Flor y acero

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Lina Rey (UyL).— Un 24 de junio de 1923 nació en Gijón, Asturias, Isabel Argentina Álvarez Morán, Isabelita como todos le decían cariñosamente. Tuvo una infancia sumamente dura, que llevó la familia a emigrar a Argentina donde nacería su hermanita María del Carmen. Trabajando los padres en fincas de ingleses en la Patagonia transcurrieron los años, hasta que en 1933 emprenden el regreso a España. El panorama que encontraron al regreso fue aún más duro que el que habían dejado al partir. El padre en el paro, la madre enferma de tuberculosis, hasta que en el 36 debe ser hospitalizada en Oviedo. Los acontecimientos se precipitaron y nunca más volverían las niñas a ver a su madre.

Las pequeñas cursaban estudios en el Internado Rosario Acuña, del cual Isabelita guardaba muy buenos recuerdos. Fueron de los meses más felices de su corta vida, recordaba con cariño.

Tristemente, la caída de Asturias precipitó la salida de muchos niños hacia la URSS. Casi todos los niños del Internado partían con sus maestros y educadores e Isabel pidió a su padre que las dejase partir. El padre accedió y en septiembre de 1937 partieron en un carguero con más de mil niños hacia su nuevo destino.

Tras un viaje accidentado por el hostigamiento del crucero franquista “Almirante Cervera”, llegaron a Leningrado donde les esperaban con banda de música y todo el cariño del mundo.

Comenzaba una nueva etapa en el vida de Isabelita, si bien muy bien tratadas, gozando del cariño y cuidados de todos, y llevando parte de España en la lengua materna, las canciones de la Patria que los educadores les enseñaban, Isabelita echaba de menos a su terruño y sobre todo a su abuelita. La comunicación era demorada y complicada porque se efectuaba a través de los familiares radicados en Argentina. Para colmo, las dos hermanitas fueron separadas debido a la diferencia de edad y sus necesidades educativas, lo cual resultó sumamente doloroso al inicio, hasta que nuevas amistades suplieron un poco el vacío. Las hermanitas seguían viéndose pero no con la frecuencia deseada.

La URSS proporcionó a los niños españoles, “Niños de la Guerra”, una educación integral que incluía cultura general, música y deporte. Trataban de hacerles la vida lo más llevadera posible. Así Isabelita se encontraba cursando sus estudios de Enfermería, cuando le sorprende el inicio de la II Guerra Mundial.

Se ofrece con sus compañeras para ir al frente, pero no las aceptan y les asignan tareas en la retaguardia, lo mismo en la atención sanitaria a los heridos que regresaban del frente, que cavando trincheras o desactivando minas.

Duros fueron esos años. Las bombas, el intenso frío y el hambre, diezmaban a la población. Familias enteras eran encontradas muertas en las casas. Las personas, carentes de fuerza, enterraban a sus seres queridos bajo la nieve.

El apoyo brindado a la resistencia ante el bloqueo, la hizo merecedora de la medalla “Por la Defensa de Leningrado” que le otorgara el Soviet Supremo, y que Isabelita recibiera con mucha emoción y orgullo, no tanto por ella, solía decir, sino por los miles de personas que no lograron sobrevivir.

En marzo de 1942 se abre “El Camino de la Vida” a través del Lago Ládoga, una travesía riesgosa, debido a las profundas huellas que dejaban los autobuses en el hielo.

En tren y a pie llegaron a Tbilisi. Descalza anduvo subiendo por las cordilleras del Cáucaso, con las plantas de los pies ensangrentadas. Avanzaban por empinadas cuestas, comiendo lo que encontraban. Relataba como en una oportunidad fueron detrás de unas tropas que iban en retirada y comían con fruición las cortezas de queso que desechaban los soldados.

En una aldea le extraen los guijarros de sus lastimados pies, le curan con permanganatos, le vendan y le dicen que debe permanecer en reposo hasta que sanen. Imposible. Una alerta de que los alemanes se acercaban y sin dudarlo, echa a correr con sus compañeros. El dolor desaparece ante la posibilidad de caer en manos de los fascistas.

En el camino hacia Tbilisi van trabajando en cuanto logran. Trabajan en koljoses y en una fábrica de seda para la confección de paracaídas, donde recordaba cómo debía meter las manos en las calderas de agua casi hirviendo donde procesaban los capullos. Las jornadas eran de trece horas de pie, descalza. Las condiciones eran paupérrimas. No tenían ni colchonetas para sus literas, las ratas y los piojos pululaban, hasta que no pudiendo más ante aquellas condiciones infrahumanas de trabajo, no salieron a trabajar un día. Las hicieron volver al trabajo, pero el hecho llegó a la Organización de Ayuda a Emigrados Políticos. Se presentó la presidenta de la organización, quien al comprobar las condiciones del régimen de trabajo dijo que no se explicaba cómo esos jóvenes habían resistido tanto. Se fue, dejando órdenes de una jornada de ocho horas, entregarles, ropa, calzado, ropa de cama y jabón para poderse bañar. Apareció comida y hasta carne.

Fue una de las etapas más duras que aún anciana, recordaba Isabelita. Fue toda una vida de lucha y resistencia heroica.

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