‘El que aprende debe sufrir’

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Juan Manuel Olarieta.— “El que aprende debe sufrir”, escribió Esquilo en su tragedia “La Orestíada”. Quien confunde sus deseos con la realidad cosechará amargas lecciones. “La letra con sangre entra”. Sólo los burros tropiezan dos veces en la misma piedra. Si no aprendemos “por las buenas”, tendremos que aprender “por las malas”. Cuando el amo azota a su siervo con un látigo en la espalda, lo que le dice es que le está dando “una lección”. Algunos diccionarios lo llaman “dar un escarmiento”.

La dominación sólo es pedagogía en ese sentido brutal que ha tenido en todas las sociedades de clase. Lo único que genera cierta cohesión social entre dos clases enfrentadas de manera irremediable es, en definitiva, el terror y, sobre todo, el miedo a quien puede desatar el terror de manera impune. El siervo sabe que no tiene más remedio que obedecer ciegamente porque, de lo contrario, empezará su sufrimiento.

Lo más importante del sufrimiento es que no es necesario que todos sufran, ni que sufran todo el tiempo. El amo siempre le recuerda al siervo que se desvive por él, que se preocupa por su situación, por su bienestar y su salud. Es lo que a veces llaman “la fábrica de consentimiento” o de “consenso” que nos hace vivir la ilusión de que “todos navegamos en el mismo barco” y de que “todos debemos remar en la misma dirección”, por más que sólo algunos tengan callos en la palma de la mano. El timón no deja esas huellas.

Hay consenso porque aún hay quien cree que, en efecto, su gobierno, sus diputados y sus funcionarios se preocupan del paro, del hambre, de la educación, de la sanidad o de la vivienda. Otros creen que, efectivamente, no se preocupan del paro o de la educación, pero sí de asuntos como la salud. Casi nadie pone la salud en cuestión, lo cual demuestra que, en efecto, la sanidad es una “fábrica de consenso”, que los virus afectan a todos por igual y que la ley marcial es imprescindible para evitar el contagio.

Es posible que no sepan lo que es una ley marcial, ni un contagio, ni un virus, ni una pandemia, a pesar de que las palabras suelen ser suficientemente descriptivas por sí mismas: una pandemia alcanza a todo el mundo y por eso las declara la OMS, lo mismo que corresponde a cada uno de los gobiernos declarar la ley marcial en su territorio.

Las evidencias no se pueden negar porque brillan con luz propia, según dicen. Por ejemplo, si uno se sube a un azotea y observa el firmamento de madrugada, verá que el sol sale por un punto del horizonte justo en el momento en que la luna se pone por el opuesto. Si hace la misma observación por la tarde verá lo contrario, de donde deducirá que los demás astros se mueven a su alrededor. Si sabe que no es así es porque, además de ojos, tiene cabeza, es decir, porque es de esos que se lo piensa dos veces.

Si las cosas fueran lo que parecen, la ciencia no sería necesaria, dice Marx al comienzo de El Capital. Los precios no son sólo una ecuación de equilibrio entre la oferta y la demanda. En ellos hay cosas que no se ven, a veces tan abstractas como el “tiempo de trabajo socialmente necesario”. Las facultades de economía sólo hablan de las curvas de oferta y demanda porque el pensamiento burgués es superficial y en su última etapa llega a ser de una vulgaridad atronadora.

Por el contrario, el marxismo es la crítica por antonomasia o, en otras palabras, la negación y la negación de la negación, un término filosófico que hoy la burguesía repudia salvajemente porque es lo más opuesto al consenso que cabe imaginar. El siervo deja de serlo cuando le critica al amo y le dice que no. Entonces se enfrenta a él. Empieza a pensar por sí mismo, investiga, lee, se documenta. Pone todo patas arriba, profundiza, es decir, se pone a excavar y busca lo que hay debajo de la superficie.

Ahora los medios de comunicación han impuesto la tertulia, la charlatanería y la vulgaridad, pero en la transición existió -fugazmente- un periodismo de verdad, llamado “de investigación” y de denuncia, que hoy sería tachado de conspiranoico y de negacionista porque diría que no a la versión oficial, que es la del amo.

Esta pandemia ha vuelto a poner encima de la mesa la maquinaria de fabricar consenso social y, en consecuencia, a destapar hasta qué punto los alternativos son realmente alternativos, o sea, hasta qué punto se tragan la versión oficial, hasta qué punto profundizan. Casi todo ha quedado escrito negro sobre blanco.

Los alternativos aceptan el calificativo de “radicales” que cada día la burguesía les arroja encima de los hombros porque el radical -dicen- es aquel que va a la raíz de las cosas. Pero, ¿hasta qué punto los radicales han llegado a la raíz de esta pandemia?, ¿en qué momento se han cansado de excavar?, ¿creen que los gobiernos de todo el mundo han impuesto la ley marcial porque les preocupa la salud de sus habitantes?, ¿se preocupa la OMS por dicha salud?

Está emergiendo lo que se podría calificar como un “fascismo técnico”, donde el panóptico, la maquinaria de control social, no se viste con los ropajes de uno u otro partido político, sino de las “ciencias naturales”, como advirtió Dostoievski en su obra “Los posesos”. Los nuevos métodos de educación son “totalmente lógicos”, escribió. No son discutibles porque sólo la política lo es; la ciencia es indiscutible. Entonces basta sellar el terrorismo de Estado con el membrete de un experto para generar consenso social.

El fascismo técnico y sanitario ya existió en el III Reich, donde los encargados de separar a los judíos de los los arios eran médicos. La ley judía dice que son judíos los hijos de madre judía, pero los nazis no podían aceptar una ley judía como válida, así que impusieron su propio criterio. Los judíos que habían renegado de su fe, seguían siendo judíos, y también había otros que no sabían que lo eran, pero que fueron catalogados como tales por motivos “científicos”.

La ciencia y la técnica son una manera como cualquier otra de acallar las críticas. Nadie, ni siquiera el antisistema más furibundo, tiene por qué saber lo que es un virus, ni un contagio, ni una inmunización, ni una pandemia. Tampoco está obligado a saber lo que es el estado de alarma, ni la ley mordaza. La rebeldía frente a la servidumbre empieza por mantener dos criterios básicos. El primero es la negación: debe empezar a decir que no, tanto más cuanto que la atmósfera que le envuelve le presiona con insistencia en la otra dirección. El segundo es aprender. Nadie tiene por qué saber ni conocer, sobre todo en asuntos como la medicina. Pero cuando le llega la furia mediática, está obligado a indagar, a preocuparse y a informarse lo mejor posible.

La consecuencia más inmediata de aprender es sufrir. El conocimiento es lo contrario del reconocimiento. Quien busque ciencia debe prepararse para el linchamiento y el desprecio de los que le rodean. Tal y como transcurren los acontecimientos es posible incluso que vuelvan las hogueras para quemar en ellas a los herejes. No sería la primera vez.

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