Supongamos por un momento lo siguiente: una organización terrorista intercepta un lote de dispositivos electrónicos destinados a un país rico de Occidente. Puede ser Estados Unidos, puede ser Francia. Estos terroristas inyectan un explosivo líquido en los dispositivos que pueden hacer estallar remotamente en el lugar y la hora que estimen conveniente. Así lo hacen. El estallido simultáneo de estos provoca miles de heridos y muertos en ese país. Explotan cuando las personas están haciendo sus compras en mercados, manejando sus autos, jugando con sus hijos. El saldo preliminar es de miles de heridos, algunos en estado crítico y decenas de muertos, incluyendo niños. Los servicios de salud se colapsan por lo inesperado y brutal de la acción.
Un ataque de esta magnitud en Estados Unidos o Francia hubiera provocado, sin dudas, reuniones de emergencia del Consejo de Seguridad de la ONU, donde se exigirían, y sin dudas se aprobarían, sanciones, acciones militares o cualquier otro tipo de firme reacción contra esta organización terrorista. Las máximas autoridades de la ONU publicarían enérgicas condenas y los grandes medios cartelizados se llenarían de historias de las víctimas de ese horror colectivo e inesperado.
Ahora pongamos que el autor de esa brutal acción no es una organización, sino un estado criminal y genocida. Que los actores fueron sus servicios de inteligencia y sus fuerzas militares, ambos con un largo historial de crímenes a sus espaldas. ¿No debería este estado ser objeto del más firme repudio internacional? ¿No debería ser denunciado y castigado por actuar indiscriminadamente en contra de población civil indefensa? No, si es “Israel”.
Históricamente el ente sionista ha estado al margen de las consecuencias por sus acciones, al menos en lo que a la “legalidad internacional” y los grandes poderes del “mundo libre” respecta. Los que han patrocinado y favorecido su accionar colonial, su brutalidad contra cualquiera que los adverse y el genocidio sistemático de décadas contra el pueblo palestino, no pueden escandalizarse porque ahora actúe de esta forma contra miles de personas en Líbano y Siria. Los árabes son, en el imaginario colectivo fomentado por los grandes medios y poderes occidentales, terroristas y cualquier acción contra ellos es sin duda una justa medida de retribución contra pueblos bárbaros.
El racismo que subyace en el fondo de la mentalidad aún colonial de Occidente explica la relativa morosidad de las reacciones internacionales contra el masivo ataque perpetrado por “Israel” en Líbano y Siria este 17 y 18 de septiembre. Se estima que hicieron explotar simultáneamente unos cinco mil dispositivos tipo beeper y walkie-talkies, usados comúnmente tanto por organizaciones como Hizbullah como por civiles por motivos de seguridad, ya que se considera que al ser una tecnología más primitiva prevenía el espionaje israelí. Un conteo estimado arroja hasta hoy la macabra cifra de más de tres mil heridos y casi cuarenta personas fallecidas. Mientras esto ocurría, varios aviones israelíes sobrevolaron Beirut a baja altura, dos de ellos rompiendo la barrera del sonido.
El Consejo de Seguridad de la ONU se reunirá para discutir el tema. Es probable que veamos un despliegue de cinismo, ninguna reacción concreta y el veto estadounidense y británico a cualquier propuesta de sanción contra “Israel”. Adicionalmente, el Alto Comisionado de la ONU para los derechos humanos declaró, según reseña el portal Infobae “que hacer explotar miles de dispositivos buscapersonas sin saber quién estaba en posesión de esos aparatos y cuál era el entorno, es un hecho que viola las normas fundamentales de los derechos humanos”. Se desprende de estas palabras que para el Alto Comisionado, quien tiene un historial de tibias posiciones ante el genocidio israelí en Gaza, hacer explotar dispositivos electrónicos personales, siempre que se controle “quién está en posesión” de ellos y “el entorno” en el que están, es algo que está perfectamente dentro del marco de derechos humanos defendido por la organización que él representa. Valientes voceros de la humanidad tenemos aquí.
Aunque “Israel” no ha reconocido oficialmente su autoría, a nadie le quedan dudas de cuál es la mano detrás de este crimen. Cabe entonces la pregunta, ¿qué beneficios obtiene el ente sionista de estos hechos?
El primero y más inmediato es sicológico. Sembrar el terror y la confusión en la sociedad libanesa, haciéndoles sentir que nadie en ningún lugar está seguro. Pero esta es una sensación con la cual los libaneses se han acostumbrado a vivir. Es una consecuencia natural de tener como vecino a un estado genocida capaz de todo. Con este miedo, esperan erosionar el apoyo popular a Hizbullah, principal organización de defensa del país y uno de los enemigos más temidos por el sionismo.
Buscan también minar la autoconfianza de esta organización. Hacerles sentir que no importa las medidas de seguridad que tomen nadie está a salvo de la larga mano del Mossad y el ejército israelí.
Al mismo tiempo pretenden generar una sensación de angustia e inseguridad respecto a las cadenas de suministro del país. ¿Qué otros dispositivos electrónicos pueden estar rellenos con explosivo? ¿Son los proveedores extranjeros cómplices del Mossad?
Y se abre también la interrogante de si el sionismo ha usado tácticas similares en el pasado. Comienzan a circular en las redes fotos del difunto presidente iraní Raisi con un buscapersonas del mismo modelo que los que estallaron en el Líbano y Siria, lo cual genera suspicacias sobre si su muerte fue verdaderamente un accidente. Real o no, esto forma parte del clima paranoico que el sionismo busca generar en estas sociedades y, por extensión, en Irán, importante aliado del Líbano y Siria y principal contendiente de “Israel” en Medio Oriente.
Sin embargo, el efecto pudiera ser todo lo contrario al perseguido. Un despliegue de terror tan generalizado puede paralizar a una sociedad, pero también puede cohesionarla en torno a un enemigo común. Ganar a los escépticos para la convicción de que la única causa legítima y posible para el futuro de Líbano y la región pasa por abrazar la opción de la resistencia, cada vez mejor articulada y más poderosa. Doy fe, por haberla vivido, del valor y la resiliencia del pueblo libanés. Una sociedad que viene de mucho dolor, pero que sabe conservar la sobriedad, ser amable y, en medio de todas las crisis que los golpean, ser generosos y cálidos anfitriones. Un pueblo que ha conocido la victoria y que sabe que vencerá. Y esa certeza no es fácil de mellar, no importa cuán cobardes y horrorosos sean los métodos desplegados por un estado terrorista.