«Echemos otra ojeada a las demás objeciones o reproches que se le han hecho al materialismo histórico: que desconoce las fuerzas ideales, que convierte a la humanidad en un juguete a merced de un desarrollo mecánico, que condena todas las normas éticas.
El materialismo histórico no es un sistema cerrado, coronado por una verdad definitiva; es el método científico para la investigación del proceso de desarrollo de la humanidad. Parte del hecho incontrovertible de que los hombres no sólo viven en la naturaleza, sino también en sociedad. Los hombres aislados no han existido nunca; cualquier persona que por azar llega a vivir alejada de la sociedad humana, rápidamente se atrofia y muere. Pero de ese modo, el materialismo histórico reconoce ya en toda su amplitud todos los poderes ideales.
«De todo lo que sucede [en la naturaleza], nada sucede como un fin conscientemente querido. Por el contrario, en la historia de la sociedad encontramos a los hombres dotados de conciencia, que actúan reflexivamente o movidos por la pasión, que aspiran a determinados fines; nada sucede sin un propósito consciente, sin un fin querido. La pasión o la reflexión determinan a la voluntad. Pero las palancas que a su vez determinan de modo inmediato la pasión o la reflexión, son de muy diversa especie. En parte, pueden ser objetos exteriores, en parte, móviles ideales, la ambición, «la pasión por la verdad y la justicia”, el odio personal, o meros caprichos individuales de todo tipo». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Este es el punto esencial de diferencia entre la historia de la evolución de la naturaleza, por una parte, y de la sociedad, por la otra. Pero, aparentemente, el sinnúmero de confluencias de acciones y de voluntades singulares en la historia, sólo conducen al mismo resultado que los agentes ciegos, desprovistos de conciencia, de la naturaleza: en la superficie de la historia reina aparentemente el azar, lo mismo que en la superficie de la naturaleza.
«Sólo rara vez sucede lo querido, en la mayor parte de los casos se entrecruzan y se oponen los múltiples fines perseguidos, o bien estos fines mismos son irrealizables desde un principio, o insuficientes los medios». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
Mas, si en el juego mutuo de las ciegas casualidades que parecen gobernar a la naturaleza desprovista de conciencia, se impone, con todo, una ley general que rige el movimiento, hay que preguntarse, con tanta mayor razón, si el pensamiento y la voluntad de los hombres, que actúan conscientemente, no están también gobernados por una ley de tal naturaleza.
Esta ley, que pone en movimiento los impulsos ideales de los hombres, puede ser encontrada en la investigación. El hombre sólo puede lograr la conciencia, pensar y actuar conscientemente, dentro de la comunidad social; el lazo social, del cual él es un eslabón, despierta y guía a sus fuerzas espirituales. Pero la base de toda comunidad social es el modo de producción de la vida material, y es éste quien determina así, en última instancia, el proceso espiritual de la vida en sus múltiples manifestaciones. El materialismo no niega las fuerzas espirituales, antes bien, las examina hasta llegar a sus fundamentos, para lograr la claridad necesaria sobre el origen del poder que tienen las ideas. Ciertamente, los hombres construyen su historia; pero cómo lo hacen depende en cada caso de la claridad o confusión que existe en sus mentes acerca de la conexión material de las cosas. Pues las ideas no surgen de la nada, sino que son producto del proceso social de producción, y cuanto mayor es la exactitud con la que una idea refleja este proceso, tanto mayor es el poder que adquiere. El espíritu humano no está por encima, sino en el desarrollo histórico de la sociedad humana; surgió de la producción material, en ella y con ella. Sólo después que esta producción, luego de haber sido un mecanismo extremadamente multiforme, comienza a exhibir contradicciones grandes y simples, es capaz el hombre de conocerla en todas sus conexiones; sólo podrá tomar en sus manos el dominio sobre la producción cuando desaparezcan o se eliminen estas últimas contradicciones; sólo entonces:
«Terminará la prehistoria de la humanidad». (Karl Marx; Una contribución a la crítica de la economía política, 1859)
Sólo entonces podrán los hombres construir su historia con conciencia plena, sólo entonces se producirá el salto del hombre:
«Del reino de la necesidad, al reino de la libertad». (Friedrich Engels; Del socialismo utópico al socialismo científico, 1880)
Pero el desarrollo de la sociedad no ha sido hasta ahora un mecanismo inerte al que el hombre haya servido como un juguete desprovisto de voluntad. La dependencia respecto de la naturaleza de una generación es tanto mayor, cuanto mayor el tiempo que debe emplear en la satisfacción de sus necesidades, y tanto menor es el margen que le queda para su desarrollo espiritual. Pero este margen fue creciendo a medida que la habilidad adquirida y la experiencia acumulada enseñó a los hombres a dominar la naturaleza. El espíritu humano dominó cada vez más sobre el mecanismo inerte de la naturaleza, y en la dominación espiritual del proceso de producción se operó y se opera el desarrollo progresivo del género humano.
«Todo el problema del dominio de la humanidad sobre la tierra dependía de la destreza en la producción de los medios de subsistencia. El hombre es el único ser del que se puede afirmar que ha logrado el dominio absoluto sobre la producción de los alimentos, en lo que, en un principio, no tuvo en absoluto ventaja alguna frente a los demás animales. (…) Resulta así probable que las grandes épocas del progreso humano coincidan más o menos directamente con la ampliación de las fuentes de subsistencia». (Lewis Henry Morgan ; La sociedad primitiva, 1877)
Si seguimos la división de Morgan de la prehistoria humana, vemos que la primera etapa del hombre primitivo se caracteriza por el desarrollo del lenguaje articulado, la segunda, por el uso del fuego, la tercera, por la invención del arco y de la flecha que constituyen ya una herramienta compuesta de trabajo, y que suponen una experiencia acumulada de larga data y fuerzas espirituales de gran perspicacia, y también, por consiguiente, el conocimiento simultáneo de una gran cantidad de otros inventos. En esta última etapa primitiva encontramos ya un cierto dominio de la producción por parte del espíritu humano; se conocen recipientes y utensilios de madera, canastos hechos de fibras y de juncos, herramientas de piedra pulida, etcétera.
La transición a la época bárbara se remonta, según Morgan, a la introducción de la alfarería, la que caracteriza a su etapa inferior. En su etapa media se introducen los animales domésticos, el cultivo de plantas alimenticias por el regadío, el uso de piedras y ladrillos para edificar. Finalmente, la etapa superior de la época bárbara se inicia con la fundición del mineral de hierro; en ella, la producción de la vida material adquiere ya un desarrollo extraordinariamente rico; a dicha etapa pertenecen los griegos de los tiempos heroicos, las tribus itálicas poco antes de la fundación de Roma, los germanos de Tácito. Esta época conoce el fuelle, el horno de tierra, la hornaza, el hacha de hierro, la pala y la espada de hierro, la lanza con punta de cobre y el escudo móvil, el molino de mano y el torno del alfarero, el carro y el carro de guerra, la construcción de embarcaciones con tirantes y planchas, las ciudades con murallas de piedra y con almenas, con portones y torres, con templos de mármol. Los versos homéricos nos proporcionan una imagen intuitiva de los progresos alcanzados en la producción en esta etapa superior del período bárbaro, y con ello se convierten a su vez en un testimonio clásico de la vida espiritual originada en esta producción. Vemos así cómo la humanidad no constituye un juguete sin voluntad de un mecanismo inerte; por el contrario, su desarrollo progresivo yace precisamente en el dominio creciente del espíritu humano sobre el mecanismo inerte de la naturaleza. Pero el espíritu humano sólo se desarrolla en, con y a partir del modo material de producción —y esto es lo único que afirma el materialismo histórico—; aquél no es el padre, sino la madre, y esta relación se pone ciertamente de manifiesto en la sociedad primitiva de la humanidad con la claridad más contundente.
La invención de la escritura alfabética y su utilización en los registros literarios señala el paso de la época bárbara a la civilización. Comienza la historia escrita de la humanidad, y en ella la vida espiritual parece desprenderse totalmente de sus bases económicas. Pero la apariencia engaña. Con la civilización, con la disolución de la organización tribal, con el surgimiento de la familia, de la propiedad privada, del Estado, con la división progresiva del trabajo, con la separación, dentro de la sociedad, de las clases dominantes y dominadas, las clases opresoras y oprimidas, se complica y se opaca infinitamente más la dependencia del desarrollo espiritual respecto del desarrollo económico, pero no cesa. La:
«Razón última invocada para defender las diferencias de clase». (Friedrich Engels; Contribución al problema de la vivienda, 1873)
A saber, que:
«Es preciso que exista una clase que no cargue con la producción de su sustento cotidiano para disponer del tiempo necesario para llevar a cabo el trabajo espiritual de la sociedad» tenía «hasta ahora su gran justificación histórica». (Friedrich Engels; Contribución al problema de la vivienda, 1873)
Hasta ahora, es decir hasta la revolución industrial de los últimos cien años, la que convierte a toda clase gobernante en un obstáculo para el desarrollo de la fuerza productiva industrial—; pero la división de la sociedad en clases surgió únicamente del desarrollo económico, y de ese modo nunca pudo el trabajo intelectual desprenderse de la base económica a la que debía su origen. Así como fue profunda la caída desde las alturas de la antigua organización tribal, basada en simples relaciones éticas, a la nueva sociedad dominada por los intereses más bajos, la que nunca fue otra cosa que el desarrollo de una pequeña minoría a expensas de la gran mayoría explotada y sojuzgada, así fue también de inconmensurable el progreso espiritual que tuvo lugar desde la gens, ligada aún por el cordón umbilical a las sociedades naturales, hasta la sociedad moderna, con sus ingentes fuerzas productivas. Véase la obra de Engels: «El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado» de 1884.
Pero por grande que fuera este progreso, por más sutil, por más flexible, por más vigoroso que se mostrara este instrumento del espíritu humano en el sometimiento irresistible de la naturaleza, los resortes e impulsos de este progreso se encontraban siempre en las luchas económicas de clases, en «los conflictos existentes entre las fuerzas productivas de la sociedad y las relaciones de producción», y la sociedad sólo se ha planteado siempre objetivos que podía alcanzar y, más exactamente, se encuentra siempre, como lo expone Marx, que el objetivo mismo sólo surge allí donde ya se hallan presentes, o por lo menos están en vías de realización, las condiciones materiales para su realización». (Franz Mehring; Sobre el materialismo histórico y otros ensayos filosóficos, 1893)