Julio César Sánchez Guerra.— En el aula hay un país y, para entrar a ella, hay que dejar afuera los cansancios de los días y apoderarse de la alegría y los sueños; es preciso llevar el firme propósito de poner a los alumnos a la altura de la época que nos ha tocado vivir. Educar es una fiesta del pensamiento y la ternura, pero, ¿cuál es la realidad del mundo que enfrentan los alumnos de una escuela?
Las aulas de hoy no son las de sus maestros cuando eran estudiantes, es otro el tiempo y el desafío. Lograr la atención desde los pupitres es la primera prueba. Vivimos en el mundo de la imagen, del zapping que borra el pequeño pasado. El acto de pensar se enfrenta a las emociones que sobresaturan los consumos culturales de los jóvenes.
El hábito de lectura es reducido al resumen breve, según corresponda a una tarea, y el «corta y pega» bajado de algún sitio digital alimenta una asimilación acrítica y sin esfuerzos de «romperse la cabeza».
Los muchachos y muchachas que pasan por la escuela reciben el impacto de la seducción que coloniza las mentes y estandariza los comportamientos. Son muchos los espacios que forman o deforman, y no todas las familias pueden entregar a sus hijos la brújula de valores para estos mares tormentosos.
Es útil el celular, la tecnología al servicio del hombre, pero se torna peligrosa la tendencia que invierta la relación y termine el hombre subordinado a la tecnología. El tiempo de sobreconsumo de pantallas digitales, entre el videojuego y el mundo de las redes, no deja lugar a la tarea de estudiar. ¿Será por eso que, desde edades tempranas, algunos padres son los que hacen los deberes?
El golpe de vivir en un país sitiado, bajo el efecto de múltiples crisis, se expresa en flujos migratorios y en el aula; sin previo aviso, queda una silla vacía, y un maestro tiene que defender la esperanza rodeada de complejas realidades.
Pero un país es grande, y desde el aula hay que poblarlo de pensamiento crítico revolucionario, y de poesía que defienda, lo que el filósofo italiano Nuccio Ordine llama la utilidad de lo inútil, el corazón de la belleza. No es solo el título universitario lo importante, es el camino de una cultura que nos haga dignos y libres ante los desafíos de la vida.
En las universidades de poderes más globales no preparan para la vida sino para las utilidades del capital, donde los términos recurrentes pasan por ganancias, empresas, exitosos y fracasados; y Shakespeare o Quijote parece que no cuadran con un modelo instrumental que no necesita de literatura.
Por eso, educar es también una sublevación contra los símbolos que pretenden conquistar la autoctonía de nuestras palabras. Si vas a entrar al aula, donde vive en potencia el futuro de un país, no te enfoques en las respuestas cómodas y simples; estimula las preguntas, como nos pedían Paulo Freire y José Martí. No es la educación que deposita conocimientos, sino el territorio de creatividad donde el maestro que enseña, aprende.
Busca qué piensan tus alumnos sobre cualquier asunto, para que la simulación no los prepare en distorsionar verdades; y no importa que la clase sea de Física o Filosofía, siempre hay tiempo para poner sobre la mesa un poco de luz sobre las sombras.
Desenfunda en la clase una historia, un poema, una canción, pregunta por el último libro, o película, o serie, o el meme que les arranca la risa. Una clase no es ajena a la alegría.
Son las nueve de la mañana, hora de mi turno de clases. Ya me esperan con las manos alzadas como banderas que preguntan. Entro a la fiesta de la pizarra verde, sin vanidad; el amor es lo que funda el país que en el aula crece.