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Hugo Carrasco.— Con estas palabras la Ministra de Trabajo y Economía Social, Yolanda Díaz, se refería a las medidas emprendidas por la administración de Joe Biden destinadas a revitalizar la economía estadounidense tras la pandemia mediante la inyección de millones de dólares a las empresas del país. Y es que desde que los demócratas ganaron las elecciones presidenciales a Donald Trump, nuestra socialdemocracia patria se ha deshecho en halagos hacia el nuevo presidente de los Estados Unidos.

Frente a la identificación racista, machista, homófoba y abiertamente antipopular de las políticas de Trump, los adalides del progresismo en nuestro país han tratado de presentar a Biden como el nuevo campeón de la izquierda parlamentaria, buscando autoidentificarse en un supuesto bloque progresista confrontado al eje de ultraderecha que representan mandatarios como Donald Trump, Jair Bolsonaro o Víktor Orban. Que ambas opciones defiendan, cada una a su manera, los intereses capitalistas, ya es otro cantar.

Si muchas fueron las polémicas protagonizadas por el ex-presidente Donald Trump, sobre todas ellas destacó con especial empeño la cuestión migratoria en relación a la frontera sur del país. Independientemente de que buena parte de las medidas ya estuviesen vigentes o se pusiesen en marcha durante los mandatos de Barack Obama, Donald Trump se caracterizó por un trato brutal hacia la población migrante: separación de menores de sus familiares a la fuerza, deportaciones masivas, centros de detención inhumanos, impunidad de los grupos racistas armados que patrullan la frontera o el famoso muro en la frontera con México.

El problema a la hora de construir mitos es que estos no tengan un anclaje a los hechos capaz de sostenerlos, y el intento de encumbrar a Biden como nuevo paladín de la izquierda global ha chocado pronto con la tozudez de la realidad. En las últimas semanas hemos podido ver las imágenes de cómo la política migratoria de Biden ha continuado fielmente la estela represiva marcada por sus predecesores, incluido Donald Trump.
La realidad es que el gobierno demócrata ha mantenido vigentes las medidas puestas en pie para evitar, por todos los medios, que cientos de miles de personas accedan a territorio estadounidense en busca de su sustento y el de sus familias, huyendo de las catástrofes naturales, la violencia, la pobreza y el hambre que imperan en Centroamérica, Sudamérica y el Caribe.

Desde el pasado domingo 19 de septiembre se han incrementado las deportaciones masivas a través de vuelos fletados por el gobierno de EE.UU, que suponen la expulsión de más de 15.000 personas —unas 1.000 personas diarias—, sobre las que pesará la posibilidad de ser enjuiciadas si tratan de volver a ingresar en el país. También se han facilitado los llamados procedimientos de expulsión acelerada, mediante los cuales unidades familiares enteras podrían ser deportadas sin la pertinente autorización judicial. Además continúan abiertos los centros de detención regidos por el Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés), donde subsisten en condiciones miserables miles de personas, incluidos menores de edad, hacinados en jaulas, cubículos de plástico y sin más abrigo que una manta térmica de aluminio.

El culmen de estas prácticas han sido las imágenes de agentes de la patrulla fronteriza en Texas que, armados con látigos, han cargado a caballo contra grupos de migrantes haitianos a las orillas del Río Grande con el objetivo de desmantelar los campamentos donde éstos se refugiaban. Una imagen que recuerda demasiado al pasado esclavista del País de la Libertad y que casa difícilmente con los valores que algunos le atribuyen a al nuevo presidente. Lo más maravilloso de Biden es haber vuelto a demostrar que la clase obrera perderá eternamente si continúa eligiendo el color de sus cadenas. Por el contrario, tiene todo un mundo por ganar si forja las herramientas para su propia liberación.

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