«Así, Varga, Zinoviev y Trotski, reconocieron solo las posibilidades más limitadas de revivir el capitalismo después de los trastornos de la Primera Guerra Mundial. Los tres identificaban como mucho una expansión temporal y parcial del nivel de la producción capitalista, pero uno logrado a expensas del proletariado. Los tres negaban la posibilidad de que el capitalismo pudiera avanzar hacia un alto nivel de productividad basado en innovaciones tecnológicas. Los adjetivos «decadente» y «moribundo» para el capitalismo –misma terminología que usaba Lenin sobre el imperialismo– inundó sus escritos y discursos, y transmitió la sensación de un colapso unilineal. Ellos mantuvieron, también, un punto de vista catastrófico». (Nicholas N. Kozlov y Eric D. Weitz; Reflexiones sobre los orígenes del «tercer período»: Bujarin, el Komintern y la economía política de la Alemania de Weimar, 1989)
Muchos charlatanes parlotean que esta crisis causada por el COVID-19 pondrá o podría poner fin al sistema capitalista, abriendo enormes posibilidades para una sociedad «alternativa». En cualquiera de sus versiones esto es una majadería. Deben aclararse algunas cuestiones para aquellos que son afines a estas tesis.
En el primer supuesto, existen individuos de razonamiento utópico –es decir, que ignoran las leyes sociales y son «comunistas de corazón» pero «anarquistas de cerebro– y otros imbuidos por corrientes afines a un primitivismo socio-económico –es decir, que consideran que deberíamos abandonar el capitalismo pero no para transitar a algo cualitativamente superior, sino más bien para retroceder a las sociedades del Neolítico–. Ambos grupos esbozan que, «gracias» a los desastres naturales que veremos agudizarse dentro de poco a razón del cambio climático –desbordamiento de ríos, subida del nivel del mar, deforestaciones, incendios masivos, inundaciones, seísmos, etc.– y/o fenómenos similares a la actual pandemia mundial –pero a una escala de gravedad mucho mayor que la que vivimos– harán colapsar tarde o temprano las infraestructuras básicas creadas por el ser humano y sus comunicaciones –puentes, carreteras, vehículos, internet, telefonía, etc.–.
Pero este «afortunado» supuesto del que hablamos –feliz perspectiva, desde luego, para los misántropos y las cucarachas, no para nosotros–, la sociedad no caería por arte de magia en algo parecido al «comunismo» ni nada que, en la mente de estos idiotas, se le pueda parecer. Pensar que en esta situación cuasi-apocalíptica la gente abrazaría el comunismo es erróneo: la mayoría de la población antes, durante o después de tal catástrofe desconocería los fundamentos del mismo, siendo, por tanto, que sería incapaz de implantarlo. Esta simplificación sobre la revolucionarización de las masas solo cabe en la cabeza de un soñador demente. En todo caso a lo que se llegará es a ensayos asociativos y caritativos como los que vemos hoy en la sociedad capitalista. Más allá del grado de destrucción de las fuerzas productivas y el nivel de retroceso que pudiera haber, lo más probable es que el capitalismo, aunque sin estar tan «globalizado», continuara o, en el peor de los casos, se retrocediera a una sociedad mercantil primitiva –donde nos gustaría ver cómo se las arreglan los apologistas de la teoría catastrofista–. Entonces apegarse a esta perspectiva con el fin de «crear una sociedad mejor» es intentar matar una mosca a cañonazos.
Todo esto y no otra cosa sería la consecuencia lógica de este «anhelado desastre», ya que la sociedad que sufriese tales reveses vendría de una anterior sociedad capitalista y su mentalidad estaría mayoritariamente encajada en los mismos esquemas. De hecho, el instinto de supervivencia agudizaría el individualismo; ya no se trataría de un consumismo para satisfacer el ego, sino de uno para satisfacer el estómago. «¡Pero esa necesidad crearía la necesidad del comunismo!» dirán algunos. Esto es teorizar, pues, que para que haya una sociedad comunista necesitamos volver a la época de las cavernas o, peor aún, comparar el comunismo primitivo con el comunismo contemporáneo del marxismo que, por si no se habían dado cuenta, nada tienen que ver. ¡Pero qué se le puede pedir a estos zotes caricaturescos que en la actual sociedad capitalista creen que una empresa cooperativa es el summun del «anticapitalismo» [10], que confunden el «socialismo» del marxismo con el estatismo [11], o que consideran que lo natural o «progresista» es volver a la pequeña propiedad privada del campesino aislado [12]!
Afirmar que la humanidad necesita de un desastre natural –o provocado– para cambiar de sistema donde paguen justos por pecadores es algo sospechosamente reminiscente de los propósitos de los ecofascistas:
«En último lugar, algunos ideólogos han teorizado que la «inexorable extinción del ser humano será lo único que pueda salvar la tierra», como mantiene Les U. Knigh, algo que sospechosamente recuerda al viejo existencialismo, ese pesimismo con unas reprochables posturas misantrópicas; es decir, pensamientos de puro odio hacia el ser humano que es incapaz de concebirlo como algo que no sea una bestia egoísta, destructora y sin redención posible, augurando casi una maldición sobre su raza.
Aunque podríamos citar declaraciones de todo tipo de autores y corrientes que sacan este discurso a relucir en mitad de las epidemias y todo tipo de desastres naturales, solo vamos a citar un par de ideas monstruosas de Pentti Linkola, un conocido exponente del ecologismo, que lleva hasta sus últimas consecuencias estos postulados:
«Como siempre que la prisa se da de bruces con la carencia, no han tardado en surgir dentro del ecologismo una serie de grupos descontrolados que exigen el fin de la tibieza reformista y la inmediata aplicación de un duro programa de choque. Para los ecofascistas, la más peligrosa de estas facciones, el hombre debe pagar con su vida por los irreparables daños que ha causado al planeta. Entre las diversas medidas que propugnan para alcanzar su pavorosa utopía, destacan cosas como el repudio de los derechos humanos, el uso de la violencia para reprimir la natalidad y la creación de campos de trabajo para reeducar a los cabecillas de la barbarie industrial. (…) Linkola es también un modesto intelectual. La única de sus obras que ha recibido hasta la fecha cierta atención fuera de Finlandia ha sido una compilación de artículos periodísticos titulada ¿Podrá la vida vencer? Este volumen −en cuyo índice figuran capítulos como «Las autopistas: un crimen contra la humanidad», «La democracia, ¿un culto a la muerte?» o «La herejía de la no violencia»− constituye un alucinante viaje al interior de la locura. (…) Esta excéntrica variedad de ecologismo está tan lastrada por su misantropía y su sed de violencia, que en ella tiene también cabida el culto a la guerra. Cualquier carnicería o matanza debe ser celebrada por el verdadero ecofascista como una «prórroga que se le concede a la naturaleza». (El Confidencial; El ecologista que quiere ser como Hitler, 2015)
Pero, como promulga el marxismo, el ser humano jamás debe ser sometido a la ciencia y la técnica de forma pasiva, no debe dominar la naturaleza sin hacerse ninguna pregunta; sino que la voluntad humana debe dominar la técnica siendo consciente de que su uso no debe hacer mayor acopio que el de satisfacer sus necesidades, razón por la que es necesario un cambio de sistema político, económico y cultural». (Equipo de Bitácora (M-L); Estudio histórico sobre los bandazos oportunistas del PCE(r)y las prácticas terroristas de los GRAPO, 2017)
El segundo supuesto, el de la teoría «catastrofista» [13] que ve el «cuanto peor mejor» necesario para una revolución y que algunos maoístas y anarquistas recogen en estos días, es absurdo del todo. Pensar seriamente que el caos sanitario va a propiciar una «agudización de las contradicciones de clase» y que, a su vez, esto llevará a una «revolución», es un planteamiento quijotesco. Ante todo, es ignorar los mecanismos del sistema para defenderse y salir airoso que ya explicamos más arriba. Véase el capítulo: «La creencia que en la etapa imperialista cualquier crisis es la tumba del capitalismo» de 2020.
Esto recuerda a los anarquistas, quienes desataban el terrorismo con fines excitativos. ¿Por qué? Pues, según los ácratas, porque esto agudizaría la represión sistémica que, a su vez, causaría un levantamiento popular o, en su defecto, porque el terror podría hacer colapsar el sistema por el caos de las bombas y la inseguridad, resultándoles la toma de poder una empresa más asequible:
«Svoboda [los eseristas] hace propaganda del terror como medio para «excitar» al movimiento obrero e imprimirle un «fuerte impulso». ¡Es difícil imaginarse una argumentación que se refute a sí misma con mayor evidencia! Cabe preguntar si es que existen en la vida rusa tan pocos abusos, que aún falta inventar medios «excitantes» especiales. Y, por otra parte, si hay quien no se excita ni es excitable ni siquiera por la arbitrariedad rusa. (…) Además, unos [los anarquistas] se precipitan en busca de «excitantes» artificiales, otros [los reformistas] hablan de «reivindicaciones concretas». Ni los unos ni los otros prestan suficiente atención al desarrollo de su propia actividad en lo que atañe a la agitación política y a la organización de las denuncias políticas. Y ni ahora ni en ningún otro momento se puede sustituir esto por nada». (Vladimir Ilich Uliánov, Lenin; ¿Qué hacer?, 1902)
Pero en caso de que la crisis actual propiciase unas condiciones más aptas para la agitación social, el factor subjetivo seguiría siendo casi nulo en la mayoría de los países, con lo que seguirían sin darse los factores necesarios para una revolución con mayúsculas. Dicho de otro modo: propagar que hay que celebrar, e incluso promover, el descontrol de una pandemia mundial cuando no existe ni siquiera un partido comunista serio para capitalizar dicha crisis es equivalente a desear el sufrimiento de los asalariados en vano en aras de la vaga esperanza de que la crisis ayudará mágicamente a los comunistas a resolver su falta de influencia. ¡Como si esto fuese a resolver los deberes que los comunistas llevan décadas sin hacer! Más iluso aún es imaginar que las masas se levantarán contra el gobierno y, una vez lograda la proeza de derrocar el sistema imperante –espontáneamente, claro está–, construirán el socialismo sin un partido de vanguardia. Algo surrealista, voluntarista y sin sustento histórico. Se nota que estos tipos, más que inspirados por Marx, están inspirados por el anarquismo más nauseabundo e infantil:
«Un revolucionario desprecia cualquier teoría: renuncia a la ciencia actual y la deja para las generaciones futuras. Solo conoce una ciencia: la de la destrucción». (Mijail Bakunin &; Sergei Nechayev; Catecismo revolucionario, 1866)
El proletariado, hasta que no pueda tomar el poder y edificar su propio sistema, debe defenderse dentro del capitalismo con toda la agresividad posible; debe exigir y presionar para obtener todas las prebendas que pueda sobre materia de vivienda, sanidad, educación, salarios, etcétera que mejoren su situación y que permitan su organización, pero jamás podrá hacerlo de forma efectiva sin el partido comunista –aunque, recordemos, el objetivo del partido no son las reformas; centrarse unívocamente en ellas es muestra de una desviación economicista sin perspectivas revolucionarias y un síntoma de su caída en el posibilismo y el reformismo–.
A su vez, los comunistas tienen asignada otra tarea, la de desnudar ante las masas trabajadoras que las crisis no son casuales y que la incapacidad de los diversos gobiernos y sus séquitos para resolverlas tampoco. Es decir, hay que explicar con paciencia y de forma sencilla las causas de este tipo de crisis, pero sin caer en el fatalismo y el derrotismo, sino tratando de abrir la perspectiva de que el socialismo en su concepción marxista-leninista, no solo es un modelo alternativo real, sino que es la única conclusión lógica.
Retomando la idea anterior, aquella que dice que «gracias a X desastre natural el sistema económico capitalista volará por los aires», los intelectuales que se dedican a propagarla desconocen todo concepto de economía política. No parecen entender todavía que la burguesía tiene en su mano la capacidad para hacer todo lo posible para que ese «hundimiento global de la economía capitalista» no suceda si los trabajadores siguen en la inopia [*]». (Equipo de Bitácora (M-L); Algunas consideraciones sobre el COVID-19 [Coronavirus], 2020)
Anotaciones de Bitácora (M-L):
[10] «La cuestión no tiene nada que ver con Schulze-Delitzsch o con Lassalle. Ambos propagaron pequeñas cooperativas, tanto el uno como el otro sin la ayuda estatal; sin embargo, en ambos casos, no estaban destinadas las cooperativas a estar bajo la propiedad de los medios ya existentes de producción, sino crear junto con la producción capitalista existente una nueva cooperativa. Mi sugerencia requiere el ingreso de las cooperativas en la producción existente. Se les debe dar la tierra que de otro modo sería aprovechado por medios capitalistas: como lo exigido por la Comuna de París, los trabajadores deben operar las fábricas cerradas por los propietarios de la fábrica sobre una base cooperativa. Esa es la gran diferencia. Marx y yo no dudábamos de que en la transición a la economía comunista completa tendríamos que usar el sistema cooperativo como una etapa intermedia a gran escala. Debe ser tan organizada en la sociedad, que en un principio el Estado conserve la propiedad de los medios de producción para que los intereses privados frente a frente a los de la cooperativa en su conjunto no puedan deformar a esta última». (Friedrich Engels; Carta a August Bebel, Berlín 20 de enero de 1886)
[11] «Si la nacionalización de la industria del tabaco fuese socialismo, habría que incluir entre los fundadores del socialismo a Napoleón y a Metternich. Cuando el Estado belga, por razones políticas y financieras perfectamente vulgares, decidió construir por su cuenta las principales líneas férreas del país, o cuando Bismarck, sin que ninguna necesidad económica le impulsase a ello, nacionalizó las líneas más importantes de la red ferroviaria de Prusia, pura y simplemente para así poder manejarlas y aprovecharlas mejor en caso de guerra, para convertir al personal de ferrocarriles en ganado electoral sumiso al gobierno y, sobre todo, para procurarse una nueva fuente de ingresos sustraída a la fiscalización del Parlamento, todas estas medidas no tenían, ni directa ni indirectamente, ni consciente ni inconscientemente nada de socialistas. De otro modo, habría que clasificar también entre las instituciones socialistas a la Real Compañía de Comercio Marítimo, la Real Manufactura de Porcelanas, y hasta los sastres de compañía del ejército, sin olvidar la nacionalización de los prostíbulos propuesta muy en serio, allá por el año treinta y tantos, bajo Federico Guillermo III, por un hombre muy listo». (Friedrich Engels; Del socialismo utópico al socialismo científico, 1892)
[12] «La propiedad privada del trabajador sobre sus medios de producción es la base de la pequeña producción y ésta es una condición necesaria para el desarrollo de la producción social y de la libre individualidad del propio trabajador. Cierto es que este modo de producción existe también bajo la esclavitud, bajo la servidumbre de la gleba y en otras relaciones de dependencia. Pero sólo florece, sólo despliega todas sus energías, sólo conquista la forma clásica adecuada allí donde el trabajador es propietario privado y libre de las condiciones de trabajo manejadas por él mismo, el campesino dueño de la tierra que trabaja, el artesano dueño del instrumento que maneja como virtuoso. Este modo de producción supone el fraccionamiento de la tierra y de los demás medios de producción. Excluye la concentración de éstos y excluye también la cooperación, la división del trabajo dentro de los mismos procesos de producción, el dominio y la regulación social de la naturaleza, el libre desarrollo de las fuerzas productivas de la sociedad. Sólo es compatible con unos límites estrechos y primitivos de la producción y de la sociedad. Querer eternizarlo, equivaldría, como acertadamente dice Pecqueur, a «decretar la mediocridad general». Pero, al llegar a un cierto grado de progreso, él mismo crea los medios materiales para su destrucción. A partir de este momento, en el seno de la sociedad se agitan fuerzas y pasiones que se sienten aherrojadas por él. Hácese necesario destruirlo, y es destruido. Su destrucción, la transformación de los medios de producción individuales y desperdigados en medios socialmente concentrados de producción, y por tanto de la propiedad minúscula de muchos en propiedad gigantesca de unos pocos; la expropiación de la gran masa del pueblo, privándola de la tierra y de los medios de vida e instrumentos de trabajo, esta horrible y penosa expropiación de la masa del pueblo forma la prehistoria del capital. (…) El monopolio del capital se convierte en traba del modo de producción que ha florecido junto con él y bajo su amparo. La centralización de los medios de producción y la socialización del trabajo llegan a tal punto que se hacen incompatibles con su envoltura capitalista. Esta se rompe. Le llega la hora a la propiedad privada capitalista. Los expropiadores son expropiados. El modo capitalista de apropiación que brota del modo capitalista de producción, y, por tanto, la propiedad privada capitalista, es la primera negación de la propiedad privada individual basada en el trabajo propio. Pero la producción capitalista engendra, con la fuerza inexorable de un proceso de la naturaleza, su propia negación. Es la negación de la negación. Esta no restaura la propiedad privada, sino la propiedad individual, basada en los progresos de la era capitalista: en la cooperación y en la posesión colectiva de la tierra y de los medios de producción creados por el propio trabajo». (Karl Marx; El capital, 1867)
[13] En los años 30 entre los círculos del Partido Comunista de Alemania se abanderó la idea de que cuanto más paupérrima fuese la situación de las masas trabajadoras, más fácil sería para ellas darse cuenta de los males del capitalismo, por lo que teorizaba que más pronto que tarde virarían hacia el partido anticapitalista, los comunistas, para solucionar sus problemas. En su mentalidad, la llegada de los nazis solo podía acelerar la revolución comunista, de ahí el eslogan: «Después de Hitler, nuestro turno». Esto fue motivo de preocupación en la Internacional Comunista (IC):
«Dentro del partido, hemos detectado fenómenos malsanos que comenzaron a aumentar a través de tendencias abiertamente correctas, distorsionando de forma oportunista las tácticas de frente único y compadeciéndose ante los socialdemócratas, así como tendencias sectarias expresadas durante las elecciones en discursos de comunistas en la prensa durante la segunda vuelta, donde pedían votar por la candidatura de Hitler porque el ascenso de Hitler al poder agudizaría la situación política del país y conduciría a la aceleración del resultado revolucionario». (Carta de Pyatnitsky a Stalin con un resumen informativo adjunto sobre la actividad del Partido Comunista de Alemania, 10 de mayo de 1932)
En la práctica la llegada del fascismo en 1933 restringió aún más la libertad para los comunistas, por lo que lejos de poder cumplir con su papel de educación y dirección de las masas, prácticamente desaparecieron del mapa. Tiempo después cuando las masas empezaron a dar muestras de cierta resistencia durante el régimen nazi, el partido comunista estaba bajo mínimos y no tenía un ambiente político en el cual poder desempeñar su rol sin exponerse a dificultades extremas. Varias de estas tesis fueron criticadas por la IC, aunque en honor a la verdad ella también fue partícipe de otros errores similares en cuanto a la subestimación del fascismo, tema que explicaremos próximamente en futuros documentos. Se vuelve cómico pues, que algunos hoy traten de reivindicar la teoría y de Thälmann como modelo antifascista a seguir. El revisionismo vive del mito, pero el marxista trata de que separar la paja del grano.
[*] «Ni la crisis del petróleo de 1973-1985, ni la crisis de 1992-1993, ni la reciente crisis española que se arrastra desde 2008 han hecho caer a los sucesivos gobiernos de España. Precisamente porque, como hemos comentado, aunque una crisis madure, si sus frutos no son recogidos por una fuerza consciente que a su vez eleve la concienciación de los trabajadores, estos no romperán sus cadenas.
A Olarieta el que el PCE (r) se haya equivocado en estas previsiones le da absolutamente igual, pues sigue asistiendo a los medios de comunicación con su discurso profético anunciando que es el fin del capitalismo, que está herido de muerte y que la actual crisis es la última que asiste:
«Vivimos en una crisis que no tiene salida dentro del propio sistema capitalista». (La Zurda; Entrevista a Olarieta, 14 mayo de 2017)
Este es el discurso clásico del populista, pero no del marxista serio. Lo cierto es que el capitalismo sí tiene «salida» a sus crisis, como ya hemos afirmado. Lo hemos comprobado históricamente en sus últimas crisis: rescatar a la banca privada con dinero público, cargar sobre los hombros de los trabajadores mayores jornadas laborales y mayores impuestos, flexibilizar los contratos laborales en beneficio del fácil despido y abaratar la indemnización, recortes en campos públicos sensibles para los trabajadores –sanidad, educación–, petición de nuevos créditos, renegociación de la deuda ya existente o condonación de la deuda impagable, devaluación de la moneda o creación artificial de la misma, búsqueda de nuevos mercados –incluso a costa de poder iniciar una guerra–, expropiación o confiscación de los sectores necesarios, represión a sangre y fuego… y muchísimas variables más que dependen del tipo de país que sea y de donde se produzcan los déficits a tratar.
Estas fórmulas son las que podríamos llamar las «válvulas de escape» de las que se vale la burguesía para evitar que su sistema se autodestruya por sus crisis cíclicas. Otra cosa muy diferente son los cambios de gobierno, o los cambios en las formas de dominación política, recetas a derecha e izquierda que no alterarán los elementos indispensables que dan luz a las crisis: las leyes económicas fundamentales del capitalismo –como la extracción de plusvalía, la ley del valor, la búsqueda del capitalista de máximos beneficios posibles–.
Siempre habrá países en depresión económica, otros en estancamiento y otros en crecimiento, pero jamás habrá ese «colapso del sistema capitalista» –y menos a nivel mundial– salvo que los revolucionarios induzcan tal final revolución a revolución, país a país, pero para ello se necesitan de unos requisitos que hoy no se cumplen.
Mientras el nivel de concienciación y organización del pueblo sea bajo, estas medidas de «rescate» serán fácilmente aplicables para la burguesía. Las futuras crisis que aguardan sin un partido marxista-leninista sólido y sin una influencia en las organizaciones de masas no presupondrán una revolución, ni siquiera para evitar la ofensiva del capital que pretende cargar sobre los hombros de los trabajadores la crisis, ello será así porque los trabajadores desorganizados no tienen posibilidades de defenderse ni de atacar eficazmente. Por tanto, estas crisis siempre les serán dolorosas y en todo caso serán aprovechadas por distintas capas burguesas ajenas al proletariado en sus luchas de poder contra la burguesía gubernamental». (Equipo de Bitácora (M-L); Estudio histórico sobre los bandazos oportunistas del PCE(r)y las prácticas terroristas de los GRAPO, 2017)