“Vuestro lugar está en el cementerio”

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Pronto empezará el octavo año de la guerra en Donbass y parece que el cuerpo ya se ha acostumbrado a todo durante este tiempo. Pero no puedo acostumbrarme al hecho de que hay quienes no se cansan de ayudarnos. Lo más habitual es la ayuda enviada por gente corriente de Rusia. Así que nos acercamos a la localidad de Elenovka, en el frente, con los voluntarioso Elena Potapova y Eduard Krasnikov portando la ayuda enviada por la rusa Elena Novikova de Orel.

 

“Esta mujer envía regularmente paquetes a Donbass y varias veces al año envía dinero. Recientemente envió material ortopédico para pacientes con parálisis cerebral. Hay muchas personas así, que ni siquiera dan sus nombres completos, que no hacen una hazaña de ayudar a quienes llevan siete años viviendo en el infierno”, explican los voluntarios. “Y en las cartas escriben: Donbass, estamos con vosotros o no os abandonaremos. Y nosotros entregamos esta ayuda, compramos comida para la gente porque en muchos pueblos ni siquiera quedan tiendas”.

Hoy, nuestro camino lleva a las afueras de Elenovka, que algunos, incluso en la RPD, insisten en llamar Olenovka. “Las afueras de Elenovka están prácticamente sin agua. Ráfagas sin fin, da la sensación de que nadie está siquiera intentando hacer algo”, me explica una colega que vive allí con su hijo pequeño. “No hay gas, aunque el lugar está considerado un asentamiento de tipo urbano. Incluso en el centro, en los apartamentos, calentamos las viviendas como buenamente podemos. Quien puede, pone calefactores individuales. Es una cuestión económica. Con el trabajo también hay dificultades. La fábrica funciona, pero no he oído que hayan cogido a nadie allí. Trabajan los antiguos. El hospital es un tema aparte. Prácticamente no existe. Lleva la recepción un ginecólogo, que también hace de pediatra, de psicólogo. No hay trabajo, así que muchos buscan empleo en la ciudad. Al mismo tiempo, hay muchas personas mayores en el pueblo. Todo el que quería marcharse lo hizo al principio. Quienes no se han marchado no tienen dónde ir”.

Lo más importante sigue siendo la guerra, que persiste en las afueras de Elenovka: las localidades de Signalnoe, Luganskoe y Zelyony Gai.

La casa de la familia Goncharov en Signalnoe está destruida. Unos amigos que se han marchado a Rusia en busca de trabajo les han permitido vivir en su casa en un pueblo cercano. “En Signalnoe, desde nuestra casa había poco más de 500 metros hasta las posiciones del Ejército Ucraniano. Cuando bombardeaban, empujaba a los niños al suelo y los cubría con mi cuerpo. Estaba ahí tumbaba con los ojos cerrados pensando: si me matan ahora, ¿cómo van a salir mis hijos de debajo de mi cuerpo? Aquí también hay bombardeos, pero no tan frecuentes. Mi hija mayor está en segundo y el otro día volvía en el autobús escolar. Un proyectil cayó a cincuenta metros. Iba con una amiga. Les llamé y le grité por teléfono: tiraos al suelo. La niña volvió en un estado terrible. Mi hijo pequeño tiene dos años y en cuanto empieza el ruido en las afueras pongo más altos los dibujos para que no tenga miedo”, cuenta Olga. “Una vez Ucrania lanzó octavillas, dejaron todo el patio lleno. En una de ellas había una imagen de una calavera y llevaba escrito: Vuestro lugar está en el cementerio”.

Olga cuenta que incluso aunque los proyectiles no impactaran contra nada, seguirían causando ataques al corazón. La vida bajo este crónico estrés pasa factura.

Medio centenar de niños viven en Signalnoe. Por ejemplo, Vlada Yanchenko, amiga de Olga, se ha quedado allí. Tiene dos hijas, Ilona, de seis años, y Masha, de once, a las que cría en solitario.

En lugares así, en ocasiones me encuentro con personas que se han roto: padres que han caído en el alcohol, niños intranquilos, personas jóvenes que se han desviado del camino. No es un juicio de valor, es la realidad. Es un alivio conocer a personas que se han mantenido firmes a pesar de esta guerra crónica con sus inútiles empeoramientos y la desesperación de Minsk.

“Mi hija mayor resultó herida en el coxis hace un año y pasé dos meses en hospitales con ella. Ahora, cuando empiezan a bombardear grita con una voz que no es la suya. Lo peor es que es impredecible: hace un par de días había silencio, pero de repente todo el infierno se desata de nuevo”, afirma Vlada. “No tenemos dinero para ir a ninguna parte y, si nos marchamos de aquí, no tendremos ningún lugar al que volver, todo resultará robado. Incluso para ir a Donetsk y alquilar un piso hace falta mucho dinero. Solo puedo depender de mí misma, no tengo familia. A veces se pierde la esperanza, pero hay que aguantar, los niños dan fuerza para seguir viviendo. Antes había mucha gente en el pueblo, había una panadería y el tren funcionaba, pero ahora, en cuanto oscurece, no hay ni una luz en la calle”.

La casa de Vlada está cubierta de marcas que se pueden utilizar como una forma de registro de la guerra. “Esta pared se destruyó en 2015”, “La ventana voló hace poco tiempo”, “Cuando mi hija resultó herida, un proyectil cayó junto a la habitación de los niños e impactó un trozo de metralla que había rebotado en el coche”.

“He reparado todo yo sola, incluso las cubiertas de las ventanas para que no vuelen. Solo pedí a la administración que midieran las ventanas, nada más”, explica. “Así es como vivimos. No tenemos gas ni agua corriente. Nos llega agua una vez a la semana, la traen los bomberos, eso es lo que recibimos, lo que nos dan. Podría, por cierto, esconder la cámara, estamos a un palmo del Ejército Ucraniano y está raso, se puede ver a mucha distancia”.

Mientras tanto, Ilona ha encontrado dos gatos y se ha sentado con ellos para hablares en un lenguaje que solo entienden los niños y los animales. Y parece que en ese mundo no hay guerra, ni francotiradores a unos pocos centenares de metros de la casa. Solo hay primavera, cielos azules, niños y gatos. Cómo me gustaría creerlo.

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