío al imperio.  A esa represión más visible se unió el más discreto ejercicio del carpeteo, que prevaleció hasta finales del siglo XX (y con seguridad aún existe en otro formato).  Pero el efecto disuasivo no fue completo. Desde un flanco distinto, gestado en buena parte en “las entrañas del monstruo” y vinculado a otras luchas de reivindicaciones políticas y sociales en los Estados Unidos, se levantaron otros combatientes, entre ellos Oscar López Rivera, a los que también se castigó con extensas condenas.

Lo que ocurrió entonces en Puerto Rico es, me parece, una de las más claras representaciones del carácter de una nacionalidad que como mejor se describe es como lo escuché alguna de voz de aquel espíritu sublime, don José Ferrer Canales: inmarcesible, que no se puede marchitar.  Poco a poco, se fue extendiendo el reclamo para la excarcelación de los independentistas.  Cuando en el 1979 el presidente Carter accedió a la liberación de Lolita, Oscar, Irving y Rafael (Andrés, gravemente enfermo, había sido excarcelado antes para que muriera en su patria), no sólo se les recibió como héroes, sino que se convirtieron en símbolos vivientes de resistencia, respetados mucho más allá del independentismo. Luego de los arrestos de Oscar y de los demás compañeros a principios de los ochenta, la exigencia de libertad para los nuestros empezó a tomar otra forma.  El esfuerzo de instituciones políticas y cívicas, alcanzó una resonancia enorme. Y aquí me permito reconocer de forma especial, porque tuve el privilegio de apreciar de cerca su trabajo, a dos figuras que han encarnado como pocas la más auténtica solidaridad: Luis Nieves Falcón, quien se hizo abogado sólo para tener la posibilidad de visitar en calidad de tal a los presos políticos, y fue uno de los fundadores del Comité pro Derechos Humanos, hoy bajo la dedicada dirección del Lcdo. Eduardo Villanueva, y Jan Susler, quien (también con otros abogados del People’s Law Office) se dedicó a un auténtico apostolado jurídico por la excarcelación de nuestros prisioneros.

Así, con el curso de los años, la causa por la liberación de los presos políticos, que en un principio fue una exigencia animada por y expresada desde el independentismo, creció hasta convertirse en un reclamo impulsado desde la conciencia de la nacionalidad, compartido por muchos que todavía no están convencidos de que debemos mandar en nuestra tierra. En ese sentido, la larga jornada por la excarcelación de nuestros presos, tiene importantes tangencias con la lucha por la Paz para Vieques.  En ambas, aun a los ojos de quienes aspiran a alguna forma de “unión permanente” con los Estados Unidos, ese país se reveló como el victimario abusivo e insensible cuyas injusticias hacían blanco en nuestros compatriotas.  Esa poderosa fuerza de la identidad nacional encontraba al fin un cauce de reivindicación política, más allá del nacionalismo liviano del deporte y el certamen de belleza.  

Ernesto Sabato escribió que no se puede vivir sin héroes ni santos ni mártires. Todos necesitamos una reafirmación de las posibilidades más sublimes de nuestra humanidad.  Eso han significado nuestros presos políticos. Nuestra generación ha tenido el privilegio de nutrirse de  la espiritualidad de doña Lolita, la combatividad de don Rafael y la resistencia de Oscar.  Ha sido la extraordinaria entereza de nuestros presos políticos la que ha convertido aquella macabra lección de sumisión en una cátedra de dignidad nacional.  El heroico gesto de Oscar al negarse a aceptar el indulto si ello implicaba dejar en la cárcel a alguno de sus compañeros nos recordó las dimensiones más altas de la solidaridad. Su generosidad y transparencia nos descubren la inutilidad de odios y amarguras.  La estoicidad sin aspavientos de 35 años de encierro, 12 de ellos en confinamiento solitario,  nos demuestran cuánta fortaleza da la convicción.

La excarcelación de Oscar es un triunfo enorme de nuestro pueblo, una victoria de nuestra nacionalidad, en el sentido más amplio, el de la admiración por quien representa las virtudes que de alguna forma nos definen como pueblo.  Somos una nación que tras 119 años de dominio del imperio más poderoso que ha conocido la historia, ni nos asimilamos ni nos rendimos.  El cautiverio de Oscar es la metáfora de esa voluntad de persistir.  Que el reclamo de su liberación se convirtiera en uno masivo –incluyendo a figuras cuyos partidos políticos fueron, en su momento, colaboradores incondicionales del gobierno estadounidense en su faena de persecución al independentismo– es un testimonio de lo que puede alcanzar la persistencia de una causa justa, impulsada al principio por una minoría, y de cómo, en los momentos trascendentales, se impone por encima del cautiverio sicológico del colonialismo, la fuerza de nuestra identidad.

Oscar está, al fin, en casa.  Es momento de celebración y también de renovar votos con la lucha por la cual tanto sufrió.  Logramos, con una extraordinaria conjunción de voluntades, la excarcelación de Oscar. Vamos ahora a la liberación de la Patria, a la plenitud de esa nacionalidad que no puede marchitarse.

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