Un siglo con Fellini.

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Fellini se hizo un imprescindible con sus simbologías, barroquismos y complicaciones de vidas elaboradas muy a su manera

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Rolando Pérez Betancourt.— Federico Fellini –hoy 20 de enero cumpliría cien años– llegó en grande a nuestro país al comienzo de la década de los 60 del siglo pasado.

Un desembarco el suyo en una nave tripulada igualmente por Bergman, Buñuel, Antonioni, Kurosowa, Visconti, los muchachos de la Nueva Ola francesa, el Free cinema inglés, el nuevo cine alemán y unos pocos directores más que vendrían a demostrar que el llamado séptimo arte  podía ser una maravilla diferente.

Si se tiene en cuenta que los primeros filmes del maestro italiano corresponden a los años 50, con La Strada dando un golpe maestro en 1954, y que ya desde 1945 aparece como colaborador de Rossellini en el clásico neorrealista Roma, ciudad abierta, cabe entonces  preguntarse las razones de esa demora, una interrogante que cualquier espectador con años y memoria pudiera responder: las pantallas cubanas habían estado dominadas, casi en su totalidad, por la producción de Hollywood.

Pronto Fellini se hizo un imprescindible con sus simbologías, barroquismos y complicaciones de vidas elaboradas muy a su manera.

La iglesia envía a la hoguera La dulce vida (1960) «por su fealdad temática», mientras algunos críticos marxistas italianos le reprochan a su obra «demasiado oscuridad», a lo que responde Fellini –en memorable carta– que los críticos marxistas franceses sí lo comprendían, y ponía ejemplos, además de exponer razonamientos concernientes a la compleja multiplicidad artística de cualquier temática social y humana: «El arte es una gran mentira», no se cansó de repetir.

Desentrañar las representaciones visuales del imaginativo creador se puso de moda y en la Universidad de La Habana haber visto cuatro y cinco veces La dulce vida era poco: ¿Por qué Fellini abría su filme con la imagen de un Cristo gigantesco sostenido por un helicóptero que sobrevolaba  una terraza donde bellas muchachas tomaban el sol en bikini? Y el monstruo marino aparecido en la playa, ¿qué significaba, acaso la podredumbre del capitalismo, o la esencia de aquel mundo desenfrenado de gente famosa consumiendo drogas y seguida a toda hora por los incansables paparazzi (el término se acuñaría a partir de Paparazzo, un fotógrafo que aparece en el filme)?

Mastroianni como Marcello, el periodista farandulero que se ahoga en la banalidad nocturna de la Vía Veneto y sin embargo sigue soñando con ser escritor, la millonaria interpretada por Anouk Aimée, que le paga a una prostituta para que le deje usar su cama, el pensador intelectual que le teme a un futuro apocalíptico, la monumental Anita Ekberg bañándose en la Fontana di Trevis, llamando a Marcello con su voz grave: «ven, Marcello, ven».

Fellini escribiría que muchas de las asociaciones que se hicieron con sus películas ni siquiera las había pensado, pero las agradecía. Hoy, repesando su filmografía, que iba a concluirse en 1990 con La voz de la luna, se pueden reconstruir los mundos de un artista irrepetible que consolidó como pocos el llamado cine de autor y encontró en su propia  existencia (y más allá) fuentes suficientes para llegar a la Filosofía mediante el arte.

El Fellini surrealista y poético de Y la nave va (1983), con un barco de mentiritas creado en estudio y navegando sobre olas de papel, la nostalgia  desbordante de Ginger y Fred (1985), la deliciosa Amarcord (1973) en la que el cineasta reconstruye sus días de adolescente en la natal  Rímini, con los muchachos del grupo  acudiendo al cine en busca del erotismo desprendido de  los mamíferos de lujo (el término es de Fellini) que desde la pantalla incitaban; el sueño y la anarquía  expositiva de Ocho y medio (1963), el homenaje que Fellini le hace a su esposa Giulietta Massina en Julieta de los espíritus (1965), que no es una continuación de la anterior, como algunos quisieron hacer ver en su momento, sino un febril despliegue barroco inspirado en la vida de la actriz.

La ciudad de las mujeres (1980), Roma, 1972, la deslumbrante  Satiricón (1969), en la que manipula a su antojo  el espacio en una colorida historia ubicada en el siglo i d.n.e., Las noches de Cabiria (1957), con Giulietta Massina como una ingenua prostituta, suerte de despedida del neorrealismo y la denuncia social tangible antes de convertirse en figura insigne de la modernidad, y acérrimo crítico de la cultura comercial televisiva de una época marcada por Berlusconi, el auge de la sociedad de consumo y las tonteras relacionadas con las llamadas celebridades, que hoy parecen estar alcanzando el pináculo de un absurdo esplendor.

En muchos sentidos, Federico Fellini sigue siendo un maestro, y también un visionario.

Fuente: granma.cu

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