Raúl Zibechi.— Dos artículos recientes avalan esta afirmación. El analista de Asia Times, Spengler (seudónimo de David Goldman) titula su columna «La corrupción imperial de las élites estadounidenses se compara con la Guerra del Opio». La profesora de psicología en la Universidad Estatal de San Diego, Jean Twenge, tituló su análisis en The Atlantic, ya en 2017, «¿Los teléfonos inteligentes han destruido una generación?».
Según la profesora, en su país los adolescentes «están al borde de una crisis de salud mental», no tienen opción de una vida sin iPads o iPhones y pasan la mayor parte del día solos en sus habitaciones pegados a los teléfonos.
Está investigando las diferencias generacionales durante 25 años y llega a conclusiones dramáticas. En comparación con los llamados Millenials, Twenge dice: «Las experiencias que tienen todos los días son radicalmente diferentes a las de la generación que llegó a la mayoría de edad unos años antes que ellos».
La generación posterior a la crisis de 2008 es la primera que fue formada por los teléfonos inteligentes. «La llegada del teléfono inteligente ha cambiado radicalmente todos los aspectos de la vida de los adolescentes, desde la naturaleza de sus interacciones sociales hasta su salud mental».
Aunque encuentra aspectos positivos, cree que psicológicamente son más vulnerables ya que «las tasas de depresión y suicidio en adolescentes se han disparado desde 2011». Agrega que el auge del teléfono inteligente y las redes sociales ha provocado «un terremoto de una magnitud que no habíamos visto en mucho tiempo», y que «están teniendo efectos profundos en sus vidas y los están haciendo muy infelices».
Duermen menos, socializan poco, son más susceptibles a las enfermedades, al aumento de peso y la presión arterial alta, y sobre todo tienen escaso o nulo compromiso. Es evidente que una sociedad anclada en estos comportamientos tiene poco futuro, por lo cual China decidió desatar una «guerra contra los videojuegos», imponiendo serias restricciones a los menores ya que los considera «el opio de la mente».
En la misma dirección, Spengler sostiene que «China se encuentra hoy con respecto a los Estados Unidos como lo estaban los Estados Unidos y Alemania con respecto a Gran Bretaña a fines del siglo XIX».
Recuerda que fue Inglaterra quien descubrió la bombilla eléctrica, pero que no pudo comercializarla por «la corrupción del imperio». «Los mejores y más brillantes de Gran Bretaña se dedicaron al servicio colonial, y amasaron fortunas con la venta de textiles británicos a la India, opio indio a China y té y sedas chinas a Occidente».
Mientras estadounidenses y alemanes construyeron fábricas a principios del siglo XX, los británicos se dedicaron a ganar fortunas con métodos que define como «corruptos», razón del declive de la isla.
Algo similar está sucediendo ahora, cuando la riqueza de EEUU se concentra en una ínfima minoría y generaciones enteras de jóvenes «se alimentan de una cultura de hedonismo despreocupado que valora la autoexpresión individual como una cuestión de dogma religioso al tiempo que impone una conformidad viciosa».
Según Spengler, Internet no es una burbuja y tiende a crecer casi ilimitadamente, pero la compara con el consumo de opio en los siglos XIX y XX, una droga social. «Lo que cautiva a los verdaderos creyentes de Internet es la descarga ilimitada de entretenimiento barato y lascivo: pornografía, música popular, chismes, coqueteos, juegos de rol de fantasía y, por supuesto, compras».
El problema es que Internet es la gran impulsora de los mercados globales, mientras destruye la cohesión social y genera una falsa impresión de crecimiento económico: mientras las economías están paralizadas las bolsas siguen cotizando al alza.
Las imágenes de estas descripciones nos remiten, casi naturalmente, a la decadencia del imperio romano, que al verse carcomido por dentro fue presa fácil de las invasiones «bárbaras».
A mi modo de ver, una de las razones de fondo de la decadencia de EEUU como potencia imperial, es la crisis interna: sanitaria, de confianza en las instituciones, en particular de los jóvenes de color hacia la policía, y la difusión de una cultura tan individualista que sólo piensa en la inmediatez.
Un trabajo sobre el flujo de jóvenes hacia el Ejército concluye: «El 71% de los jóvenes estadounidenses entre 17 y 24 años no son elegibles para servir en el ejército, es decir, 24 millones de los 34 millones de personas de ese grupo de edad». Esto hace que la seguridad nacional esté en cuestión.
Las causas principales de esta situación son, según el informe de almirantes y generales retirados, «la educación inadecuada, la criminalidad y la obesidad». En detalle, del total de jóvenes que no pueden servir en las fuerzas armadas, el 32% es por razones de salud, el 27% por escasas aptitudes físicas, el 25% por no haber finalizado la secundaria y el 10% por presentar una historia criminal.
Parece evidente que una sociedad que ya presentaba estos rasgos hace ya varios años, ahora se ve doblemente acuciada por la brutal insensibilidad de las elites y por la enorme difusión de redes sociales y videojuegos que hacen que una parte creciente de los jóvenes prefieran no salir de casa para sobrevivir como sonámbulos frente a la pantalla.
Todo esto sucede justo cuando China está en camino de sobrepasar a EEUU en los rubros decisivos, desde la computación cuántica y la inteligencia artificial hasta la capacidad militar que, no olvidarlo, depende más de la entereza de los seres humanos que de las máquinas.
No puede sorprender, por lo tanto, que los sucesivos gobernantes que ocupan la Casa Blanca, pero sobre todo el Deep State, estén al borde la histeria cuando se trata de planificar un futuro que, saben, no será el de sus sueños.