El fascismo es oscurantismo

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Juan Manuel Olarieta.— Acabamos de darnos cuenta de que en 1945 no acabó el fascismo en Europa, como nos habían asegurado. También nos hemos apercibido muy recientemente de que en 1975 no acabó el fascismo en España, como también nos habían asegurado.

El fascismo ha vuelto a estar en boca de casi todos, aunque de una manera vergonzante, mistificada y adulterada: que si ultraderecha, que si populismo, que si nacionalismo, que si extremismo… Ya no saben qué inventar para no llamar a las cosas por su nombre.

Pero ahora que el fascismo está encima de la mesa, llega la segunda cuestión, que es aún peor que la anterior: ¿qué es el fascismo?, ¿a qué llamamos fascismo?

Hay que poner el énfasis necesario en los conceptos políticos porque si a alguien le duele el oído porque tiene una inflamación (otitis) no puede ir a la consulta del médico para decirle que tiene hemorroides. Sería el mayor perjudicado por su error.

El fascismo tiene varias secuelas políticas e ideológicas, de las cuales algunas son conocidas (racismo, machismo, islamofobia) y otras no tanto. El oscurantismo es una de las menos conocidas e históricamente está relacionado con las religiones: las religiones propagan el oscurantismo.

Por eso algunos creen que los ateos se libran del oscurantismo, cuando en realidad aborrecen tanto a las religiones, así, en general, que se han desentendido de ellas, dicen que todas son iguales… Aquí impera también la regla máxima de la dialéctica materialista: es imposible luchar contra algo que se ignora; no se puede ser ateo sin conocer lo que son las religiones porque el ateísmo es la ciencia que las estudia.

Como cualquier otra ideología, las religiones son una expresión mitificada de las clases y la lucha de clases. Hasta el siglo XVII la religión y sus aditivos (la ética, la moral) eran lo que hoy calificamos como “política” o al revés: la política era una (parte de la) religión. Al cambiar su sustrato material, social e histórico, cambian también las ideologías, las religiones y las políticas.

En Europa la religión la han configurado las múltiples corrientes cristianas, especialmente el catolicismo, dirigido desde Roma. De manera simétrica y paradógica, en el Renacimiento la lucha contra el dominio ideológico de la Iglesia católica retrocedió a los tiempos previos en que no ejercía ese dominio, es decir, a la Antigüedad clásica, a Grecia y Roma. Así se acuñó la expresión “civilización grecorromana”, que tenía tintes ateos, o por lo menos laicos.

En el siglo XIX el vocabulario cambia y se introduce otra expresión (“civilización judeo-cristiana”) que desde 1948 triunfa por la asociación del sionismo con el imperialismo, unida a esa “mala conciencia” que persigue a Europa, que no sabe digerir y que transporta un desastre, los campos de concentración, de un sitio (Europa) a otro (Oriente Medio).

Por si aún no se habían enterado, se lo contaré: la Segunda Guerra Mundial fue un lucha de los nazis (los malos) contra los judíos (los buenos), injustamente masacrados hasta un punto para el que no hay palabras truculentas suficientes; no basta decir matanza, ni masacre, ni genocidio: hay que decir exactamente Holocausto (y ponerlo con mayúsculas).

Las ideologías no escapan a la magia de la palabras, como abracadabra y los conjuros, y todo para justificar una de la políticas imperialistas con más repercusiones desde el final de la Segunda Guerra Mundial, como es la creación del Estado de Israel y el atosigante despliegue de excusas y justificaciones que ha supuesto. No hay más que leer los repetitivos documentales de bodrios como “Canal Historia”.

Pues bien, la expresión “civilización judeo-cristiana” quiere decir que, en contra de lo que ocurrió entre 1933 y 1945, los cristianos y los judíos tenemos unas raíces comunes, y no voy a entrar ahora a explicar la importancia que para las sociedades actuales tiene el conocer dónde están sus raíces, su terruño y su patria chica.

En otras palabras: para lavar nuestra “mala conciencia” los cristianos debemos reconocer que no hemos estado siempre enfrentados a los judíos; no les podemos reprochar cada día que mataran a Cristo porque nuestras raíces son las mismas. Los judíos no son un pueblo “deicida” sino todo lo contrario: un pueblo oprimido y perseguido. Nosotros tenemos algo de judíos y, por lo tanto, Israel también es nuestra “Tierra Prometida”.

A partir de aquí es como en Euskadi: del mismo que todos los vascos somos creyentes (“euskaldun fededun”), o sea, católicos de pura cepa (mucho más que los españoles), los judíos son todos sionistas. Por eso ayer el Parlamento alemán dictaminó que la campaña BDS (Boicot, Desinversiones, Sanciones) contra el Estado de Israel es “antisemita” y prontó será prohibida como una expresión de “odio”, que es el abracadabra hipermoderno de los fiscales y los jueces para hablar y tapar la boca a los demás.

Luego, si los católicos y los cristianos tenemos las mismas raíces que los judíos, también debemos ser sionistas y defender el Estado de Israel, que es el Templo de Salomón, nada menos.

A las sociedades europeas y a buena parte del mundo se le ha hecho creer desde 1948 que las sociedades cristianas somos más cercanas al judaísmo que al islam, para lo cual hay que falsificar u olvidar todos los textos religiosos, desde la Torá hasta el Corán.

Hay, sin embargo, algo mucho más importante que falsificar los textos religiosos, lo que se ha hecho muy frecuentemente, que es falsificar la historia. Las religiones cristianas, y muy especialmente, la católica, se han desarrollado en oposición y lucha contra el judaísmo, no sólo ideológicamente sino físicamente, hasta el punto de llegar a la persecución y deportación en masa. El antisemitismo es un legado que los católicos transmitieron a los nazis.

A partir de 1948 el imperialismo ha vuelto a trucar la historia, que es la tarea favorita de los académicos y universitarios estadounidenses, que han sustituido el ancestral odio a los judíos por el moderno odio a los musulmanes, todo ellos acompañado de una catarata de estudios, investigaciones y libros estúpidos que pueblan las bibliotecas del mundo entero, convocan seminarios, conferencias, debates…

La capacidad ideológica que tienen los imperialistas para darle la vuelta a la tortilla por completo es, pues, inaudita. Pero si eso no es posible, son capaces de confundir, enredar y lanzar cortinas de humo continuas para distraer la atención.

Fuente: MPR

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