MARCELO COLUSSI. Revoluciones socialistas por vía electoral: ¿castillos de naipes?

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«América del Sur se nos puede embrollar de modo incontrolable si no tenemos siempre a la mano un líder militar de la calidad solidaria del general Augusto Pinochet».
Mike Pompeo, ex Secretario de Estado de Estados Unidos.

«Occidente dice llevar libertad y democracia a otras naciones. Esa democracia es superexplotación, y esa libertad es esclavitud y violencia. Esa democracia es hipócrita hasta la médula».
Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa.

¿Democracia? ¿De qué diablos estamos hablando?

Pasó en Argentina con Juan Domingo Perón, en Brasil con João Goulart, en Guatemala con Jacobo Árbenz, en Perú con Juan Velazco Alvarado, en Panamá con Omar Torrijos, en Chile con Salvador Allende, en Haití con Jean-Bertrand Aristide, en Grenada con Maurice Bishop, en Honduras con Manuel Zelaya, en Bolivia con Evo Morales. Se intentó hacerlo en Venezuela con Hugo Chávez, sin lograrlo, lo están intentando ahora en Colombia con Gustavo Petro, lo hicieron en Perú sin siquiera darle tiempo a gobernar a Pedro Castillo. ¿Se estará preparando actualmente en Venezuela una similar movida para intentar sacar del poder a Nicolás Maduro? Todo indica que sí (allí, la voracidad del imperio en lo único que piensa es en las reservas de petróleo. Toda la actual parafernalia del fraude apunta a poner sus agentes que le garanticen el acceso libre a las mismas).

La totalidad de estos procesos mencionados, diversos y con características particulares cada uno de ellos, tiene algo en común: mandatarios llegados con voto popular dentro del marco de la institucionalidad capitalista (democracia burguesa) que «osaron» ir más allá de lo permitido en cuanto a reformas político-económico-sociales, fueron sacados (o intentados sacar, forzándolos así a negociar) del poder por acciones desestabilizadoras, en todos los casos encabezadas por el gobierno de Estados Unidos, siempre en complicidad con las oligarquías nacionales.

¿Qué significa esto? Que ningún proceso de cambio profundo puede hacerse a través de los mecanismos de esa fantochada que, hoy por hoy inundando prácticamente todo el mundo, llamamos «democracia». Ésta no es más que la forma político-administrativa que adquiere la formación económico-social capitalista en estos últimos dos siglos. Dado que ese sistema se ha impuesto globalmente en la casi totalidad de países, desde esa posición hegemónica, el discurso ideológico que sostiene al capitalismo se pretende «lo máximo», el «fin de la historia». En tal sentido, la democracia (siempre representativa, jamás de los jamases directa, popular, deliberativa, como sí es en los países socialistas) es una pura ilusión.

Ahora bien, siguiendo la máxima de Goebbels -«Una mentira repetida mil veces termina transformándose en una verdad»- puede verse que esa falacia de la democracia burguesa se ha entronizado a tal punto que, en tanto espejismo, se presenta como la presunta salvación de la humanidad. De esa cuenta, las sociedades que abrazan ese sistema político serían prósperas y exitosas; las que se alejan de la democracia (de esa democracia) son el oprobio personificado, la más abyecta infamia vergonzante. ¿Nos lo podemos creer?

Tenemos ahí una repulsiva afrenta a la inteligencia. Parafraseando a Paul Valéry, podría decirse que esa democracia, ese supuesto «gobierno del pueblo», «es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe», deberíamos agregar: «haciéndole creer que decide algo». La democracia formal, esa a la que la cantinela mediática nos tiene acostumbrados, no consiste más que en ir a votar periódicamente para elegir al gerente de turno que administrará los negocios de los grandes capitales. Todo lo demás: libertades cívicas, derechos ciudadanos, pluripartidismo, respeto a las diferencias, son cantos de sirena muy bien presentados. En esas «democracias de mercado», como se les llama, la población trabajadora no sale nunca de pobre; en los prósperos países del Norte tiene acceso a algunas cuotas de beneficio -siempre relativas-, mientras que en el Sur la pobreza es general, salvo las oligarquías vernáculas. Los sistemas electorales de estas democracias, ya con muchas décadas en su haber, no resuelven nada. La libertad no pasa de quimera: en el Norte la gente está hiper condicionada por los mecanismos de control social (¿por qué ahora es cool tatuarse o fumar marihuana?), mientras que en el Sur, más brutal y sanguinariamente, se tapan las bocas que protestan a bastonazos, o con masacres. ¿De qué libertad hablamos?

Es decir: esa democracia sirve para mantener un 15% de la población global que vive sin demasiadas penurias (clase obrera y clase media del Primer Mundo y minúsculos sectores del Sur), y el ostentoso lujo inaudito e inmoral de un pequeñísimo grupo de privilegiados (0.0001% de la población mundial, según la revista Forbes) que se siente dueño del mundo (un automóvil Rolls Royce de 28 millones de dólares, un reloj Patek Philippe Grandmaster Chime de 28 millones de euros, una suite en el hotel más lujoso de Las Vegas de 100,000 dólares la noche), decidiendo el destino de la humanidad, contra un 85% de población mundial que vive en precariedad, aunque vote cada cierto tiempo. ¿Eso es la democracia? Por supuesto, la marcha del mundo (las bolsas de valores que fijan los precios de lo que consumimos, las tendencias de consumo, las guerras, lo que cada país debe producir en el concierto internacional, la marcha de la demografía) no la establece la población con su voto. Eso es una ilusión, una fantasía bien urdida; insistamos: un fabuloso ataque a la inteligencia.

Años atrás, digamos década de los 70 del siglo pasado, cuando se vivía un clima de avance popular y luchas diversas contra el sistema, desde posiciones de izquierda se denostaban estas democracias, por inconducentes para la transformación real y efectiva de la sociedad. El campo popular y de las izquierdas ha ido para atrás. O, en todo caso, lo han hecho ir para atrás, a fuerza de represión brutal, de sometimiento físico e ideológico. Hoy, medio siglo después, en el imaginario colectivo se ha ido instalando la idea -a base de represión sangrienta y de planes neoliberales de capitalismo salvaje- que no hay más camino que la democracia representativa. Muchas izquierdas que habían tomado las armas en aquel entonces, se convirtieron en partidos políticos que entraron en la disputa electoral con las reglas de juego fijadas por la clase dominante. Por supuesto, no pasaron de raquíticos rendimientos en las elecciones, sin la más mínima posibilidad de incidir en cambios reales. El sistema sabe muy bien lo que hace.

Pero si alguna opción con tinte social llega a las casas de gobierno -los progresismos que estamos viviendo desde fines del siglo pasado, iniciados con Venezuela-, siguen siendo vistos como un «peligro diabólico» para las derechas, y lo peor de todo: sin posibilidad real de transformar de raíz las sociedades. «El comunismo no se ha erradicado en Latinoamérica y confío en que se transite a regímenes con políticos que realmente representen la voluntad popular, y tenemos esperanza de que un día las cosas van a cambiar», expresó Eduardo Bolsonaro, hijo del ex presidente brasileño de ultraderecha, en el marco de la Conferencia Política de Acción Conservadora -CPAC- (gran cumbre política organizada por la Unión Conservadora Estadounidense) celebrada el año 2023 en México.

Las luchas que el sistema permite, en definitiva, se encajan en estas democracias restringidas, donde se permite decir algo «progre» para que no cambie nada de fondo. Por ejemplo, tal como dice el intelectual maya-poqomchi’ Kajkoj Máximo Ba Tiul, de Guatemala: «no basta con ser «decolonial» si no se es anti capitalista». Del mismo modo se podrían considerar críticamente muchas de las luchas «permitidas» por el sistema (luchas imprescindibles contra cualquier tipo de discriminación, sin l más mínimo lugar a dudas, pero que, desligadas unas de otras, no producen mayores cambios). Como dijo Atilio Borón: «¡Qué formidable capacidad de captación de liderazgos tiene el imperio a través de su enjambre de ONG’s, becas y bequitas de todo tipo!». Dentro de estas democracias el pueblo trabajador, los oprimidos de siempre, las clases subalternas, no tienen esperanzas. Lo patético es que tanto se ha impuesto la derecha dominadora del panorama mundial que apenas si deja el espacio de estas elecciones «democráticas» como posible instrumento de cambio para las mayorías populares. Y ahí, definitivamente, no puede haber ningún cambio.

¿Quedarnos con lo «menos malo» sería la opción entonces? ¿No es hora de repensar las formas de lucha de los históricamente marginados, para salir de estos castillos de naipes que nos ofrecen las democracias burguesas, acosando siempre cualquier propuesta progresista que quiera ir más allá de lo permitido? Recordemos, con Sergio Zeta, que «Los pueblos consiguen derechos cuando van por más, no cuando se adaptan a lo ‘posible’.»

Marcelo Colussi 

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