«Su interpretación de la historia, cuando la tiene, es esencialmente pragmática; lo enjuicia todo con arreglo a los móviles de los actos; clasifica a los hombres que actúan en la historia en buenos y en malos, y luego comprueba que, por regla general, los buenos son los engañados, y los malos los vencedores. De donde se sigue, para el viejo materialismo, que el estudio de la historia no arroja enseñanzas muy edificantes, y, para nosotros, que en el campo histórico este viejo materialismo se hace traición a sí mismo, puesto que acepta como últimas causas los móviles ideales que allí actúan, en vez de indagar detrás de ellos, cuáles son los móviles de esos móviles. La inconsecuencia no estriba precisamente en admitir móviles ideales, sino en no remontarse, partiendo de ellos, hasta sus causas determinantes». (Friedrich Engels; Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, 1886)
En su obra: «Las guerras de Stalin: de la Segunda Guerra Mundial a la Guerra Fría, 1939-1953» (2005), el sovietólogo Geoffrey Roberts intentó dar una explicación racional de Stalin acotando su imagen a su «esencia humana», dicho de otra manera, a partir de una explicación psicologista basada en el estudio de la personalidad política. Roberts quería demostrar que como todo ser el estadista soviético tenía sus propias contradicciones internas. Pero, ¿por qué, según señalaba Roberts, se ha tendido siempre a un trato maniqueo sobre el georgiano? Aquí nos dio una respuesta interesantísima: según sus observaciones, esto ha sido así debido a que desde la propia propaganda soviética, centrada en el culto a la personalidad, condujo la imagen de dicha figura hacia una bifurcación histórica muy definida: en los comunistas creó en su mente un endiosamiento hacia su líder, el que todo lo podía, por el que había que agradecer todo lo bueno conseguido; de lo que fue Stalin que el que suelen realizar sus apologistas. mientras que para los anticomunistas forjó en su mente una imagen demonizada de su enemigo, el que lo controlaba todo, el que tentaba a los buenos hombres para corromperlos. En ambos casos modularon su imagen como alguien con una voluntad inquebrantable y sin grises. Muy por el contrario, Roberts considera que el jefe soviético era «carismático» y con un gran don de «habilidades sociales» para dominar a los de su entorno, pero no era «sobrehumano» ni «omnipresente». Era un hombre que también «calculaba mal» e incluso tomaba decisiones «en contra de sus propios intereses» y aún más interesante: como todo jefe político, sus ideas estaban abiertas a la evolución y los nuevos desafíos, por lo que llegados al inicio de la Guerra Fría «no siempre tenía claro qué hacer». Esto, aunque parezca increíble, es un cuadro que se acerca mucho más a un retrato fidedigno
Seguramente no haya mejor ejemplo en el campo histórico de los palos de ciego que dan unos y otros, detractores y fanáticos del comunismo, que la forma en que suelen enfrentarse a la polémica «época stalinista». Mientras para los historiadores anticomunistas todo vale con tal de atacar a Stalin, sus contrarios, le defienden de todo lo que hiciera o se sospeche que hiciera, además en su fuero interno piensan ingenuamente que con tal actitud se es más «revolucionario» que nadie. Estos últimos hacen gala de un nulo espíritu crítico, venerando la figura de Stalin como si de su mismísima santidad se tratase, y en el peor de los casos, cuando los errores cometidos por su figura son flagrantes, estos afables individuos nos recomiendan hacer de tripas corazón frente a esta encrucijada y contentarnos con una vieja fórmula bien pragmática que para el idealista todo lo resuelve, ¿qué receta será esta? ¡Aguantar a base de seguidismo y misticismo! ¿Cree el lector que exageramos? Pasen y vean. Estos serán los subcapítulos a abordar:
a) Bill Bland o la Escuela de la especulación;
b) El PCE (m-l) y su promesa de profundizar en el tema Stalin;
c) Rabochy Put y su cándida idealización del periodo stalinista;
d) Las invenciones históricas de Grover Furr sobre Stalin;
e) RC-FO, otro ejemplo de reivindicación folclórica;
f) Los «stalinistas italianos» y cómo conservar los mitos nacionales;
g) Unos apuntes finales sobre la huella del «stalinismo» en el «jruschovismo»..
Bill Bland o la Escuela de la especulación
A todo esto, ¿qué encontramos a nivel historiográfico en los presuntos «defensores del stalinismo»? En Gran Bretaña contamos con la labor de investigación de Bill Bland, jefe de varios grupos como la Communist League of Great Britain (1975-2001) o la Alliance Marxist-Leninist (2001-actualidad). Este historiador aficionado tuvo el dudoso honor de inaugurar el siguiente dogma: para ser un buen «stalinista» uno debe no solo refutar las inexactitudes y calumnias de la historiografía burguesa, sino también tratar de embellecer el periodo stalinista y defender a su principal protagonista a capa y espada. El señor Bland, pese a que mostró estar familiarizado con gran parte de las investigaciones especializadas de sovietología −con acceso a las fuentes primarias o sus traducciones−, de igual modo terminó construyendo un burdo guion dividido entre «héroes» y «villanos». En resumen, todo lo que él consideró positivo de la experiencia soviética lo atribuyó a los méritos personales de Stalin; mientras todo lo negativo lo achacó a que ocurrió en contra de la voluntad del estadista soviético. Esto no es ninguna exageración, como el lector comprobará a continuación.
En primer lugar, en cuanto al desarrollo de la Internacional Comunista (IC) el señor Bland en su artículo «Georgi Dimitrov y el Partido Comunista Búlgaro» (1995), concluyó que todo lo que pueda considerarse como políticas «heterodoxas», es decir, lo que no entraba dentro del canon del marxismo-leninismo oficial, no fue en absoluto responsabilidad del jefe soviético y su círculo más cercano, sino fruto de unos revisionistas que trazaron un plan secreto para desacreditar y desestabilizar el comunismo, primero con tácticas «ultraizquierdistas», y después con tácticas «ultraderechistas» (sic):
«La toma del poder por parte del fascismo alemán fue facilitada por tácticas criminalmente equivocadas, impuestas no por Stalin, sino por revisionistas ocultos. Estos revisionistas siguieron una estrategia de dos pasos para perturbar la revolución socialista. En primer lugar, una táctica criminal de la ultraizquierda −atacar a la socialdemocracia como el mayor enemigo− impidió la unidad efectiva de la socialdemocracia con los comunistas para detener el fascismo. Luego, en segundo lugar, después de la victoria fascista, se promovió un oportunismo de ultraderecha que condujo a frentes únicos sin principios donde los comunistas nunca ejercieron una independencia crítica, como en el gobierno francés». (Alliance Marxist-Leninist; Nº12, 1995)
Cinco años después, en su artículo titulado «Stalin y la Komintern» (2000), el señor Bland insistió en presentar una situación particularmente rocambolesca para explicar los vaivenes en la línea de la IC. Según él, esto fue posible porque el por aquel entonces líder indiscutido del movimiento, Stalin, habría sido apartado de las decisiones fundamentales de la IC por parte de un grupo de «revisionistas encubiertos» que conspiraban contra él (sic):
«A Stalin se le impidió actuar activamente en el liderazgo [de la IC] y fue excluido de ejercer una influencia efectiva desde finales de los años 20. (…) Por lo tanto, [a Stalin] no se le puede responsabilizar por las distorsiones revisionistas predominantes relacionadas con tácticas sectarias de ultraizquierda y luego con los frentes únicos sin principios». (Alliance Marxist-Leninist; Nº36, 2000)
Bien, ¿a qué nos recuerda esto? Sí, en efecto, a las mismas historias del «rey secuestrado en su palacio» que relataban los maoístas para no reconocer que su ídolo de barro era falible. Aquellas excusas en donde todos los errores del Partido Comunista de China (PCCh) en tiempos de Mao Zedong fueron culpa de Chou En-lai, de Liu Shao-chi o de quien fuese, pero excluyendo de la ecuación al «presidente Mao», al cual presentaron como si fuera una figura que no tuvo voz ni voto. En realidad, esta idea no podía alejarse más de la realidad, puesto que era él quien finalmente aprobaba todo y maniobraba entre fracciones, como él mismo confesó en varias conferencias y entrevistas. Aquí como observamos, con estas fabulas el señor Bland, en teoría antimaoísta, opera como uno de ellos. Véase la obra «Las luchas de los marxista-leninistas contra el maoísmo: el caballo de Troya del revisionismo» (2016).
Volviendo al artículo «Stalin y la Komintern» (2000), Bill Bland nos aseguró que existen «abundantes pruebas» para demostrar que:
«Desde finales de los años 20 y hasta principios de los 40, Stalin y los marxista-leninistas habían sido apartados del liderazgo activo en la IC por una coalición dominante de revisionistas encubiertos que más tarde revelarían que se consideraban abiertamente opositores del socialismo». (Alliance Marxist-Leninist; Nº36, 2000)
Sin embargo, esto está lejos de ser verdad y de nuevo es muy sencillo de desmontar.
Es imposible afirmar que Stalin y sus simpatizantes −Manuilski, Kuusinen, Piátnitski, Gottwald, entre otros−, no tuvieron nada que ver con las denominadas «políticas sectarias» durante el «tercer periodo» (1928-34) de la IC, cuando los comunistas hablaron de «socialfascismo» arbitrariamente y de «golpear en primer lugar a la socialdemocracia antes que el fascismo»; así como tampoco puede afirmarse que Stalin desconociera o no aprobase las calificadas «políticas liberales» de la época de los «frentes populares» (1935-43) en época de los Thorez, Togliatti, Ibárruri, Codovilla y compañía, marcadas en muchas ocasiones por «alianzas sin principios» y «concesiones oportunistas». Para atreverse a emitir tales despropósitos, uno debe de pasar por encima de la documentación de los archivos soviéticos −disponibles desde hace décadas en ruso y online, así como en diversas traducciones al inglés y castellano−. Esta demostró que, para bien o para mal, el jefe soviético no solo estaba al tanto de cada movimiento importante, sino que, tarde o temprano, acabó influyendo decisivamente en casi todos los eventos de su tiempo, incluyendo en los giros de línea política de la IC y sus secciones. Véanse las obras de la Yale University Press: «Dimitrov y Stalin, 1934-1943; Cartas de los archivos soviéticos». (2000) y «El diario de Dimitrov» (2003).
Ilustremos esto solo con breves ejemplos de ambos periodos; a) el del «tercer periodo» (1928-34) y b) el periodo del «frente popular» (1934-43), dejando para otros capítulos la exposición detallada de ambos y la disolución final de la IC.
a) En primer lugar, al igual que ocurrió en las instituciones soviéticas de historia, militar, biología, filosofía, economía o arte, con el dominio o influencia momentánea de personajes excéntricos como Bogdánov, Varga o Marr, lo mismo ocurrió con el funcionamiento de la IC: la lucha y el equilibrio de poder fue mucho más compleja de lo que se suele creer a priori. La autoría y responsabilidades −tanto positivas como negativas− de la línea del «tercer período» (1928-34), incluso también de los cuatro primeros congresos de 1919, 1920, 1921 y 1922, no se basaron siempre en análisis e iniciativas esgrimidas únicamente por Lenin y sus partidarios, sino también por aquellas fracciones o personalidades que se encontraban en constante pugna por el liderazgo y que a la postre acabaron derrotadas. En la difusión de ideas como la de que «las situaciones directamente revolucionarias» en Europa eran «posibles e incluso probables, incluso sin guerra y que en caso de guerra son absolutamente inevitables», la errónea caracterización del fascismo como un «fenómeno pequeño burgués» y el pensamiento de que este era un fenómeno pasajero, etcétera… los viejos y nuevos opositores, como Trotski, Rádek, Zinoviev, Humberto-Droz, Bujarin y compañía, tuvieron bastante peso a la hora de crear o matizar estas propuestas. No por casualidad, hasta la derrota de la «oposición de izquierda» y la «oposición de derecha» en el Partido Bolchevique, estos personajes ocuparon algunos de los cargos más importantes de la IC, por ende, hasta el momento en que fueron derrotados y expulsados− por su constante indisciplina a aceptar la opinión de la mayoría−, influenciaron decisivamente en la toma de sus decisiones. Véase la obra de Jane Degras «La Internacional Comunista: 1919-1943: Documentos» (1971).
Curiosamente, en la mayoría de la historiografía burguesa se omitió todo esto: simplemente se adjudicó todo lo que ocurrió en este periodo a la responsabilidad del «stalinismo» −debido a que fue la corriente que terminó triunfo e imponiéndose−, sin averiguar si los «stalinistas» apoyaron, en qué medida y durante cuánto tiempo, dichas políticas. Esto no excluye que hace años que existan estudios disponibles que desmienten esto y exponen las coincidencias y divergencias de Stalin con sus oponentes, tanto en el periodo de colaboración como de ruptura y anatema. Véase la obra de Nicholas N. Kozlov y Eric D. Weitz «Reflexiones sobre los orígenes del «tercer período»: Bujarin, el Internacional Comunista y la economía política de la Alemania de Weimar» (1989).
Mientras que en 1926 Stalin se quejó amargado en privado ante Mólotov sobre la creencia de Zinoviev y Trotski en torno a los siguientes puntos:
«1) La estabilización está terminando o ha terminado; 2) Estamos entrando o hemos entrado en una fase de explosiones revolucionarias; 3) la táctica de acumular fuerzas y trabajar en los sindicatos reaccionarios está perdiendo viabilidad y quedando relegada a un papel secundario; 4) la táctica de un frente único ha caducado; 5) debemos construir nuestros propios sindicatos. (…) [Todo esto] condena nuestros partidos comunistas al sectarismo». (Carta de Stalin a Mólotov, 3 de julio de 1926)
En el caso de Bujarin, Stalin escribió a Mólotov el 23 de agosto de 1929 que este «se ha deslizado hacia el pantano del oportunismo y ahora debe recurrir a los chismes, la falsificación y el chantaje: no le quedan más argumentos», ya que «si sus desacuerdos con el actual Comité Central se explican en términos de la «personalidad» de Stalin, entonces ¿cómo se explican sus desacuerdos con el Comité Central cuando Lenin vivía? ¿Pero por qué elogia tanto a Lenin ahora, después de su muerte? ¿No es por la misma razón que todos los renegados como Trotsky elogian a Lenin −¡después de su muerte!−?». En cuanto a las resoluciones de la IC contra él y su bloque consideró que «no estaban mal» pero que vinieron «tarde». Véase la obra editada por Oleg Khlevniuk: «Cartas de Stalin a Mólotov, 1925-1936» (1995).
Evidentemente, no era la primera vez que Stalin divergió con todos estos:
«Varga, Zinoviev y Trotski, reconocieron solo las posibilidades más limitadas de revivir el capitalismo después de los trastornos de la Primera Guerra Mundial. Los tres identificaban como mucho una expansión temporal y parcial del nivel de la producción capitalista, pero uno logrado a expensas del proletariado. Los tres negaban la posibilidad de que el capitalismo pudiera avanzar hacia un alto nivel de productividad basado en innovaciones tecnológicas. Los adjetivos «decadente» y «moribundo» para el capitalismo −misma terminología que usaba Lenin sobre el imperialismo− inundó sus escritos y discursos, y transmitió la sensación de un colapso unilineal. (…) En el Vº Congreso [de la IC en 1924] −bajo Zinoviev− y en el VIIº Pleno −bajo Bujarin−, y en los congresos del Partido Comunista de Rusia a finales de la década de 1920, en los cuales Bujarin jugó un papel dirigente. En efecto, fue Bujarin quien en el XVº Congreso del Partido [Bolchevique en 1927] recurrió a la terminología catastrofista generalmente asociada a la Internacional Comunista (IC) bajo Stalin. Bujarin describió que las contradicciones de la estabilización «estaban conduciendo inevitablemente a la catástrofe»… una «segunda ronda de la guerra». Stalin habló del fin de la estabilización, pero añadió que Europa estaba en las «vísperas» de un «período» caracterizado por una nueva «ola revolucionaria». Las tareas inmediatas que Stalin propuso al forum fueron bastante modestas: «desarrollar los Partidos Comunistas…; fortalecer los sindicatos revolucionarios y el frente único proletario…; mantener relaciones pacíficas con los países capitalistas…» Bujarin, por el contrario, defendió no solo que el frente unido debía ser fortalecido, sino que «se había convertido en una necesidad para realizar un cambio de dirección … hacia una lucha más intensiva contra los líderes socialdemócratas». (Nicholas N. Kozlov y Eric D. Weitz; Reflexiones sobre los orígenes del «tercer período»: Bujarin, el Internacional Comunista y la economía política de la Alemania de Weimar, 1989)
Sin embargo, una vez matizado esto, que es importante: el resto de las pruebas apuntan en el sentido contrario al que dictaminó el señor Bland sobre la presunta «ausencia de responsabilidad de Stalin en la línea política de la IC», especialmente una vez derrotados el trotskismo en 1927 y el bujarinismo en 1929. Sin ir más lejos, el creciente interés del estadista soviético y su influencia determinante en los asuntos de la sección alemana durante los años 30, capitaneada en ese entonces por Ernst Thälmann, es algo fácilmente palpable tanto en los documentos oficiales como en los no oficiales. En el caso concreto de este paradigma, Stalin participó en la elaboración de la línea política del Partido Comunista Alemán (PCA), tanto para corregir algunas de las desviaciones más graves como para promover otras. Esta corresponsabilidad entre Stalin y Thälmann, así como toda la plana mayor del PCA debe subrayarse, especialmente −y he aquí lo importante− cuando la historiografía soviética intentó eludirlo posteriormente −como ocurrió en la «Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la URSS» (1938) y similares−. De cualquier modo, hoy existe toda una serie de cartas, discusiones y resoluciones que certifican el contacto constante de Stalin con los protagonistas, siendo decisiva su intervención en las resoluciones de la IC sobre la cuestión alemana o aconsejando directamente a los líderes alemanes sobre esto o aquello. No nos extenderemos sobre esto porque ya lo abordamos en otra ocasión. Véase el capítulo: «Quien adopta el mito de Thälmann está destinado a terminar igual» (2017).
b) En segundo lugar, otra mentira clásica de Bill Bland y sus acólitos fue que insistieron una y otra vez en que Stalin se opuso al VIIº Congreso de la IC (1935), porque, según ellos, se oponía al «giro dimitrovista» y al «oportunismo de derecha» que al poco tiempo empezó a inundar los partidos comunistas.
Y de nuevo, ¿qué nos ofrece la documentación actualizada? Esta mentira se refuta fácilmente consultando la obra de Georgi Dimitrov y su «Carta a Stalin» (1 de julio de 1934), así como en su «Carta a Stalin» (6 de octubre de 1934), hoy disponibles en varias recopilaciones. En ellas, Dimitrov informó al propio Stalin sobre el estado de descomposición, rutina y burocratismo que observó entre las instituciones de la IC y algunos de sus más famosos líderes, así como ciertas teorías políticas sobre sindicalismo, peligro de guerra, actitud respecto a la democracia burguesa, la socialdemocracia, el frente único, los líderes políticos rivales y demás cuestiones que Dimitrov pensó que debían cambiarse o matizarse.
Veamos rápidamente un ejemplo de la completa unión de intereses entre Dimitrov y Stalin en aquella época:
«Estoy completamente de acuerdo contigo con respecto a la revisión de los métodos de trabajo en los órganos de la IC, su reorganización y el cambio en su composición. (…) Ahora la cuestión es concretizar las ideas [resumidas] en tu carta». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Carta a Georgi Dimitrov, 25 de octubre de 1934)
Este texto y otros serían la base para las discusiones para el VIIº Congreso de la IC, que comenzaron a finales de 1934 y acabaron en agosto de 1935. De hecho, Stalin comentó en privado a Mólotov que vio con buenos ojos los resultados del VIIº Congreso de la IC (1935), así como propuso crear una nueva secretaría donde Dimitrov tendría el máximo cargo de dicha institución. ¡Pero suponemos que el señor Bland se olvidó comentar tal «minucia»! Véase la obra editada por Oleg Khlevniuk: «Cartas de Stalin a Mólotov, 1925-1936» (1995).
Pongamos solo un último ejemplo para aclarar estos mitos:
«El Congreso de la Internacional Comunista no estuvo tan mal. Será aún más interesante después de los informes de Dimitrov y Ercoli [Palmiro Togliatti]. Los delegados causaron una buena impresión. Las propuestas de resolución salieron bastante bien. Creo que ahora es el momento de crear dentro de la Internacional Comunista la oficina del primer secretario, Manuilski y otros −entre los extranjeros− pueden ser puestos como secretarios en la Secretaría del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Carta a Mólotov, 5 de agosto de 1935)
Esta sola cita basta para refutar todas las especulaciones clásicas que personajes como Bill Bland y no otros pocos han soltado sobre el funcionamiento de la IC durante décadas:
Por un lado, disipa aquella idea de que «no hay evidencias de que Stalin apoyase a Dimitrov en sus ideas de remodelar la línea de la IC en 1934», especulación que el señor Bland además conectó con su fantasmagórica idea de que Dimitrov fue un agente nazi en las filas comunistas, como afirmó en su bochornoso artículo titulado «Georgi Dimitrov y el Partido Comunista Búlgaro» (Alliance Marxist-Leninist; Nº12, 1995) o como repitió en su intercambio epistolar con el revisionista hindú Vijay Sigh (Alliance Marxist-Leninist; junio de 2002).
Por el otro, esta cita desmiente ya de paso la idea de que «Stalin se opuso a los jefes de la IC que desarrollaron teorías equivocadas o que habían ejercido una mala praxis durante el tercer periodo (1928-34)», ya que, como observamos, recomendó que Piátnitski como Manuilski, dos de los máximos representantes de la línea anterior, especialmente en lo sindical y caracterización del fascismo, entre otros temas, volvieran a asumir puestos clave. Es más, según los registros conocidos, Stalin, al igual que Krúpskaya, inicialmente intervino en favor del proceso de Piátnitski, cuando este denunció en 1937 el sin sentido de los métodos abusivos del NKVD de Yezhov hacia cuadros probados. Sin embargo, esto no le salvó de ser arrestado y fusilado en 1938 en base a testimonios que le implicaron en una trama de conspiración, algo cuanto menos poco creíble, dado su historial y acciones públicas. Empero, esto lo analizaremos en otro capítulo sobre las purgas. Véase la obra de J. Arch Getty y Roberta T. Manning: «Terror stalinista: nuevas perspectivas» (1993).
Ergo, para entender las hazañas o las equivocaciones cometidas por los respectivos partidos comunistas de ese «periodo stalinista», así como de sus representantes, hemos de basarnos en la línea aprobada en cada momento por la IC, en quienes participaron en ella y conociendo sus resultados. Una línea política que, por supuesto, Stalin secundó personalmente, como bien muestran las actas y sus intervenciones registradas, pues formó parte del Comité Ejecutivo de la misma organización, siendo un miembro permanente en las reuniones sobre España, Francia, Inglaterra, China u otros países. Véase la obra de William J. Chase: «¿Enemigos a las puertas? La Comintern y las represiones stalinistas, 1934-1939» (2001).
Esto no varió después de la disolución de la IC (1943), y ya lo comprobamos cuando en su día abordamos fenómenos como el «Giro de Salerno» (1944) en Italia, el «Camino británico al socialismo» (1951) en Inglaterra, o algunas tesis sobre la coexistencia pacífica del «Informe principal al XIXº Congreso del PCUS» de (1952). Para que el lector entienda la catadura moral de Bill Bland, si bien criticó estos proyectos con toda razón, negó la implicación de Stalin en los mismos, aunque ya se habían demostrado sobradamente su participación e incluso coautoría. De hecho, varios autores revisionistas tanto históricos como contemporáneos, como el español Santiago Carrillo o el hindú Vijay Sigh, se valieron de tales documentos para justificar las desviaciones parlamentaristas históricas en sus respectivos países mencionado estos precedentes. En el primer caso, existen entrevistas y cartas que certifican la unión de intereses entre Togliatti y Stalin en moderar la línea italiana; en el segundo caso, existen cartas entre Pollitt y Stalin donde este último felicita o corrige al primero sobre el programa británico; y en el último caso, Stalin leyó y corrigió el informe que finalmente presentó Malenkov. Véase el capítulo: «La responsabilidad del PCA en el ascenso del peronismo» (2021).
En resumidas cuentas, lejos de hacer responsable a Stalin de sus propios méritos y deméritos, de su agudeza o su miopía política, el señor Bland simplemente dedicó toda una vida a exonerar por anticipado a Stalin de todo lo que él pudo considerar como «errores», «desviaciones» o «malas valoraciones». Achacó el resultado de esto a otras figuras coetáneas de la época, más allá de que el propio Stalin los secundase en muchas de sus decisiones o incluso la iniciativa partiese desde él. ¿Cómo pudo actuar de esa forma a la hora de analizar la historia soviética? Esta forma de proceder se explica mejor cuando uno observa que el señor Bland pasó ciegamente por ciertos fenómenos clave. Por ejemplo, jamás estudió la irrupción en los años 30 de un creciente nacionalismo ruso en la propia URSS, la rehabilitación de la política exterior zarista, la reintroducción de la segregación sexual en la educación, los debates, méritos y carencias de la filosofía soviética, el endurecimiento del aborto o el descontrol de los servicios de seguridad y sus graves estragos.
Nosotros, por nuestra parte, no nos andaremos con remilgos y falsas modestias −actitudes de la sociedad actual que detestamos y consideramos como una herencia del cínico modelo cortesano de la antigua aristocracia−, sino que afirmamos con rotunda contundencia que ya hemos realizado varias de tales evaluaciones que andaban pendientes. Ahora será el lector −tanto simpatizante como detractor− el que tendrá que juzgar por sí mismo su transcendencia o no, cosa que para nosotros está fuera de toda duda, pero desde luego, nadie puede acusarnos de que eludimos esa famosa «responsabilidad» de la que todos hablan, pero que como venimos comprobando, ¡ninguno se hace cargo! Véanse los capítulos:
Véanse los capítulos:
a) «¿Qué errores históricos debemos evitar en la cuestión educativa?» (2021);
b) «El giro nacionalista en la evaluación soviética de las figuras históricas» (2021);
c) «Los polémicos debates entre los historiadores soviéticos sobre los orígenes del pueblo ruso» (2021) y;
d) «Las terribles consecuencias de rehabilitar la política exterior zarista en el campo histórico soviético» (2021);
Dicho de otro modo, como ya afirmamos en nuestro capítulo anterior respecto a la metodología del historiador, si este, sea un académico o un aficionado, no se toma su tiempo para abordar −con la debida escrupulosidad− los puntos clave de su tema, si tan solo se conforma con realizar aventuradas hipótesis sin sustento, estará más cerca siempre de ser un charlatán más que un hombre de ciencia. Su raquítica labor constará de emitir obviedades, medias verdades, supuestos no comprobados, etcétera, y su guion, sea más o menos ingenioso o entretenido, continuará constando igualmente de un corpus de carácter no serio, no científico. Esto último es fácil de comprender, ya que, al no dedicar tiempo a las pertinentes labores de selección de la información y análisis de la misma no puede haber un estudio serio, en este caso, sobre la regresión del sistema soviético. Por ende, su discurso, sea en este tema o en cualquier otro, siempre constará de un vacío de contenido terrible y será incompatible como para producir explicaciones convincentes sobre los interrogantes más importantes. Véase el capítulo: «Unas notas sobre el historiador, su rol y sus métodos» (2023).
Los «stalinistas españoles» del PCE (m-l) y su ociosidad respecto al estudio del tema Stalin
«Me ha importado menos «dar a conocer» los hechos que ayudar a comprender su mecanismo. El mayor pecado que se puede cometer es juzgar sin haber comprendido». (Pierre Vilar; La guerra civil española, 1986)
Si algo caracterizó a Marx o Engels es que pocas veces temieron la confrontación ideológica y la rectificación en base a las evidencias disponibles, ya que reconocer una falencia en el trabajo, lejos de ser algo negativo, siempre ha de ser bienvenido para mejorar el rendimiento personal y colectivo. En cuanto a los fenómenos históricos, a la hora de analizar victorias y sobre todo derrotas, también observamos cómo los Mehring o Labriola declararon en multitud de ocasiones que muchos eventos poco claros, que en aquellos momentos aún no estaban claros, quizás lo estarían en un futuro donde hubiera mayores medios e información para los investigadores. En resumidas cuentas, la herramienta analítica del marxismo, el materialismo histórico, siempre ha exigido, pues, una crítica demoledora de sus enemigos, algo indiscutible, pero también una mayor exigencia si cabe a la hora de analizar sus propios movimientos y experiencias. De otro modo, no sería una doctrina científica, sino otra ideología más del montón, otra comunidad de fieles −en el sentido más teológico del término−. En este sentido, dejando el ego a un lado, hemos de estimular «que el alumno supere al maestro», o al menos así se intente:
«Podemos afirmar sin temor a equivocarnos, que sospechoso es aquel que no sabe ver accidentes, equivocaciones y malas decisiones en la historia de sus referentes, pues estamos ante un ignorante o un exaltado. Es deber de los revolucionarios de cada país, como mínimo, hacer una evaluación crítica de sus experiencias más próximas para no repetir los mismos tropiezos. ¿Debemos repetir los discursos del «hegelianismo de izquierda» de Marx y Engels sobre los pueblos sin historia y demás epítetos que ellos mismos acabaron corrigiendo? ¿No fue Lenin quien se autocrítico por promulgar el boicot al parlamentarismo cuando no se daban las condiciones, no fue él quien teorizó un tránsito pacífico al socialismo en 1917 cuando reconocería poco después que en aquel momento era imposible? ¿No fueron Lenin y Stalin quienes reconocieron haberse equivocado sobre la utilidad de la federación administrativa para resolver la cuestión nacional y acercar a los pueblos? ¿No reconoció Dimitrov haberse dado cuenta tarde de la transcendencia y superioridad de los «bolcheviques» rusos en comparación con los «socialistas intransigentes» búlgaros? ¿No fue el propio Hoxha quien reconoció no haber estado lo suficientemente rápido en detectar el carácter nocivo del titoísmo, de hacerle concesiones posteriores, pese a ser conocido como uno de sus más firmes opositores, misma historia que ocurrió con el jruschovismo y el maoísmo? Como se ve, todas las figuras magnas del marxismo-leninismo cometieron patinazos de mucho calado, en muchas ocasiones ellos mismos fueron capaces de detectar sus deficiencias y actuar en consecuencia, en otros casos, es tarea de sus sucesores tratar de prestar atención a sus limitaciones sin que ello signifique hacer de menos su gran obra». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos y propósitos, 2025)
No sería equivocado asegurar que hoy casi toda la «izquierda radical» se reclama «prosoviética» de una forma u otra. Unos reivindican los años de Lenin, otros los de Lenin y Stalin, mientras lo más oportunistas llegan a realizar una apología de la era de Jruschov, Brézhnev, algunos hasta incluyen a Gorbachov. El caso es que todos parlotean sobre la «ineludible necesidad del estudio sobre la URSS y las causas de su caída». ¿Y bien? ¿Qué han hecho para alumbrar al público? ¿Qué han hecho para cumplir su responsabilidad histórica? Especialmente le preguntamos esto a aquellas organizaciones que ya se presentan como el «ariete ideológico del pueblo», la «vanguardia teórica y guía». ¿Qué nos han ofrecido hasta hoy? Pues poco o nada. Por eso, cuando el público honesto −o deshonesto− les cuestiona, no pueden hacer más que balbucear frases hechas. Así ocurre cuando el típico joven que recién se empieza a interesar en la historia soviética o en los principios del marxismo-leninismo les espeta: «Aun no acabo de entender una cosa, ¿por qué les fue tan fácil a los jruschovistas llevar a cabo la restauración del capitalismo tras Stalin?». En ese momento solo saben escapar a tan incómoda confesión con explicaciones burguesas sobre el discurrir de la historia, guiones sobre «buenos» y «malos», «incorruptibles líderes en minoría» contra «elementos infiltradores, agentes y saboteadores del imperialismo», relatos donde pareciera que el pueblo, la masa, era inerte ante tales disputas. En todo caso, aceptemos tal premisa, tal visión de cómo fueron las cosas. Habría que volver a preguntar entonces, ¿qué tan buena era la salud de ese gobierno revolucionario que anidaba en la URSS para que, en 1953, su pueblo se quedase mirando mientras unos traidores desvalijaban, uno a uno, los principios que aún conservaba? Es más, ¿cómo lo habrían hecho los bolcheviques para acabar sembrando la indiferencia y la pasividad en un pueblo que asistió como espectador al desguace de su futuro? Véase el capítulo: «¿Por qué cayeron los regímenes marxistas del siglo XX?» (2021).
En el año 1979, coincidiendo con el natalicio de Stalin, el Partido Comunista de España (marxista-leninista) dedicó una biografía −o debería decirse más bien hagiografía− sobre Stalin, donde no se señalaba ni una sola equivocación del líder soviético, algo que sorprendería a cualquiera, dado su prolongado mandato al frente del Partido Bolchevique desde 1924 a 1953, y su influencia directa de sus directrices en el movimiento internacional. En el IVº Congreso del PCE (m-l) celebrado en 1984, refiriéndose a las desviaciones en la «era stalinista» de ciertos partidos −como el francés o italiano−, solo se llegó a esbozar que:
«Aquella actitud de los dirigentes comunistas de estos países era ya, quizá inconscientemente, revisionista. (…) Esto nos lleva de nuevo a la necesidad de buscar las raíces del revisionismo hasta sus últimas consecuencias y no contentarnos con la formulación simplista de «a raíz de la muerte de Stalin surgió el revisionismo». (Partido Comunista de España (marxista-leninista); Documentos del IVº Congreso del PCE (m-l), 1984)
Esta noble y ambiciosa intención no era un estéril ejercicio de «escolástica histórica», sino que resultaba clave para el porvenir de la línea política por razones obvias: se trataba de aprender de la historia, de no tropezar dos veces con la misma piedra. ¿Y bien? ¿En qué quedó este proyecto de estudio histórico? En verdad, el PCE (m-l) jamás emprendió tal análisis sobre las fuentes del descarrilamiento ideológico de los partidos tradicionales del comunismo, solo se acercó a intuir y denunciar las actitudes más escandalosas, y siempre sacando de la ecuación a Stalin como posible responsable. En este sentido, uno no puede aceptar los supuestos sobre «el abandono progresivo de los principios», la «relajación ideológica», la «creación de una casta de privilegiados», la «grave pérdida de cuadros en la Segunda Guerra Mundial», etcétera. Unos argumentos que, si bien son válidos, sus creadores ni siquiera se molestan en demostrar ni explicar con detalle hasta qué punto fueron claves en el resultado final, obligando, por tanto, al lector a un ejercicio de fe.
Entiéndase que mientras los renegados y revisionistas de la época, como Ibárruri, Carrillo o Líster, escribían sus memorias ofreciendo una visión manipulada de la Internacional Comunista (1919-43), la Kominform (1947-56) y decoraban su propia actuación durante los años del «stalinismo», los principales dirigentes de estos nuevos partidos marxista-leninistas no emprendieron el duro pero necesario trabajo de recopilar documentos, testimonios y reconstruir, criticar y poner en su sitio a cada uno. ¿Cuál fue la consecuencia? En resumidas cuentas, la mayoría de las «defensas de Stalin» y el «stalinismo» que se emprendieron durante este periodo, como puede verse en los escritos de Elena Ódena, reproducían este esquema que arrastraba notables limitaciones. Eran una apología a medio camino entre la comprensión real y la devoción meramente sentimental: se defendían prodigios y méritos obvios de la trayectoria de Stalin, pero se eludía indagar y poner sobre la mesa las debilidades, las cuales son inherentes a todo proceso −incluso en el más exitoso, como fue el caso del camino recorrido por los bolcheviques−. En aquellos tiempos, defender el legado del «stalinismo» era un impulso natural de todo aquel que había visto los «frutos» podridos de la «desestalinización», sin embargo, a falta de conocimientos palpables, se pasaba a embellecer el pasado, a suponer −con apriorismos− que todo lo anterior era un todo armonioso, un cúmulo de virtudes, en resumen, la idealización de sus admirados ancestros. Véase la obra: «Ensayo sobre el auge y caída del Partido Comunista de España (marxista-leninista)» (2020).
Esta concepción triunfalista no resistió un hecho que sobresalía por encima del resto: si la propia URSS ya no estaba en manos de los «stalinistas» era porque el sistema no era tan «sólido» y «monolítico» como se había hecho creer desde la propia propaganda, por lo tanto, dejando a un lado los innegables triunfos y méritos del proceso anterior, el deber de sus sucesores era intentar averiguar qué había ocurrido −sin poner cortapisas y cayese el mito que cayese en el proceso de autoexaminación−. Si el PCE (m-l) hubiera cumplido su promesa de realizar la pertinente investigación, tarde o temprano hubiera llegado a la conclusión de que aberraciones ideológicas como el «eurocomunismo», el «jruschovismo» y tantas otras no eran sino la recuperación de las «desviaciones» que pulularon libremente en décadas anteriores, algunas de ellas incluso con la aprobación del sello de Moscú −como demostraron los archivos soviéticos y los testimonios directos−. Esta ociosidad de los dirigentes del PCE (m-l) solo pudo indicar tres cosas: a) o bien una absoluta despreocupación al estudio de la cuestión soviética; b) o una incapacidad analítica fruto de una carencia de formación ideológica; c) o, incluso peor, una cobardía para exponer lo que se supo que podía causar incomprensión o rechazo.
Si avanzamos al año 1996 no encontramos nada diferente. En un claro ejercicio infinito de charlatanería, Raúl Marco en su artículo «Pereza ideológica» siguió declarando su evidente incapacidad para analizar la regresión en el sistema soviético. Doce años después solo pudiendo balbucear los mismos clichés que en 1984:
«Hubo una degeneración que creó un burocratismo fatal que acabó con la URSS. Mas sostenemos que si hubo degeneración, que si dieron respuestas erróneas, equivocadas, las preguntas eran y siguen siendo correctas. Esas preguntas, esos planteamientos correctos, necesitan respuestas que solo los comunistas podemos dar. (…) Deberemos ver en qué nos equivocamos». (Unidad ideológica; Nº2, 1996)
En su artículo «El camino hacia el abismo revisionista: Notas sobre la experiencia histórica de la Unión Soviética» (2020), −«notas» desde luego muy breves, ya que su artículo no ocupa más de 1 página y media en su periódico (sic)−, más de dos décadas después desde 1996, sus jefes nos prometen por fin que, ahora sí, ¡hay que dar respuesta a las incógnitas sobre la desaparición de la URSS!:
«Llegados a este punto, debemos preguntarnos sobre las causas que provocaron la degeneración del partido bolchevique y, más allá de la experiencia soviética, lo ocurrido en el resto de los partidos comunistas. La respuesta es enormemente compleja y lo que aquí apuntamos son algunas observaciones que deben ser estudiadas y analizadas en profundidad». (Octubre Nº140, diciembre 2020)
Si el viejo PCE (m-l) de 1964-92 prometió varios estudios sobre la Internacional Comunista (IC) y las causas de la degeneración de los partidos comunistas tradicionales, como se insistió por ejemplo en el IVº Congreso (1984), parece que este nuevo PCE (m-l) refundado en el 2006 todavía necesita «un poquito más de tiempo» para ofrecernos tal esperado análisis. ¿Qué podemos contestar a eso? Escribir bonito, tener una idea brillante o saber investigar una cosa son cualidades que todos podemos tener en mayor o menor medida, pero hay otras más difíciles de conseguir: fluidez en la escritura, capacidad argumentativa, dotar de una estructura coherente al texto o puntualidad en las entregas. Evidentemente, Karl Marx tuvo muchas de las cualidades mencionadas, por eso fue brillante, pero desde luego no logró adquirir la última, y algunos −como los redactores de «Octubre» y Cía.− en sus torpes intentos de aproximación al «marxismo» lo único que adoptan del originario de Tréveris es la tardanza en las entregas, solo que en sus casos hablamos no de documentos a medio acabar, sino abstractos, que nunca llegan a materializarse, ni siquiera en borradores.
En cualquier caso, hace largo tiempo que hemos dejado de tener cualquier expectativa sobre los «aportes teóricos» que nos fuesen a brindar los fósiles intelectuales del PCE (m-l), pues los miniartículos publicados en su medio «Octubre» −¡con una asombrosa publicación de 10 números en todo 2024 con una media de 8 páginas! (sic)− son tan ambiciosamente pobres en extensión y tan mediocres en cuanto a su contenido, que nada se puede esperar rescatar de ahí. A pesar de asegurar a sus lectores que ellos analizan los grandes eventos de la historia desde los filtros del llamado «materialismo histórico», en realidad, todo su discurso se reduce a meras descripciones de los hechos, presentando a las figuras involucradas y sus roles prefabricados, narrando al lector datos y conexiones ya de sobra conocidas por todos. En estos pequeños escritos incurren en aquello que Lenin o Zhdánov calificaron en Struve y Aleksándrov como «objetivismo burgués», es decir, aquella tendencia que se limita a reproducir el relato hegemónico y reproducir clichés, pero sin poner nada en tela de juicio y sin aportar ninguna novedad que sirva para arrojar algo de luz. Este proceder es completamente opuesto a nuestra doctrina, puesto que nos es inútil si lo que buscamos es extraer de cada suceso sus lecciones pertinentes en aras de perfeccionar y fortalecernos ideológicamente para actuar en consecuencia. No por casualidad esta forma de raciocinio tan primitiva, más basada en la memorística y respeto a la autoridad que otra cosa, ha sido el cariz predominante en el sistema educativo contemporáneo, cuyo fin no fue otro que reducir hasta la mínima expresión todo espíritu crítico en el individuo. No olvidemos que en la cuestión educativa el PCE (m-l) no sobrepasó este modo de pensamiento limitado, motivo por el cual hoy día a través de Carlos Hermida incurrió en propuestas liberales cuanto menos ridículas como que en las aulas se pueda explicar a «Platón y Kant y Marx» o «eliminar trámites burocráticos» que no vulneran las bases del poder educativo burgués. Véase el capítulo «La cuestión educativa y el liberalismo de la «izquierda» (2021).
Rabochy Put y su idealización del periodo stalinista
En Rusia, los «stalinistas» de Rabochy Put, lanzaron al mundo su evaluación de la figura en cuestión. Atentos porque no tiene desperdicio:
«Stalin fue un bolchevique, 100% marxista-leninista, un materialista-dialéctico impecable». (Rabochy Put; Acerca de los volúmenes adicionales de las obras de Stalin. Respuesta a los Khlebnikovitas indignados, 2015)
En pleno siglo XXI volvemos al dogma religioso de la «infalibilidad papal»; ¡Stalin fue «impecable»! Pues debió de ser el único ser humano que en su desempeño político no erró nunca, ¡ni siquiera, aunque él en sus comentarios públicos y privados así lo reconociese! Sin embargo, el propio Stalin, en el prólogo a la reedición de 1946 de su obra «Brevemente sobre las discrepancias en el partido» (1905), reconoció haber caído en el espontaneísmo durante aquellos años, dado que, según él, todavía el partido no estaba muy familiarizado con los preceptos que luego Lenin hizo dominantes. Él mismo confesó que sus primeros escritos políticos eran los de un marxista no completamente formado, con deficiencias en la comprensión de elementos clave tales como las condiciones para la victoria de la revolución. Bien, roto este mito sobre el «implacable» actuar del dirigente georgiano, ¿se pueden descartar más fallos suyos? Evidentemente que no.
El ejercicio de idealismo filosófico de los señores de Rabochy Put no acaba aquí, pues consideran que las cifras de los mandos soviéticos o sus dirigentes siempre fueron correctas. ¿Y qué se presenta para aseverar tal arriesgada afirmación? Fácil, dado que:
«Uno de los principios estrictamente observados por los bolcheviques era el principio de no mentir nunca a la clase obrera, para no perder su confianza, en todo y siempre para decirle a los trabajadores la verdad, no importa lo que fuese». (Rabochy Put; Acerca de los volúmenes adicionales de las obras de Stalin. Respuesta a los Khlebnikovites indignados, 2015)
¡Claro! Como esto era el «principio bolchevique», se da por hecho que se cumplió, ¡y Rabochy Put se permite dar lecciones al resto de «rigurosidad científica»! Por lo visto, los jefes bolcheviques a nivel nacional, regional y local, no eran seres humanos que sienten y padecen, sometidos a un tiempo-espacio concreto; personas de carne y hueso determinadas por la educación recibida, su círculo social y las ideas de su tiempo; sometidos a una presión ideológica del cerco capitalista externo y la herencia de la vieja sociedad feudal-capitalista. Para nada. Por lo visto, eran «robots de la revolución» programados para ejecutar un plan perfecto, creados por la «Madre Revolución» que anida en alguna esquina de la infinidad del Universo. Estos simpáticos mecanicistas están a un paso de concluir que la contrarrevolución en la URSS aconteció cuando a estos «robots» se les acabó su batería o sufrieron un cortocircuito, ¡momento en que la «vigilancia impecable» se derrumbó y los revisionistas consiguieron lo que siempre desearon!
En cambio, Rabochy Put considera muy orgullosamente que sus artículos esgrimen un «análisis bajo la luz del bolchevismo», aunque no comprueben que ocurrió con esos acuerdos y resoluciones oficiales. Si anteriormente en el caso del señor Bland era una temeridad ir en contra de no uno sino varios documentos disponibles −y negarse a cotejarlos con otras pruebas documentales−, en el caso de los caballeros de Rabochy Put directamente incurren en el defecto diametralmente opuesto: una vez descubierto un documento no hace falta comprobar si en la práctica se cumplió dicho acuerdo o resolución. ¿Tiene sentido esto? Dejemos hablar a su ídolo:
«¿Quién, excepto los burócratas incurables, puede fiarse sólo de documentos escritos? ¿Quién, excepto los ratones de biblioteca, no comprende que a los partidos y a los líderes hay que comprobarlos, ante todo, por sus hechos, y no sólo por sus palabras?». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Sobre algunas cuestiones de la historia del bolchevismo, 1931)
Esta forma de pensar y operar de Rabochy Put, aunque sea deshonrosa para ellos, está muy por debajo del nivel metodológico que puede mostrar hoy cualquier académico experto en evaluación de textos. Un catedrático de paleografía y diplomática en la Universidad de Burgos, nos advertió:
«No nos podemos conformar con lo legislado. En todo caso, y siempre, es preciso comprobar si se cumplió o no lo prescrito». (José Antonio Fernández Flórez; La génesis documental: desde las pizarras visigodas y la Lex Romana Visigothorum al siglo X, 2013)
Al parecer estos señores no se enteraron de episodios muy paradigmáticos, como el de Eugeni Varga, quien, en 7 de abril de 1934, en presencia de Dimitrov, Mólotov y Stalin, ante una crisis llegó a preguntar al jefe bolchevique qué «números» deseaba, ante lo que Stalin respondió que «los números reales, por supuesto». El húngaro, francamente sorprendido, espetó su alegría por encontrar aún a «gente que amaba la verdad». Esto, seguramente, denotaba cuán acostumbrado estaba al fraude y a la decoración de las cifras ante sus superiores, y si esto era común en un «economista reputado» como él, imagínese el lector qué ocurriría con funcionarios menores y anónimos. Véase la obra de la Yale University Press: «El diario de Dimitrov» (2003). También puede contabilizarse el Caso Leningrado (1949), donde varios de los implicados, como Nikolái Voznesenski, intentaron adulterar los datos y previsiones del plan en vistas a contentar a la cúpula dirigente, algo que fue severamente penado una vez el Gosplán denunció la situación a las altas instancias. Véase la obra de Sigismund Sigismundovich Mironin «La orden de Stalin» (2007).
Sabemos que estos documentos no son convincentes para los señores de Rabochy Put, así que recurriremos una vez al propio Stalin, ya que al parecer es la única fuente de autoridad aceptable para ellos:
«Tuve el año pasado una conversación con uno de estos camaradas, un camarada muy estimable, pero un charlatán incorregible, capaz de ahogar con su verborrea cualquier obra viva. He aquí la conversación:
Yo: ¿Que tal va la siembra? El: ¿La siembra, Camarada Stalin? Nos hemos movilizado.
Yo: Bien, y ¿qué? El: Hemos planteado la cuestión de plano.
Yo: Bien, ¿y qué más?
El: Hay un viraje, Camarada Stalin, pronto se producirá un viraje.
Yo: Bueno, pero ¿que hay en realidad?
El: Se perfilan progresos. Yo: Bien, pero, ¿qué tal va la siembra?
El: Hasta ahora no hemos logrado hacer nada, Camarada Stalin.
He aquí la fisonomía del charlatán. Se han movilizado, han planteado la cuestión de plano, hay un viraje y progresos, pero la cosa no avanza. Exactamente así es como ha caracterizado hace un poco un obrero ucraniano el estado de una organización. Cuando se le pregunto si dicha organización se atenía a la línea, respondió: «¡Ah! ¿la línea?… la línea existe, naturalmente, solo que el trabajo no se ve». Por lo visto, esta organización tiene también sus charlatanes honrados. Y cuando se destituye a estos charlatanes, separándoles del trabajo de la dirección, se quedan atónitos, boquiabiertos: «¿Por qué nos destituyen?». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Sobre los defectos del trabajo del Partido y sobre las medidas para liquidar a los elementos trotskistas y demás elementos de doble cara, 1937)
La falta de lógica en el discurrir estas criaturas llegó al punto de que en su artículo «Sobre las represiones stalinistas» (2020), en vez de realizar un análisis frío y cabal sobre este delicado tema −que tanto daño hizo a la postre al sistema soviético y su confianza en él−, los autores de Rabochy Put solo pudieron alegar lo que tantos otros repitieron antes que ellos: que todo se trata de propaganda imperialista, que no hay nada que revisar ni que criticar porque «Stalin es más famoso que nunca en Rusia» (sic):
«A pesar de toda esta histeria masiva antisoviética y anticomunista, la actitud de los trabajadores de nuestro país hacia las represiones de los años 30 (…) es ambigua, cada vez más desconfiada del punto de vista oficial antiestalinista y cada vez más aprobando la política, llevada a cabo en esos años por el Comité Central del Partido Bolchevique. La autoridad de Stalin entre el pueblo está creciendo a un ritmo gigantesco, es tan alta que simplemente no hay nadie a quien poner al lado de esta figura histórica». (Rabochy Put; Sobre las represiones stalinistas, 2020)
Según ellos, las purgas se llevaron a cabo de forma ejemplar porque entre los países capitalistas aún se sigue escribiendo todo tipo de calumnias contra el comunismo soviético, mientras entre el pueblo ruso ha aumentado la popularidad de Stalin porque así lo muestran las «encuestas recientes». Ya el qué encuestas son esas o qué ideas puede tener el pueblo ruso al calificar positivamente el pasado soviético, son cuestiones que parecen no plantearse los redactores de Rabochy Put −recordemos que para muchos nacionalistas Stalin representa un periodo de gran expansión territorial para Rusia−.
Aun así, si les preguntásemos a estos caballeros ellos responderían que son profundamente «autocríticos» con el periodo soviético, ¿y de qué forma lo muestran? Por ejemplo, en cuanto a la doctrina militar. Algunos de estos elementos, siempre que pueden, sacan a relucir el famoso brindis de Stalin en el Kremlin frente a los comandantes del Ejército Rojo (24 de mayo de 1945). En este brevísimo discurso, efectivamente, el mandatario reconoció que:
«Nuestro Gobierno cometió no pocos errores, vivimos por momentos una situación desesperada en 1941-1942, cuando nuestro ejército se retiraba, abandonando nuestras propias aldeas y ciudades de Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, la región de Leningrado, la zona del Báltico y la República Karelo-finlandesa, abandonándolos porque no había otra salida». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Brindis por el pueblo ruso en una recepción en honor de los comandantes del Ejército Rojo ofrecida por el gobierno soviético en el Kremlin, 1945)
Si hasta el propio Stalin reconoció que existieron «no pocos errores», ¿cómo alguien simpatizante con dicha figura puede eludir el realizar el pertinente análisis sobre tales deficiencias si no es por fanatismo? Evidentemente, aquí, en un brindis, no era el momento de desarrollar dicha autocrítica de forma extensa. Pero, en el caso de nuestros «stalinistas» modernos, ¿qué reevaluación del periodo soviético tienen? ¿Qué tienen que aportar al tema, a qué errores creen que se refería Stalin o cuáles observan ellos, una vez consultada la documentación pertinente? ¿Quizás la doctrina militar soviética era mejorable en su teoría o aplicación? ¿Fallos en la logística, producción, despliegue, selección de cuadros o purgas injustificadas? ¡Nadie lo sabe! Por el contrario, realizan un ejercicio de culto al Ejército Rojo que causa vergüenza ajena.
Rabochy Put publicitó en su web un artículo de A. Yanovsky «Sobre las aproximaciones a una gran guerra» (2018), en el que se intentó vender que la teoría militar soviética llamada «Batalla profunda» destacó por «la preservación máxima de las preciosas vidas del pueblo soviético» (sic):
«Esta experiencia permitió aclarar la doctrina militar soviética: las principales tareas de defensa de la URSS deben llevarse a cabo con poco derramamiento de sangre por parte del propio ejército, con tasas ofensivas extremadamente altas, con una poderosa respuesta concentrada a los ataques enemigos y con la transferencia (o conducción) de hostilidades principalmente en su territorio. (…) La doctrina prescribía la preservación máxima de las preciosas vidas del pueblo soviético, el territorio y la riqueza nacional de la URSS de la destrucción». (A. Yanovsky; Sobre las aproximaciones a una gran guerra, 2018)
Si debemos de tomarnos estas afirmaciones en serio, entonces los señores de Rabochy Put y Cía., tendrían que explicarnos varias cuestiones. Si la doctrina militar soviética era tan eficiente y primaba la salvaguardia de las vidas de los soldados, ¿cómo es posible que entre 1941-45 el Ejército Rojo sufrió más del doble o triple de pérdidas −heridos o muertos− que la Wehrmacht? ¿Cómo fue posible que esto ocurriese tanto en las acciones en que el Ejército Rojo fue derrotado −como la Batalla de Kiev (1941)− como en las que triunfó −Operación Bagratión (1944)−? ¿Por qué esta sangría de bajas humanas sucedió inclusive en periodos del conflicto en que la derrota de la Alemania nazi era inminente, como la propia Batalla de Berlín (1945)?
Grover Furr y sus invenciones históricas sobre el pensamiento y las acciones de Stalin
«Beria y Stalin fueron los que lucharon por la reforma democrática y perdieron esa lucha. Tuvieron una oposición de la mayoría del Comité Central de esa época. (…) Hay un texto de Grover Furr que se llama «La lucha por la reforma democrática» que expresa muy bien lo que quería Stalin». (Roberto Vaquero; ¿Quién fue Stalin?, 2021)
Últimamente, existe un extraño embelesamiento hacia Grover Furr, un historiador estadounidense que afirmó haberse propuesto como tarea desmitificar las acusaciones y distorsiones contra Stalin y que es conocido por obras como «Stalin y la lucha por la reforma democrática» (2005) o «Jruschov mintió» (2011). Empero, aunque en ocasiones sí realiza tal labor, otras muchas veces lo que en realidad realiza es un bochornoso ejercicio de devoción absoluta. Y como el lector comprenderá, la falsificación de algunos de los aspectos clave de la trayectoria del periodo soviético, y de este personaje histórico en particular, termina convirtiéndose en un relato muy peligroso. Entiéndase que la mitificación o el seguidismo hacia las instituciones o figuras siempre suponen un estancamiento o un retroceso en el conocimiento, pero nunca un avance positivo y productivo. Este peculiar historiador se ha caracterizado por acometer todo tipo de especulaciones sin respaldo, cuando no directamente ha incurrido en invenciones flagrantes, todo, en aras de cuadrar lo que le hubiera gustado que hubiera hecho Stalin:
«El concepto de democracia que Stalin y sus seguidores en la dirección del Partido deseaban aplicar en la Unión Soviética incluía un cambio cualitativo en el papel del Partido bolchevique en el seno de la sociedad. (…) Lo que perseguían era sacar al Partido Comunista de la dirección directa de la Unión Soviética. (…) Parece ser que Stalin creyó que una vez apartado el Partido del control directo sobre la sociedad, su papel debiera quedar limitado a la agitación y a la propaganda, y a la participación en la selección de cuadros». (Grover Furr; Stalin y la lucha por la reforma democrática, 2005)
Esto que el señor Furr nos aseguró aquí, que Stalin mantenía o deseaba este modelo de partido y régimen, es una completa aberración para cualquiera que esté familiarizado un mínimo con la sovietología. Pero no debemos llevarnos a engaño, esto no es casual. Si uno observa cual ha sido su principal fuente de formación política, notará que el señor Furr rezuma maoísmo por los cuatro costados, por lo que se vale de sus «técnicas historiográficas» para decorar el pasado y engañar a incautos. Desde el inicio su pretensión es absurda, pues pretende vanamente mezclar agua y aceite, es decir, reunir en un eclecticismo imposible a Stalin y Mao. Para comenzar a desmontar esta sartenada de despropósitos y mirar a la historia de frente, rescataremos la reunión del Buró Político del Partido Bolchevique, celebrada en octubre de 1952, con la cual podremos saber cuál fue la posición del estadista soviético sobre el tema:
«Stalin: Sí, tuvimos el congreso de nuestro Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS). Funcionó muy bien, y muchos de vosotros podríais pensar que, entre nosotros, existe una armonía y unidad plenas. Pero no tenemos esta armonía y unidad de pensamiento. Algunos de vosotros incluso se oponen y no os gusta nuestra decisión.
Dicen, ¿por qué necesitamos ampliar el Comité Central (CC)? Pero, ¿no es evidente que necesitamos inyectar nueva sangre y nuevas fuerzas al CC del PCUS? Estamos envejeciendo y tarde o temprano moriremos, pero debemos pensar a manos de quién debemos dar esta antorcha de nuestra gran empresa, ¿quién la llevará adelante y alcanzará la meta del comunismo? Para esto necesitamos gente más joven con más energía, camaradas dedicados y líderes políticos. ¿Y qué significa criar a un líder político dedicado y devoto del Estado? Necesita diez, no, quince años para que podamos hablar de un líder estatal, capaz de continuar con esta antorcha.
Pero solo desear que esto suceda no es suficiente. Educar a tales nuevos cuadros requiere tiempo y participación en el gobierno cotidiano del Estado, aprender de los asuntos prácticos que abarcan toda la gama de planes de aparatos estatales y conceptos ideológicos que eleven a un nivel más alto la construcción de una sociedad socialista, así mismo los camaradas deben ser capaces de reconocer y luchar contra todo tipo de tendencias oportunistas. (…) ¿No es evidente que debemos elevar la importancia y el papel de nuestro partido y sus comités partidarios? ¿Podemos permitirnos no seguir el deseo de Lenin de mejorar el trabajo del partido constantemente?». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Discurso en el Buró Político del Partido Comunista de la Unión Soviética, 16 de octubre de 1952)
Estas últimas declaraciones, meses antes de fallecer, refutan de un plumazo las hipótesis del señor Furr: a) tanto aquella que viene a especular −sin prueba alguna− que Stalin pensó algo así como disolver el Partido Bolchevique y regirse solamente por los soviets −como un vulgar anarquista−; b) aquella que sostiene que Stalin consideró que el partido en la etapa del socialismo debía de ser solo un mero «orientador ideológico-cultural», pero no inmiscuirse ni en la economía ni en la política −justo como teorizaban en aquel entonces los titoístas−; c) como también aquella hipótesis que plantea que Stalin deseó la creación de otros partidos y un multipartidismo en el socialismo −teoría política al gusto de maoístas y trotskistas−. En fin, elucubraciones sin fundamentar.
Muy por el contrario, la máxima de Stalin siempre fue reforzar el papel del partido en todo aquel periodo que media del capitalismo al comunismo, algo que él mismo dejó constancia en sus obras oficiales y no oficiales. Esto no significa que no pusiera condicionantes, como que esto siempre debía de ir acompañado de una elevación del nivel ideológico, que los cargos dirigentes no podían permitirse el lujo de alejarse de las masas −como denunció amargamente en esta transcripción citada−. Es más, incluso si revisamos sus obras más conocidas, tampoco da lugar a duda. En 1936, en medio de los debates sobre el nuevo sistema legislativo soviético, planteó lo siguiente:
«Debo reconocer que el proyecto de la nueva Constitución deja efectivamente en vigor el régimen de la dictadura de la clase obrera y no cambia en nada la actual posición dirigente del Partido Comunista de la Unión Soviética. (Clamorosos aplausos)
Si los honorables críticos consideran esto un defecto del proyecto de Constitución, no podemos hacer más que lamentarlo. Los bolcheviques lo consideramos una virtud del proyecto de Constitución. (Clamorosos aplausos)
En cuanto a la libertad para los diferentes partidos políticos, nosotros mantenemos una opinión un tanto diferente. Un partido es una parte de una clase, su parte de vanguardia.
Varios partidos y, por consecuencia, la libertad de partidos, sólo pueden existir en una sociedad en la que existen clases antagónicas, cuyos intereses son hostiles e irreconciliables; en una sociedad donde, por ejemplo, hay capitalistas y obreros, terratenientes y campesinos, kulaks y campesinos pobres, etc. Pero en la Unión Soviética ya no hay clases como los capitalistas, los terratenientes, los kulaks, etc. En la Unión Soviética no hay más que dos clases: los obreros y los campesinos, cuyos intereses, lejos de ser hostiles, son, por el contrario, afines. Por lo tanto, en la Unión Soviética no hay base para la existencia de varios partidos y, por consiguiente, para la libertad de esos partidos. En la Unión Soviética sólo hay base para un solo partido: el partido comunista. En la Unión Soviética sólo puede existir un partido, el partido comunista, que defiende valientemente y con toda consecuencia los intereses de los obreros y los campesinos. Y que no defiende mal los intereses de estas clases es un hecho que no puede ponerse en duda». (Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, Stalin; Sobre el proyecto de Constitución de la Unión Soviética; Informe ante el VIIIº Congreso Extraordinario de los soviets de la Unión Soviética, 25 de noviembre de 1936)
En otra ocasión, durante 1948, preocupado por las formas organizativas de los revisionistas yugoslavos, encabezados en aquel entonces por Tito, tampoco dudó en comentar lo que sigue:
«Estamos preocupados por las condiciones presentes del Partido Comunista de Yugoslavia. Estamos asombrados por el hecho de que el Partido Comunista de Yugoslavia, el cual es el partido líder, no está aún completamente legalizado y todavía mantiene un status semilegal. Las decisiones de los órganos del partido nunca son publicados en la prensa, tampoco están los informes de las asambleas de partido. La democracia no es evidente dentro del propio Partido Comunista de Yugoslavia. El Partido Comunista de Yugoslavia, en su mayoría, no ha sido electo sino cooptado. La crítica y la autocrítica dentro no existe o apenas existe. Es característico el hecho de que el Secretario de Organización del Comité Central del partido es el Ministro de Seguridad del Estado. En otros términos, los cuadros del partido se someten de hecho a la vigilancia del Ministro de Seguridad del Estado. Según la teoría marxista, el partido debe controlar todos los órganos del Estado, incluido también el Ministerio de Seguridad del Estado, mientras que en Yugoslavia ocurre lo contrario, siendo el partido controlado de hecho por el Ministerio de Seguridad del Estado. Como se ve, esto explica que la iniciativa de las masas del partido en Yugoslavia no esté al nivel requerido. Se comprende que no podemos considerar marxista-leninista y bolchevique tal forma de organización del partido comunista. (…) Acorde con la teoría marxista-leninista el partido es considerado como la fuerza principal en el país, que tiene su programa específico y que no puede fundirse con las masas sin partido. En Yugoslavia por el contrario, el frente popular es considerado cabeza de fuerza principal y ahí una intención de disolver el partido dentro del frente». (Carta del Comité Central del Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética al Comité Central del Partido Comunista de Yugoslavia; Partido Comunista (bolchevique) de la Unión Soviética, 27 de marzo de 1948)
Grover Furr intentó hacer pasar a Stalin por lo que nunca fue. Es cuanto menos penoso que casi todos los autodenominados «marxista-leninistas» de la actualidad rindan pleitesía a un «historiador» de poca monta como Grover Furr, pero ya se sabe: «Quien no conoce a Dios, a cualquier santo le reza». Esto recuerda a lo que en su momento ocurrió con Ludo Martens, otro maoísta, que tuvo una curiosa forma de defender a Stalin, no solo desmontando mitos de la historiografía burguesa, sino creando él otros en los que distorsionó su pensamiento y acción. Este tipo de apologías acaban siendo tan incompletas o estériles como las que años después de la muerte de Stalin realizaron algunos excompañeros suyos, como ya analizamos en otras ocasiones. Véase el capítulo: «Sobre Mólotov» (2017).
Si las ideas de Furr tienen tan poco recorrido y son tan descaradas, ¿por qué se fabrican? Esto es, hasta cierto punto, muy normal: porque su producto tiene un mercado receptor muy evidente. Los hombres pusilánimes, como el señor Furr, siempre han necesitado de la construcción de referentes impecables para creer en su proyecto político. Esta técnica, basada, cómo no, en fabricar una imagen perfecta, semiheroica, barnizada, de su personaje fetiche, se convierte en una tradición institucionalizada en su labor histórica cotidiana. En este caso, Furr decidió que a Stalin se defiende a capa y espada, contra viento y marea, y casualmente uno no verá ni una sola crítica de peso del admirador hacia el sujeto admirado, solo halagos, componendas y justificaciones haga lo que haga, incluso aunque a veces mantenga lo opuesto y cambie de opinión sin aparente razón. Esto hace que incluso en las cuestiones menores se acabe falsificando todo, negando la mayor. Este espíritu servil es lo que impide hacer una evaluación cabal de lo que ha podido ser cualquier figura, con sus errores y aciertos; un entendimiento preciso de su pensamiento, y trayectoria; sobre qué transcendencia ha tenido, tanto en lo bueno como en lo malo. Esto, no nos engañemos, es exactamente lo mismo que cometen otros falsos «marxistas» con Marx u otros falsos «leninistas» con Lenin. Entiéndase de una vez que el fanatismo no es un homenaje a las ideas del pensador fenecido, sino una vulgarización de las mismas, una afrenta a lo que representa su legado.
RC-FO, otro ejemplo de reivindicación folclórica
Nuestra parodia favorita, Roberto Vaquero, que sigue haciendo las veces de comandante de Reconstrucción Comunista (RC), Frente Obrero (FO) −y cincuenta tapaderas más que vienen a ser todo lo mismo−, también ha querido presentarse ante su parroquia como un jefe «autocrítico» con el legado soviético. Sin embargo, su impulsividad le delata con demasiada facilidad, y en cada ocasión nos muestra que no supera a sus competidores.
En Twitter, un usuario hizo el siguiente comentario sobre la famosa foto de Stalin en el Kremlin, cigarro en mano y cabizbajo. Esta es una instantánea de agosto de 1941, es decir, momento en que el dirigente supo del inminente avance de las tropas nazis hacia Kiev:
«@ForjadoresdeM: Es de las pocas fotos que envuelven el alma. Stalin destruido por dentro por el desastre del Ejército Rojo en Barbarroja, casi parece que va a llorar a moco tendido. En ese agosto Alemania parecía que había ganado la guerra». (Twitter; Historia de Pium Pium, 30 de julio de 2021)
Esto, según Roberto Vaquero, fue una terrible ofensa contra Stalin y el comunismo, un análisis irreal. Vean:
«@RobertoVaquero_: ¿Destruido por dentro? Que el tiempo te conserve el oído porque la vista y la capacidad de análisis te van mal. Stalin en los primeros momentos de la guerra tomó las decisiones adecuadas para poder ganar la guerra. Lee las memorias de Zhúkov, crítico de Stalin. (…) Esa foto muestra preocupación, era el hombre de acero y en esos días lo demostró. (…) Habría que haberte visto a ti». (Twitter; Roberto Vaquero, 30 de julio de 2021)
¿El camarada Stalin triste, abatido o con miedo? ¡Imposible! ¡Es el hombre de acero! Sobra comentar tales palabras. Y, ya que hace alusión al Mariscal Zhúkov y sus memorias, veamos si, según su testimonio, corrobora que Stalin era humano, es decir, si tuvo o no algún episodio de flaqueza, congoja o duda:
«Stalin era un hombre voluntarioso y lo que se dice, nada cobarde. Sólo una vez lo vi desconcertado. Fue al amanecer del 22 de junio de 1941, cuando la Alemania nazi atacó a nuestro país. Durante el primer día no pudo dominarse y dirigir firmemente los acontecimientos. El choque causado a Stalin por la agresión enemiga fue tan fuerte que se le bajó el timbre de la voz y sus órdenes para organizar la lucha armada no siempre respondían a la situación creada.
Después del 22 de junio de 1941, casi en el transcurso de toda la guerra, Stalin dirigió firmemente el país, la lucha armada y los asuntos internacionales. Incluso en los momentos de mortal peligro para Moscú, cuando el enemigo se hallaba a 25 o 30 kilómetros de la capital, Stalin no abandonó su puesto, se encontraba en el Gran Cuartel General en Moscú y se comportó como correspondía al Jefe Supremo». (Gueorgui Zhúkov; Memorias y reflexiones, 1969)
En cualquier caso, esta es la idea de Stalin y del Ejército Rojo que Roberto Vaquero vende al mundo, es decir, un ser imperturbable y un ejército invencible… al final ganaron los soviéticos, ¿no? Entonces, poco o nada hay que analizar.
Seguramente, al señor Vaquero no le importe en lo más mínimo dar respuesta a los interrogantes que presentan estos temas. Pero claro, en todo caso siempre queda bien delante de los tuyos aparentar que uno también es «crítico» con Stalin, espetando cuatro formalidades.
Volviendo a lo que no ha sabido resolver ni el PCE (m-l) ni Rabochy Put, seguimos preguntando: ¿cómo se dio el proceso de restauración capitalista en la URSS? ¿Qué sedimento de oportunismo hubo antes de la llegada de Jruschov y le brindó un fértil terreno para su proyecto? Aquí también, dentro de sus excelsos conocimientos, el señor Vaquero en un miniartículo de su revista solo ha llegado a tartamudear lo siguiente:
«El proceso de burocratización tanto del ejército como del partido se agudizó. (…) Así llegamos a la muerte de Stalin en 1953, lo que acarrearía una agudización de la lucha de clases dentro del partido». (De Acero; Nº2, 2013)
¡Extraordinario! ¡Y así se finiquita el mayor proceso de contrarrevolución del siglo XX! Y desde entonces, nada nuevo de peso ha aportado, salvo que consideremos como «aportes de valor» la reivindicación a ciegas que realiza el señor Vaquero de figuras de dudoso honor como Malenkov, Mólotov y Beria −acto en el que, cómo no, coincide con Rabochy Put, Bill Bland y otros−. En verdad, esta valoración es la extrema simplificación de querer ver en todo ser que alguna vez mostrase divergencias con Jruschov un «valiente elemento que se opuso a la contrarrevolución», falso. En verdad, los tres, y especialmente Beria, que era el más hipócrita de todos, serpenteaban junto a Jruschov y realizaron todo tipo de componendas estableciendo el periodo del «Nuevo Curso» (1953), un preludio de la «Desestalinización» (1956), que tan bienvenido fue en Occidente. Mientras el propio Beria acabaría fusilado por sus «camaradas» en junio de 1953, Malenkov y Mólotov serían desplazados del poder en mayo de 1957 por una nueva dupla Jruschov-Zhúkov, y a no mucho tardar este último también sería apartado de las altas esferas en 1958. «¡Roma no paga a traidores!». El resto es conocido por todos. Véanse los capítulos:
a) «Rehabilitando a un revisionista: el caso Beria» (2020);
b) «Sobre Mólotov» (2017) y;
c) «Sobre Malenkov» (2017).
Veamos qué opinión ha manifestado el señor Vaquero sobre las famosas y polémicas purgas, a ver si difiere de nuestros anteriores protagonistas. ¿Cuál será su gran reflexión al respecto ahora que no deja de repetir que oficialmente es «historiador» por la UNED? Exactamente, comparten la misma opinión que vimos anteriormente con Rabochy Put. Si el lector no nos cree, tiene varios ejemplos de la postura de Roberto Vaquero en su canal de YouTube y su video «Sobre Stalin» (2019), en donde no le puso un solo pero a cómo se llevaron a cabo las famosas purgas. Por otro lado, ya en 2016 desde su medio Universidad Obrera expresó la misma opinión:
«Sobre la purga, quería plantear al lector una pregunta: si tan arbitrarias eran las purgas ¿por qué se castigó y se purgó a Yagoda, responsable de las primeras purgas, por su ineficacia y su arbitrariedad? La respuesta está clara, porque ni fueron arbitrarias ni respondían al capricho de nadie, eran una necesidad debido a las condiciones materiales en las que vivían». (Universidad Obrera; Por Stalin, 2016)
He aquí un ejemplo del uso de una verborrea que produce vergüenza ajena. Según estos seguidistas, las purgas no de desarrollaron de forma arbitraria, ¡claro que no! ¿Y qué prueba aportan para ello? Que al señor Yagoda lo purgaron por llevar a cabo «purgas arbitrarias» (sic). Esta es la gran lógica que manejan estas criaturas. A este razonar tan curioso podríamos seguir preguntando lo siguiente: si las purgas jamás tuvieron un componente arbitrario, ¿cómo es posible que su sucesor, Yezhov, fuese purgado por lo mismo? ¿Por qué Zhdánov siguió recibiendo reportes de que Beria y los suyos siguieron cometiendo los mismos excesos y ciertos procuradores como Pankratev hicieron la vista gorda? Véase la «Carta de la Fiscalía de la URSS al camarada Zhdánov» (28 de octubre de 1939). ¿Por qué entonces Víktor Abakúmov, jefe del Ministerio de la Seguridad del Estado (MGB), también acabó bajo rejas, primero, en 1951; y finalmente fue fusilado en 1954 bajo términos similares? Él mismo, legó toda una serie de cartas en las que advirtió estar sufriendo el uso de la tortura, el aislamiento de sus familiares y la creación de documentos falsos en su contra «como sucedió en el 1937». Véase la «Carta de V. S. Abakúmov a G. M. Malenkov y L. P. Beria» (14 de noviembre de 1951).
En cualquier caso, toda esta sucesión de diferentes jefes de seguridad, purgados bajo argumentos de dudosa índole, nunca son explicados por estos peculiares «stalinistas» que tratan de entender el «periodo stalinista» pero casualmente siempre defienden cualquier fenómeno, progresivo o regresivo, contra viento y marea. Es más, se considera una situación normal que la plana mayor del NKVD estuviese plagada de espías, saboteadores y asesinos. Entonces, ¿no crearía esto otra cuestión? ¿No demostraría esto una negligencia en la selección y vigilancia de los cuadros? Como el lector puede comprobar, por una vía −voluntariedad− u otra −omisión− los hechos demuestran sobradamente que las cosas no funcionaban tan idílicamente bien como algunos lo presentan. Esto, además, resulta extraño, ya que los mismos comunistas que no ven ni señalan las deficiencias en las purgas, son los mismos que no son capaces de explicar la degeneración de la URSS o la simplifican hasta crear guiones de fantasía totalmente inverosímiles.
Continuemos con esta visión apologética de las purgas, en donde, sin análisis ninguno, todas fueron correctísimas:
«Stalin actuó correctamente, las purgas fueron un mal necesario. De hecho, derivado de esas dificultades que se agravaron con la II Guerra Mundial y la pérdida de cuadros del Partido pudo verse que el proceso de purgas debía haber sido más profundo de lo que fue». (Universidad Obrera; Por Stalin, 2016)
Al parecer «se purgó poco». No, señor Vaquero, la forma en que se llevaron a cabo las depuraciones no fue un «mal necesario», sino un mal a evitar, como muestra la documentación existente. Esto ya lo reconocieron muy a su pesar Stalin, Mólotov y Zhdánov en sus discursos al XVIIIº Congreso del Partido del PCUS (b) (1939). Incluso, esto fue algo que ya denunciaron en su momento cuadros veteranos como Kaminski o Piátnitski: mientras el primero denunció los arrestos ilegales y las purgas en el Cáucaso y propuso retirar los poderes extraordinarios al NKVD, el segundo, alertado por la manera de llevar a cabo las purgas, propuso la creación de una comisión que investigase los excesos del NKVD. De nuevo, si se hubieran consultado los últimos estudios al respecto se estaría en conocimiento de estos hechos básicos. Véase la obra de J. Arch Getty y Roberta T. Manning: «Terror stalinista: nuevas perspectivas» (1993).
Si repasamos el caso de otros supervivientes de las purgas, como Georgi Dimitrov, este reconocería en sus escritos personales el ambiente desconcertante que se vivió y el drama que supuso para muchos comunistas veteranos tal situación surrealista. En su diario, hablando «Sobre la resolución del Presídium del Comité Ejecutivo de la Internacional Comunista», Dimitrov escribió que el propio Stalin le comentó en privado lo siguiente el 11 de febrero de 1937: «La resolución no tiene sentido. [Según ella] Todos ustedes allí están jugando bien en manos del enemigo…». El 26 de mayo de 1937 Yezhov le comunicó que: «La mayoría de espías trabajan en la Internacional Comunista (IC)», confirmando las sospechas de Stalin previas en torno a las exageraciones intolerables del jefe del NKVD. El 7 de noviembre de 1938 Yezhov le notificó a Dimitrov que Ferdinand Kozowski, veterano búlgaro de las brigadas internacionales, había sido arrestado, y fue solo gracias a la intervención directa de Dimitrov este fue liberado. Véase la obra de la Yale University Press: «El diario de Dimitrov 1933-1949» (2008).
El lector también puede repasar la extensa emisiva que Euvgeny Varga realizó en su «Carta a Stalin; Sobre el problema de los cuadros en los partidos ilegales y los arrestos en masa» (28 de marzo de 1938). En ella se reportó que: «Un número cada vez mayor de antiguos cuadros están siendo arrestados en la URSS», que el NKVD estaba «creando falsas denuncias con el fin de tener arrestados a los revolucionarios honestos» y que «los cuadros [extranjeros] que viven libremente en la URSS» se encontraban «profundamente desmoralizados y desconcertados por los arrestos en masa». ¿Alguien puede negar que existieron episodios y denuncias similares? Bien, quizás algunos, acostumbrados a las teorías conspiranoicas, desconfíen de la carta anterior al ser de un hombre como el señor Varga, conocido posteriormente por sus teorías económicas heterodoxas que tanto usó el jruschovismo en décadas posteriores. Perfecto, utilicemos otro ejemplo para quienes se niegan a analizar el contenido del mensaje por razonamientos «ad hóminem». Vayamos a otros dos ejemplos de mayor enjundia y honor para los comunistas: Georgi Dimitrov y Andréi Zhdánov.
En el caso del primero, uno puede encontrar casos similares en la «Carta de Dimitrov a Zhdánov sobre «Le Journal de Moscou» (26 de abril de 1938) y «Carta de M. Simenova a Dimitrov sobre las actitudes del pueblo hacia los extranjeros» (13 de mayo de 1938). En ellas tanto ciudadanos anónimos como cuadros experimentados denunciaron que en la sociedad soviética y sus instituciones había una creciente ola de xenofobia que se tradujo no solo en una desconfianza o desprecio hacia lo foráneo, sino también en una sospecha hacia los comunistas extranjeros residentes en el país. Véase la obra de William J. Chase: «¿Enemigos a las puertas? La Comintern y las represiones stalinistas, 1934-1939» (2001).
En el caso del segundo, según las memorias de Yuri Zhdánov, químico soviético e hijo del importante dirigente político Andréi Zhdánov, en una reunión de finales de 1946, Stalin y su padre se mostraron muy molestos con el seguidismo imperante en los aparatos del sistema. Ambos, pese a haber sido dos de las figuras que mayor ímpetu pusieron a la corrección de los fallos y abusos de los servicios de seguridad, llegaron a autoinculparse en la responsabilidad sobre los errores y excesos durante la época de las grandes purgas:
«Stalin dijo inesperadamente: «La guerra mostró que el país no tenía tantos enemigos internos como nos dijeron y pensamos. Muchos sufrieron en vano. La gente debería echarnos por esto. Patearnos el trasero. Debemos arrepentirnos». El silencio fue roto por mi padre:
«Nosotros, contrariamente a los estatutos, no hemos convocado un congreso del partido durante mucho tiempo». Debemos hacer esto y discutir los problemas de nuestro desarrollo, nuestra historia.
Mi padre [Andréi Zhdánov] fue apoyado por Voznesensky. El resto guardó silencio, Stalin agitó la mano y dijo:
«¡¿Un partido? ¿Qué partido?! Esto se ha convertido en un coro de salmistas, un destacamento de aleluyas… Se necesita un análisis preliminar en profundidad».
Al regresar a casa y hablar sobre lo que le había sucedido a mi madre, él suspiró: «No me dejarán…». (Yuri Zhdánov; Mirando hacia el pasado: recuerdos de un testigo presencial, 2004)
En resumen, las depuraciones en la URSS no necesitaban aumentar su número, sino seleccionar mejor los blancos y respetar una metodología racional, algo que, visto lo visto, no se logró, ni siquiera en los últimos años del llamado «stalinismo».
Existe una gran diferencia cualitativa en cómo trata Roberto Vaquero la cuestión de las purgas, casi la misma que existe entre ser un historiador serio y un farsante. Esta última actitud es muy normal, ya que él tiene como fuente de inspiración al historiador «stalinista» Grover Furr, un ferviente maoísta al cual incluso ha entrevistado en su canal de YouTube «Entrevista a Grover Furr. Desmontando acusaciones sorbe Stalin» (2022). Orgullosamente desde RC/FO se promocionan las obras de Grover Furr como el súmmum del estudio crítico del stalinismo. Sin embargo, como acabamos de comprobar atrás, este académico, llegó a representar a Stalin en sus obras como un titoísta que deseaba disolver el partido comunista, entre otros disparates. Esta idea era exactamente lo mismo que ya pretendió vender en su momento otro maoísta como Charles Bettelheim, quien intentó manipular el pensamiento de Lenin, presentándolo como poco menos que un anarquista al uso.
Como buen discípulo de Bill Bland o Grover Furr, las especulaciones de Roberto Vaquero no quedan aquí, e incluso se atrevió a presentar la siguiente teoría:
«Stalin denigró a aquellos que afirmaban que la victoria contra el fascismo se debía al Ejército Rojo, que exclusivamente ellos ganaron la guerra, afirmando que la victoria fue posible porque fue una victoria de todo el pueblo ruso, de la clase obrera rusa. Esto le granjearía la enemistad de la cúpula militar revisionista, que se alinearía con los revisionistas y burócratas en defensa de sus privilegios». (De Acero; Nº2, 2013)
Afirmar que la razón por la cual a finales de los años 50 la cúpula militar del Ejército Rojo se alineó con los revisionistas de Jruschov habría sido debido a que Stalin reivindicó en 1945 la victoria en la guerra como fruto de los esfuerzos de «todo el pueblo» y no solo del ejército, es cuanto menos cuestionable. Si no conociéramos al autor, pensaríamos que esto debe ser una broma. En realidad, ni Voroshilov, ni Chuikov, ni Zhukov, ni Shtemenko, realizaron declaraciones opuestas a las de Stalin en 1945 en sus memorias o discursos durante los años 60, 70 y 80, y esta verdad tampoco excluye que todos se prestasen en mayor o menor medida para la «desestalinización». ¿Cómo explicarlo? Los militares no cambian su lineamiento político, ni buscan alterar el desarrollo de una 1/6 parte del mundo, solo porque entre elogio y elogio a sus personas alguien haga un parón de 30 segundos para recordarles que no solo ellos lucharon, ni que una guerra se gana simplemente por lo estrictamente militar.
Con el paso del tiempo y dada la documentación existente, «sorprende» que el «Líder Supremo» con sus enormes dotes para la «reconstrucción comunista» no nos haya proporcionado un análisis profundo de la cuestión soviética, la cual es uno de sus reclamos principales para captar incautos. ¿Qué lecciones puede extraer uno de estos grandes sucesos como las purgas o la preparación ante la invasión nazi? «Pues que hubo algunos errores, ahora, a mí no me pregunten cuáles son exactamente, caballeros». ¿Pensabais que estudiar la historia era algo sufrido, lleno de largas horas contrastando información y atando cabos sueltos? No si Roberto Vaquero está de por medio y puede evitarlo.
Por ir finalizando, Roberto Vaquero está más cerca de Cao de Benós y la adoración fanática por sus líderes que de un ser racional, crítico y consecuente, lo que supone ser un hombre de ciencia, vaya. El señor Vaquero está sumamente atareado con su nueva vida en YouTube y otras plataformas, donde invierte su tiempo y energías en ilustrarnos sobre temas mucho más transcendentes, como las series de animación de los 80, autopromocionar sus libros de ciencia ficción, advertirnos del peligro de la islamización copiando los mantras conservadores sobre inmigración, defender a personajes ilustres del pensamiento patrio como Iker Jiménez y Frank de la Jungla o comentar sobre los hombres que se sienten perros (sic). ¡Dónde va a parar! Todo ello, sin olvidarnos de los importantes coloquios con pensadores extraordinarios de la talla de Jon Illescas, Pedro Insua o Santiago Armesilla, donde nos intenta convencer a todos de la imperiosa necesidad de refutar la «Leyenda negra de España» para erigir un verdadero proyecto «patriota». ¡Magnífico!
Los «stalinistas italianos» y cómo los cobardes tienden a conservar los mitos nacionales para su supervivencia política
«Si somos honestos, en las organizaciones políticas que han pasado a lo largo de la historia en España, incluso la de los partidos proletarios, ha predominado el seguidismo ciego, bien por oportunismo, bien por fanatismo. Esto ha supuesto arrastrar formas de organización y consciencia más propias de tiempos primitivos. Formas similares a las de los viejos patrones de clientela íberos, bajo los que, por ignorancia o necesidad, los sujetos debían mantener una defensa a ultranza de los diversos jefes como única alternativa para sobrevivir y/o ascender en el escalafón de una comunidad fuertemente jerarquizada. La diferencia entre un marxista y un revisionista es que el primero no tiene miedo a la verdad ni a la crítica de sus figuras, mientras el segundo parece haber jurado una especie de «devotio ibérica». Por lo que, aunque existan evidencias firmes de que ha tomado un camino equivocado, el revisionista estará dispuesto a seguir a su líder e incluso a inmolar su vida por él, en un acto tan honorable como estúpido. El alumno marxista siempre debe tratar de superar a su maestro con sus acciones, y no aspirar a ser el mejor adulador de su recuerdo». (Equipo de Bitácora (M-L); Fundamentos y propósitos, 2025)
¿Acaso esta ha sido una tendencia regresiva inherente solo a los «pueblos ibéricos» por su recio temperamento? En absoluto. Si repasamos a otros pueblos mediterráneos, observaremos lo mismo −y si nos fuéramos a la otra punta del mundo igual, ya que al fin y al cabo han compartido la esencia de una misma tradición durante décadas−.
Un paradigma de lo inservibles que suelen ser las luchas y contestaciones «a posteriori» son las memorias y comentarios de Pietro Secchia y sus fans, el que para muchos era el «stalinista» de «línea dura» del Partido Comunista Italiano (PCI), o al menos así lo retrataron la mayoría de historiadores occidentales, tendientes a crear guiones predecibles para solventar sus lagunas de discurso. En realidad, no puede haber nada más lejos de la realidad. El señor Secchia no solo fue un ferviente jruschovista a partir de 1956, sino que basta ver su actuación y justificación posterior sobre su participación en la política de los años 1944-53:
«Por tanto, no se trataba de iniciar o no la lucha insurreccional. Nunca he sostenido que una revolución deba tener lugar en 1945 −abril−; sé muy bien cuáles eran las condiciones entonces. Nunca he cuestionado la política de Salerno, aunque creo que se podría haber concedido menos y que sobre todo después de la liberación del Norte deberíamos haber exigido más. (…) Del mismo modo, lo que algunos creen y lo que otros nos dejan creer no es cierto, es decir, que yo estaba a favor de la insurrección del 14 de julio de 1948. Hubiera sido una locura. No dudo en decir que en esa ocasión ejercí una influencia decisiva para mantener los nervios en su sitio. (…) ¿Siempre estás de acuerdo con la URSS? En absoluto. (…) En la segunda mitad de 1947 y 1948 varios de los dirigentes actuales masticaron amargamente a la hora de aprobar y poner en práctica las resoluciones de la Kominform». (Pietro Secchia; Recuerdos para que se sepa la verdad, 1958)
Curiosamente, como toda falacia juega con una verdad: una insurrección popular no se puede producir sin «gran influencia entre las fuerzas armadas, de vínculos sólidos con al menos parte de sus mandos», la cuestión es, ¿y por qué tras el estallido del movimiento guerrillero y la autoridad que recaló el PCI entre toda la población antifascista, a la cúpula no se le ocurrió encargar a sus cuadros asegurar ese trabajo entre las fuerzas del orden? Pongámonos ya no siquiera una situación ofensiva, sino defensiva, como fue el hecho de que sobre el PCI se cernió una constante amenaza de proscripción. Bien, ¿cómo prepararse ante una eventual ilegalización? ¿No estaba obligado el PCI a conseguir que gran parte de los soldados y policías se negaran a ejecutar una orden de detenciones de sus dirigentes, contra los «héroes del antifascismo» −título ganado a pulso−? Incluso vayamos a un suceso más común, como una huelga local o general, ¿no debían tener influencia sobre estos cuadros de las fuerzas del orden para que desertaran cuando se les conminase desde arriba a disolver por la fuerza una huelga? En cuanto a las justificaciones clásicas sobre la disparidad entre el norte y el sur de Italia, esto no es un «especifismo nacional» del país latino, sino que la ley de desarrollo desigual del capitalismo discurre de igual forma en todos los países. Ahora, la dirección llegó al punto de proclamar ridículamente, como ya lo abordamos en otra ocasión, que no podía iniciar la revolución so pena de «quebrar la unidad del país» (sic), ¿qué deberían haber hecho los bolcheviques? ¿Esperar a que el nivel ideológico de los siberianos se equiparase al de los moscovitas, que el de los pueblos de Asia Central tuvieran el mismo nivel de concienciación que los letones? Véase la obra: «La crítica al revisionismo en la Iº Conferencia de la Kominform de 1947» (2015).
En su obra «Recuerdos para que se sepa la verdad» (1958) Secchia mareó al lector con catecismos y genuflexiones sobre su fidelidad al «Dios Partido», el mismo que, según él, injustamente le degradó y le humilló a partes iguales. Aunque confirmó que tuvo ciertas divergencias en esto y aquello −pero sin llegar a mencionarlas o profundizar sobre ellas−, para el señor Secchia no había mayor honor que ser parte de ese proyecto. Dicho de otro modo, disfrutó de esta relación tortuosa donde en verdad no era feliz. Evidentemente, para todo ser consecuente, su vida implica entregar las energías y creatividad a una estructura colectiva a la cual decide someterse libremente aceptando sus reglas, y esto debe de ser así por una razón simple: porque somos seres sociales y comprendemos lo inútil que es el tomar un camino individualista cuando se pretende una transformación de la sociedad. Por ende, buscamos montarnos a ese vehículo que nos lleve al destino anhelado. Ahora bien, ¿qué sentido tiene operar en él cuando no comulgas con sus principios o estos se han evaporado? Tomemos un primer contacto para que el lector entienda cuál es el ánimo que penetra a estos hombres de espíritu gris y servil:
«Me quedé en silencio no porque estuviera de acuerdo, sino porque no había otra forma, ninguna otra posibilidad. Hablar, decir claramente cómo estaban las cosas, habría parecido querer justificar errores que ciertamente existieron. (…) Quien con sus actitudes favorece el debilitamiento de la clase obrera y su vanguardia consciente o no ayuda al enemigo. Por eso no podía ni debía hacer nada que pudiera debilitar la unidad del partido o, en todo caso, dañar su compacidad, su capacidad de lucha, sobre todo cuando era objeto de furiosos ataques de las fuerzas reaccionarias. Se puede objetar: pero, entonces, con estas consideraciones guardamos silencio sobre lo que conviene decir en interés del partido y del propio movimiento obrero. ¿Qué función pueden seguir teniendo la crítica y la autocrítica cuando se asfixian con ciertos prejuicios? Respondo: hay momentos en los que hay que tener el valor de callar y de silenciarse. A veces el silencio es un sentido de responsabilidad». (Pietro Secchia; Recuerdos para que se sepa la verdad, 1958)
La «sartá» de tonterías de este hombre no tienen parangón. El señor Secchia, para haber sido un jefe guerrillero, parecía más bien un joven hegeliano, de aquellos que pretendía librar sus batallas contra la tiranía y la opresión en el terreno de la imaginación. Todo ello adocenado de una cantidad de jeremiadas tipo «¡Sacrifíquenme si con ello salvo el honor del partido!». Paradójicamente, justificaba todo eso con la excusa de que la línea equivocada del PCI en «X» cuestiones no era irrevocable −¡vaya descubrimiento!−, y que él esperaba con el tiempo poder influir en ella y reconducirla −¿pero hasta cuando debe de durar esa paciencia franciscana?−:
«El problema que siempre me he planteado es ante todo el de contribuir a la elaboración de la línea política, que no se traza de una vez por todas, sino que se crea, modifica, adapta, perfecciona cada día. (…) En cualquier caso, por muy fuertes que sean los desacuerdos de un comunista con su partido, creo que este comunista siempre hará cien mil veces más por el proletariado quedándose en el partido y luchando junto con el partido comunista que separándose». (Pietro Secchia; Recuerdos para que se sepa la verdad, 1958)
La mimetización del programa y discurso comunista con el de los socialistas, el acatamiento de la Constitución Italiana (1947) como «vía al socialismo», el «compromiso histórico» con los democratacristianos o la aceptación de las bases de la OTAN… fueron actos más que suficientes que demostraban que el carnet del partido no valía una libra. Como sabemos hoy, ni siquiera todos estas «decisiones polémicas» del «moderantismo italiano» de los «jefes comunistas» fueron motivos suficientes para que Secchia y similares empezasen a replantearse según qué cosas. No alzaron la voz, muy por el contrario, todo esto era considerado un atronador «éxito» si el partido seguía conservado una notable cantidad de militantes y votos −ni que decir cuando logró aumentarlos−. Para ellos, daba igual que la «dirección» desencadenase todas las traiciones imaginables, el «deber» era quedarse en él en cualquier circunstancia, y si la abierta lucha frontal no era una opción, ¡la escisión era directamente una traición! He ahí la mentalidad de borregos que ha nucleado a gran parte de la militancia de aquellos años, no solo en Italia. Véase el capítulo: «La burguesía y el fenómeno del terrorismo para sacar provecho político. El caso del Gladio». (2020)
¿Creen que exageramos? Hoy sus sucesores, se contentan con los mismos formalismos, como que el «Giro de Salerno» (1944) fue un éxito porque en el funeral de Togliatti de 1964 asistió mucha gente (sic), o que en líneas generales toda la política de posguerra fue correcta porque, cuando muere Togliatti, ¡el PCI aún existía como tal, a diferencia de lo que ocurrió en 1991 cuando Occhetto lo liquidó oficialmente! ¡Ese es el «sosegado y esforzado análisis» de estos señores!:
«El PCI fue liquidado en los años 90 del siglo pasado y han pasado 30 años desde entonces, suficientes por tanto para hacer balance. (…) Fue su capacidad para realizar un análisis justo de la sociedad italiana y definir una táctica adecuada para las fuerzas en movimiento a nivel popular y democrático lo que determinó los resultados y explica el millón de personas que se reunieron en su funeral. (…) No entender la política de Salerno significa ignorar la lección comunista. (…) Togliatti murió en 1964 y hasta entonces nadie había pedido disolver el PCI, lo que sucedió con la secretaría de Occhetto, después de más de 25 años». (Roberto Gabriele y Paolo Pioppi; El papel de Togliatti. De Salerno a Yalta, 2020)
Aun con todo lo visto hasta aquí, ¿podrá creerse el lector que el famoso «eurocomunismo» no es responsabilidad de Togliatti? Al parecer fue una decisión de Berlinguer «encadenado por las circunstancias» de la Guerra Fría, ¡el pobre no tuvo otra salida! O al menos así lo presentan las viudas de Togliatti:
«Por ejemplo, no parece que Togliatti continuara argumentando que era necesario permanecer bajo el paraguas de la OTAN o que la democracia era un valor universal y que el objetivo del PCI era el compromiso histórico con la Democracia Cristiana (DC). (…) En julio de 1960, el asunto De Lorenzo y la política de las masacres a partir del 69 dejaron muy claro cómo estaban las cosas. (…) [Más tarde] cuando Berlinguer intentó tomar un camino diferente, no es casualidad que haya tenido que aceptar el «paraguas» y la «democracia» de la OTAN como un valor universal y limitarse a proponer un compromiso llamado «histórico» con la DC». (Roberto Gabriele y Paolo Pioppi; El papel de Togliatti. De Salerno a Yalta, 2020)
Esto recuerda en demasía a los cándidos que igualmente en España llevan décadas recitando de memoria el mantra de que el «eurocomunismo» no es consecuencia de toda la dirección del Partido Comunista de España (PCE), incluyendo a Dolores Ibárruri, Líster o Vicente Uribe, sino única y exclusivamente de una única persona: Santiago Carrillo, secretario general del PCE entre 1960-82. Esto, además, supone aceptar tres ideas tan extrañas como falsas: a) la noción de que durante esos años el señor Carrillo no tuvo un equipo dirigente de personas que pensaban como él o que al menos estaban dispuestos a ejecutar sus órdenes, compartiendo, por tanto, su parte de responsabilidad; b) como si antes y después de este periodo el secretario general fuera el centro creador de todo, es decir, como si no hubiera tenido referentes y modelos a imitar que le influencian continuamente en la elaboración y reelaboración de sus planteamientos; c) por último, supone no analizar la actividad de las principales figuras, incluido el propio Carrillo, durante sus primeros años de militancia en el PCE, así como la línea de este.
Entendemos que para aquellos individuos de una mentalidad frágil o cobarde es fácil transigir con esto, pero las personas despiertas no pueden aceptar esta simplificación de la historia, estos guiones donde se utiliza una cabeza de turco o chivo expiatorio para explicar todo, donde para intentar entender toda una serie de procesos que en realidad son mucho más complejos se reduce todo a un único foco causal. Véase la obra: «¿Rescate de las figuras progresistas o la rehabilitación de traidores?» (2019).
Pero aquí no acaba la comedia, para Roberto Gabriele y Paolo Pioppi el PCI solo empieza a sufrir de «ambigüedades» y un «rumbo» errado cuando cae el Muro de Berlín (1989):
«El golpe definitivo para disolver las ambigüedades y cambiar de rumbo, sin embargo, llegó tras la caída del muro de Berlín». (Roberto Gabriele y Paolo Pioppi; El papel de Togliatti. De Salerno a Yalta, 2020)
Evidentemente, en los Togliatti, Secchia y todos sus hijos bastardos existía una fortísima herencia socialdemócrata en su forma de pensar y actuar, una que bien pudieron disimular durante un tiempo pero que acabó aflorando a la primera oportunidad. Si el lector duda de lo inútil que es operar con estos misticismos puede repasar la infinidad de discursos de Lenin contra los centristas tipo Serrati, quienes consideraban normal la convivencia en el partido con los oportunistas como Longuetti. Todo esto que acabamos de ver es el eco de un pensamiento conservador de concebir el movimiento político, aquel que considera que «aportar a la causa» es seguir alimentando una historia de partido que ha sido cuidadosamente decorada, con sus figuras inmaculadas y sus símbolos sagrados; como una tradición antiquísima que hay que salvar a toda costa, caiga quien caiga.
Unos apuntes finales sobre la huella del «stalinismo» en el «jruschovismo»
La Internacional Comunista (IC) fue creada en 1919 y duró hasta 1943; y si su final no fue honroso sus inicios tampoco fueron tan idílicos como se suelen presentar sus simpatizantes. Durante los primeros años las organizaciones que se adhirieron siguieron sufriendo graves disturbios internos a la hora de implementar bolchevización de sus filas, razón por la cual en su II Congreso (1920) se incluyó las famosas «21 condiciones de admisión en la IC». Muchos de los militantes, tanto de las cúpulas de la base, provenían de una cultura política fundamentada no solo en Marx y Engels −y a veces en un conocimiento superficial de ambos−, sino en las tesis particulares de las figuras de la II Internacional (1889-14) de cada país, algunas de ellas con gran prestigio y reputación internacional, como Pannekoek, Luxemburgo, Kautsky o Guesde. Los primeros ya antes de 1917 acabaron virando hacia una especie de anarquismo y los segundos hacia el reformismo puro, alejados de cualquier coincidencia con el bolchevismo. Sin embargo, su impronta en el movimiento obrero hizo que estas vulgarizaciones y dogmas siguieran estando presente y supusieran un gran lastre para el funcionamiento de los partidos comunistas, incluso cuando se intentó romper abiertamente con ellas.
Como era de esperar, en la IC aún se hizo sentir durante mucho tiempo −y en realidad durante toda su existencia nunca escapó a esta sombra− no solo las desviaciones antimarxistas de «derecha», sino también de «izquierda», aunque estas últimas en menor medida. No pocas veces el Comité Ejecutivo (CE) de la IC se lamentó de que «X sección» aceptó formalmente los principios ideológicos exigidos, pero que en la práctica sus dirigentes no fueron capaces de templar un acuerdo y una disciplina para movilizar a su militancia para llevar a cabo su aplicación real. Véanse los debates, polémicas y resoluciones tanto con los Levi, Brandler y Lovestone como con los Bordiga, Gorter, Bullejos y Li Lisan, entre otros. Véase la obra «Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo» (2021).
Generalmente, cuando se habla de «desviaciones derechistas» nos referimos a tendencias como realizar concesiones ideológicas hacia el enemigo, a su adaptación, a pecar de una relajación de la disciplina individual o de grupo. Por contra, cuando hablamos de «desviaciones izquierdistas» solemos referirnos a maximalismos de o todo o nada, a cuando se intentar encajar mecánicamente una situación del pasado con una actual que no tienen nada que ver, a no saber calibrar nuestras fuerzas y las del contrario. Es cierto que la primera se suele identificar con el reformismo y el posibilismo político, mientras la segunda casa mejor con el anarquismo y el aventurerismo político. Huelga decir que quien conozca al anarquismo sabrá lo poco disciplinado que es, así como cualquier que sepa cómo se las gastan en las filas reformistas conocerá que el exceso de optimismo bien puede ser una de sus señas perfectamente. Conclusión: ningún movimiento político es plenamente de «izquierda» o «derecha» en lo ideológico en todos sus aspectos; ningún grupo pseudomarxista sufre solo de desviaciones «izquierdistas» o «derechistas», aunque, como en todo, se tiende más hacia uno u otro lado. Pero de ahí a negar los ejes conceptuales de la ciencia política hay un abismo.
En cuanto a los fenómenos reconocibles del «oportunismo de derecha» que más se suelen relacionar con la época posterior en que aparece el eurocomunismo (1970-1989) en Francia, España o Italia: el eclecticismo ideológico, el economicismo sindicalista, la descentralización y falta de disciplina de las ramas del partido, el pacifismo, el cretinismo parlamentario o el chovinismo nacional… solo son evolución o reedición de la época jruschovista (1956-1964); un periodo en que a excepción de unos pocos, la mayoría de partidos comunistas tradicionales ya hicieron suyos estos comportamientos y valores a nivel mundial. Conectándolo con lo anterior, entre las «corrientes heréticas» de moda entre los partidos comunistas de Europa y América de los años 40 como el browderismo, el maoísmo o el titoísmo, es decir, en pleno «stalinismo», se pueden detectar algunos −que no pocos− de estos aspectos que en mayor o menor medida adoptaron casi todas las organizaciones, al menos durante un lapso de tiempo. Si a estas alturas alguien tiene dudas de lo que afirmamos solo tiene que acudir a los informes y discursos de Thorez, Ibárruri y Togliatti de los años 30, 40 y 50 para compararlos con los pronunciados a partir de 1956, o si se prefiere con los de Marchais, Carrillo y Berlinguer en los 70. En este sentido, comprobará inmediatamente que la diferencia es nimia en muchos aspectos.
En resumen, el problema del «revisionismo moderno» −con su la aceptación interesada de ciertas partes de la doctrina marxista, así como el rechazo, manipulación o revisión bajo causas no justificadas− no nace con las polémicas de Sorel, Croce o Bernstein a finales del siglo XIX, dado que hubo muchos precedentes, así como continuadores e imitadores. La cuestión se remite a una necesidad mayor para los revolucionarios como es la de establecer una doctrina científica del comunismo para operar satisfactoriamente y lograr sus objetivos. En consecuencia, esto siempre implicó confrontar permanentemente contra corrientes aliadas y rivales, tanto internas como externas. Esto puede otearse en los debates de época de la I Internacional (1864-1876) e incluso antes, con la crítica de Marx y Engels contra los socialistas utópicos como Heinze, Kriege, Proudhon, Bakunin, Dühring. También está presente más tarde durante los primeros años de la II Internacional (1889-1916) contra el «posibilismo francés» de Malon y Brousse, en el caso del «oportunismo alemán» de Höchberg o Vollmann; incluso en corrientes externas como el «socialismo de cátedra» o el «sindicalismo revolucionario» que poco a poco tendrían su reflejo en la militancia de estas organizaciones.
Entiéndase que lo ideológico el eclecticismo y la reparación de viejas doctrinas y modelos, aunque más o menos adecuados al nuevo contexto, es un patrón histórico básico, una problemática que de no resolverse −y a la vista está− se acaba enquistando y obstaculizando las tareas de concienciación del movimiento revolucionario:
«Estas expresiones políticas arriba mencionadas, cuya «evolución» se distanciaba de la raíz marxista que alguna vez pudieron tener, cosecharon un gran éxito momentáneo, eso es innegable, pero fue, entre otros motivos, porque tenían un buen nicho en las condiciones de su tiempo, porque no eran incompatibles con las limitaciones existentes y la tradición heredada más negativa. Cuando decimos esto incluimos también a la presunta «élite ilustrada», es decir, los «elementos más avanzados», porque como dijo Marx: «El educador también tiene que ser educado». En su mayoría, pues, su modelo y propuestas no venían a «poner patas arriba» nada, a lo sumo se adaptaban correctamente en aspectos secundarios porque así lo reclamaban la realidad, porque así podían operar mejor; pero en lo importante, en lo decisivo, se descarrilaban de la esencia de lo que se necesitaba hacer para cumplir con las tareas del momento. Cuando estos movimientos hacían su puesta en escena resultaba que sus «novedosas» doctrinas casaban muy bien con las nociones de algunos movimientos en declive, nociones utópicas que todavía coleteaban en el ideario colectivo, por lo que unos movimientos crecían absorbiendo a otros, casi siempre heredando sus peores rasgos y carencias. Es más, podríamos decir que para estos grupos su mayor problema era la competencia con toda una ristra de escuelas y sectas que, salvo pequeñas variaciones, hablaban parecido, actuaban de formas análogas e incluso adoptaban los mismos símbolos, por esto gran parte de su propaganda se centraba en aparentar que ellos tenían la piedra filosofal para resolver mágicamente todos los problemas, aunque sus recetas fuesen las mismas que habían causado el desastre –seguro que esto les resultará familiar a nuestros lectores respecto a lo que ven cada día–. Esto no es ninguna sorpresa ya que hoy sigue ocurriendo de igual forma». (Equipo de Bitácora (M-L); Mariátegui, el ídolo del «marxismo heterodoxo», 2021)
En resumidas cuentas, está claro que no es nuestra intención repasar otra vez aquí los méritos y logros de las experiencias de los partidos comunistas, así como sus regímenes, ya que para eso están disponibles los documentos correspondientes. Pero ha de entenderse que sin restar responsabilidad al llamado «stalinismo», este fue lapso y en ocasiones incoherente tanto o más como lo fue en su momento la I y II Internacional. Véase el capítulo: «¿Por qué cayeron los regímenes marxistas del siglo XX?» (2021).
En cambio, sí tenemos que detenernos, aunque sea brevemente, para explicar algunas de las causas del estado tan paupérrimo que tenemos en frente. Si se puede hacer una síntesis de las consecuencias de la contrarrevolución en la URSS, muchos dirán que a partir de 1953 todo se volvió negro y que sus consecuencias fueron obvias: se abrió la caja de pandora del revisionismo, y con ello, la división, la confusión y el caos empezaron a reinar. Esto es cierto, pero hay que matizar muchísimo tal explicación reduccionista, que en realidad cuenta un hecho, pero no penetra en él, no da las claves para entenderlo. Como todo el mundo sabe, tras la irrupción del jruschovismo y sus nuevas reglamentaciones, primero en la URSS, y luego a nivel mundial, hubo un huracán de desorganización, pragmatismo y desavenencias en tiempo récord. Para empezar, esto fue posible porque ya previamente no se había logrado una unidad monolítica en lo ideológico, porque no había habido una línea coherente y consecuente en el movimiento internacional, sino que todo se había movido a base de bandazos muy malamente justificados por Moscú; mientras que, desde la periferia, es decir, las secciones comunistas, no había primado una unidad basada tanto en la autonomía como en la consciencia, sino más bien en la devoción, temor o arribismo. Sea como fuere, este suceso clave que fue la llegada de Jruschov animó e insufló energías renovadas a todas las corrientes que se encontraban en decadencia −como el trotskismo y el titoísmo− logrando su pronta revitalización; mientras que hizo que otras aspirantes −como el castrismo-guevarismo− y otras aún no destapadas del todo −como el maoísmo y más tarde el juche−, saliesen a flote para competir frente al jruschovismo por la hegemonía ideológica en el hasta entonces llamado «movimiento comunista internacional». Pero lo descrito aquí en breves líneas no es casualidad, sino que varios de los defectos predominantes en las estructuras partidistas −tanto las que se encontraban en el poder como las que no− procedían de décadas anteriores. Estos bien podían resumirse en lo que sigue:
a) Falta de comunicación entre los revolucionarios para coordinarse a nivel mundial. No hubo una eficacia para conectar a los revolucionarios de cada zona y, es más, hubo concesiones al imperialismo con el pretexto de no provocarle o no darle pretextos propagandísticos. Las envidias y las desconfianzas hicieron el resto.
b) Mezcolanzas entre nacionalismo y marxismo. Se intentó aunar la herencia cultural nacional reaccionaria con la esencia universal y progresista de las formas del pensamiento y las leyes de la revolución que recoge el marxismo. Bajo la excusa de «recuperar el pasado progresista del país», «adaptar el marxismo a la realidad concreta» o «combatir el cosmopolitismo», este fenómeno marchó adelante y sin frenos.
c) Bandazos estratégicos y tácticos. Sin una razón de peso y bajo una ausencia de autocrítica, hubo toda una serie de vaivenes que nunca fueron explicados ante el público general, y quienes se percataban de tal torpeza eran silenciados o ellos mismos se autocensuraron y separaron perplejos por la naturalidad con que se expresaban.
d) No se asumieron los fracasos como propios. No pocas veces se buscaba un cabeza de turco o se recurrió a explicaciones fantasiosas para evitar reconocer que la línea política preconfigurada se había demostrado errada, todo en un intento de «proteger el prestigio de sus líderes» e indirectamente «salvar el honor del partido».
e) Falta de un férreo control sobre los servicios de seguridad. Esta grave debilidad creó una paranoia generalizada entre las filas propias y simpatizantes, atenazó la crítica y facilitó el ascenso de los arribistas en las cúpulas de estos organismos algo que fue clave para la supervivencia de la estructura del sistema político.
f) Gremialismo. En lo referido a economía, filosofía, organización, arte, etcétera, no era extraño observar una reclusión endogámica de los expertos en sus respectivos campos, apoyándose unos a otros e intentando no rendir cuentas, pidiendo, muy por el contrario, ser respetados y adulados por el vulgo. Muchas figuras de importancia se vieron acorralados por una oficialidad cosificada, apuntalándose en su lugar a profesionales mediocres en los altos cargos referidos a estos campos clave de la cultura y la sociedad.
g) Falta de conocimientos sobre la historia del movimiento nacional e internacional. Esto supuso que tarde o temprano, al enfrentarse a tareas colosales muy similares, cayeran en la incomprensible repetición de errores que se presuponían ya superados, ora virando hacia el anarquismo ora hacia el reformismo.
h) Metodología pedagógica ineficaz. Muchos planes de los educadores eran demasiado rígidos o muy rudimentaria como para que cumpliesen la función pretendida, o en su defecto, estos eran correctos, pero había un incumplimiento descarado en los receptores y supervisores, arruinando el gran trabajo de tiempo y energía invertidos. Este desdén hacia el estudio teórico se justificó con el autoengaño de que el sujeto estaba ocupándose de otras cosas más «urgentes», aunque en verdad fueran banalidades.
i) Creación de privilegios en el modo y estilo de vida. Entre militantes de la cúpula y de base se creó todo tipo de lazos de favoritismos, nepotismo y demás, que con el tiempo implicó una aplicación desinteresada en cuanto a los reglamentos que toda estructura colectiva necesita para ser eficaz, operando según la simpatía, cercanía y estatus a los jefes.
j) Culto a la personalidad. Hubo una gran dependencia de una gran o varias personas bajo el pretexto de que esto era necesario para movilizar a la gente, con la consiguiente exculpación y ocultamiento de los fallos del líder máximo bajo el pretexto de que dañando su imagen se daña la de todos. Esto incapacitó un correcto relevo de cargos.
k) Brecha y aislamiento entre los dirigentes y el pueblo. De la propia desconfianza de los primeros sobre el segundo para sacar adelante las situaciones complejas, tratando de resolver los problemas solo por arriba, ganándose a otros cabecillas. Por contra, se creó una enorme complacencia de la base ante los desmanes de los jefes por haberse acostumbrado al sentimentalismo y seguidismo ante sus líderes de siempre, etc.
¿Desea el lector ejemplos aún mucho más precisos? Bien, sin problemas. Centrémonos, pues, en los debates de los años 1944-52 respecto al carácter y fisonomía que debían adoptar los nuevos regímenes de la posguerra, las llamadas «democracias populares». Aquí Stalin, Mólotov, Kuusinen, Zhdánov y Cía. también tuvieron gran responsabilidad tanto en el origen de las desviaciones como en las correcciones de aquellas; pues observamos que todos los dirigentes soviéticos dieron bandazos sin ton ni son, pasando del campo de los «ortodoxos» a los «heterodoxos», contradiciendo sus propios escritos y directrices anteriores. Esto significó que, lejos de lo que creían sus enemigos o de lo que mantienen hoy sus admiradores, no había la tan cacareada «unidad monolítica» del movimiento internacional marxista-leninista. Véase la obra de la Yale University Press: «Diary of Dimitrov 1933-1949» (2003).
Por citar un breve ejemplo, en el caso checoslovaco se verá una política de apoyo comunista hacia la confiscación de las propiedades y expulsión de todos los alemanes del país, haciendo piña con lo que pedían los partidos burgueses del país. Volvemos a recalcar que, como demuestra la documentación de posguerra, estas «equivocaciones de los camaradas checoslovacos y otros» no hubieran sido posible sin la aprobación soviética entre 1944-47. Véase a este respecto el «Registro de la conversación de Stalin, conversación con el Primer Ministro de Checoslovaquia Z. Fierlinger y el Viceministro de Relaciones Exteriores V. Clementis» (28 de junio de 1945), donde la delegación soviética da el visto bueno a las tesis nacionalistas de la delegación checoslovaca. Los soviéticos solo empezaron a cambiar de opinión cuando empezaron a alarmarse de los peligrosos resultados de este espíritu chovinista, las cuales colocaban a estos países fuera de la órbita de influencia soviética, como ocurriría con la Yugoslavia de Tito, que desertó al bando capitalista occidental. Sin embargo, ya incluso antes había serias dudas sobre a dónde estaba llevando este «novedoso» camino.
Por citar un breve ejemplo, en el caso checoslovaco hubo una política de apoyo comunista hacia la confiscación de las propiedades y expulsión de todos los alemanes del país, haciendo piña con lo que pedían los partidos burgueses del país. Volvemos a recalcar que, como demuestra la documentación de posguerra, estas «equivocaciones de los camaradas checoslovacos y otros» no hubieran sido posible sin la aprobación soviética entre 1944-47. Véase a este respecto el «Registro de la conversación de Stalin, conversación con el Primer Ministro de Checoslovaquia Z. Fierlinger y el Viceministro de Relaciones Exteriores V. Clementis» (28 de junio de 1945), donde la delegación soviética da el visto bueno a las tesis nacionalistas de la delegación checoslovaca. Los soviéticos solo empezaron a cambiar de opinión cuando se alarmaron por los peligrosos resultados de ese espíritu chovinista, que colocaba a estos países fuera de la órbita de influencia soviética, como ocurriría con la Yugoslavia de Tito, que desertó al bando capitalista occidental. Sin embargo, ya incluso antes había serias dudas sobre a dónde estaba llevando este «novedoso» camino.
Un ejemplo lo tenemos en el documento «Acta de la conversación entre I.V Stalin y los líderes rumanos G. Gheorghiu-Dej y A. Pauker» (2 de febrero de 1947). En este caso, Stalin preguntó por las discrepancias entre los comunistas rumanos. En esa entrevista, Dej confesó que Lucrețiu Pătrășcanu, un líder favorable a las tesis más identitarias, «pronunció un discurso en Cluj, dirigido contra los húngaros que vivían en Transilvania». Este, tras ser reprendido, se defendió argumentando que tan solo tenía la intención de «atraer a los rumanos que viven en Transilvania al lado del gobierno de Groza». Dej confesó que existía «una facción» que «querría tener sólo rumanos como miembros del partido», por lo que según esa teoría «Ana Pauker y Luca Vasile, que no son rumanos por nacionalidad, no podrían ocupar puestos directivos en el partido» al ser de origen judío y húngaro respectivamente. En este caso, Stalin enfatizó que esto era un sin sentido, dado que «el partido de un partido social y de clase se convertiría en un partido basado en la raza».
Este ambiente también se nota leyendo el informe de S. L. Baranov: «Sobre las relaciones internacionales del PCUS (b)» del 2 de septiembre de 1947. Este tipo de reportes pondrían de sobre aviso en torno a las manifestaciones nacionalistas de las direcciones comunistas, entre otros muchos defectos.
Sin embargo, como ya hemos dejado claro, existen varias entrevistas con otros partidos comunistas la dirección soviética abaló teorías verdaderamente vergonzantes no solo en torno a la cuestión nacional. Sin ir más lejos, entre 1944-47 se afirmó que los nuevos regímenes de la posguerra «no necesitaban de la dictadura del proletariado», puesto que «la revolución se desarrollaba aquí de forma relativamente pacífica», no serían «ni capitalistas ni socialistas» pues mantendrían un «razonable equilibrio entre distintas formas de propiedad», mientras que los soviets como órganos de poder estaban en el limbo jurídico y el gobierno operaría a través de las rudimentarias y burocráticas fórmulas parlamentarias. Esto, para quien esté familiarizado con la documentación de época, no es sorprendente, sino que verá en esta tendencia una profundización de la línea política de los años 30 bajo la estrategia general de los «frente populares». Véase el capítulo: «La responsabilidad del Partido Comunista de Argentina en el ascenso del peronismo» (2021).
Incluso si se rastrea todo esto con lupa, se podrán encontrar que esto no eran sino los ecos de corrientes premarxistas como el proudhonismo, bakuninismo, fabianismo, cartismo, etc., que tuvieron una importante impronta en los partidos socialdemócratas de la II Internacional y sus escisiones. En cualquier caso, en las llamadas «nuevas democracias» o «democracias populares» se popularizaron −al menos durante 1944-47− teorías que justificaban todo esto por ser «vías nacionales específicas» en la Europa del Este o «por el nuevo contexto internacional». Dichas nociones «especifistas» siempre han sido un tópico al que los revisionistas han recurrido frecuentemente, ya sean estos browderistas, eurocomunistas, juches, etcétera. Sin embargo, del 48 en adelante, Checoslovaquia, Polonia, Hungría y demás países abandonarían muchas de las características de este ideario, siendo identificadas y condenadas como «desviaciones nacionalistas y derechistas», aunque bien es verdad que a partir de 1953 se recuperarían todo lo que durante 1948-52 se consideró «herético».
Lo mismo podemos decir al respecto de las evidentes desviaciones asiáticas en los partidos comunistas, como el maoísmo en China, donde la Internacional Comunista (IC) miraría siempre con sospecha a una corriente cuya principal proclama era una síntesis entre el nacionalismo chino y las religiones locales, mezclado y agitado, eso sí, con una fraseología muy «radical» que en China era lo más parecido al marxismo que jamás habían tenido. El problema aquí es que el maoísmo nunca abandonaría sus defectos, convirtiendo sus desviaciones bajo el pretexto de la «especificidad nacional» en dogmas de su ideario revisionista oficial. Esto no quita que, al mismo tiempo, como se constató con la cuestión del Tíbet o el Xinjiang, desde Moscú se realizasen concesiones y se cambiase de opinión respecto a recomendaciones anteriores, todo, en aras de atraerse y asegurarse la fidelidad de Mao y los suyos, que, con razón, como demuestra la documentación hoy disponible, estaban coqueteando con el imperialismo estadounidense. Aquí no hay que olvidar, claro está, que los soviéticos al haber abandonado los puntos fundamentales de su antigua política nacional –o estar en proceso–, estaban directa o indirectamente estimulando que tales manifestaciones de localismo nacionalista se normalizasen entre las secciones de la IC, pues ellos mismos estaban brindando un ejemplo incorrecto dentro de la URSS. Véase el capítulo: «¿Puede ser «el apoyo de los pueblos» un país que viola el derecho de autodeterminación en su casa?» (2021).
Ahora, una vez aclarado esto, ¿se puede concluir, como muchos han intentado, que el jruschovismo es la simple consecuencia del stalinismo? No. En todo caso, el jruschovismo se valió de los errores más graves y fragrantes que estuvieron presentes en la era stalinista, los hizo suyos y los fundió junto a las clásicas desviaciones oportunistas, recuperadas y ahora actualizadas a su contexto particular. Este proceso no ocurrió solo en la URSS, sino que por desgracia se hizo común en la mayoría de partidos comunistas tradicionales. Ahora, no podemos asegurar de forma totalmente reduccionista que el jruschovismo es la evolución del stalinismo, porque, como hemos demostrado infinidad de ocasiones, el llamado «stalinismo» constituyó una línea antagónica a la posterior línea soviética de la época jruschovista en todos y cada uno de los campos: política, economía y cultura. Es más, las obras finales de Stalin, como «Problemas económicos del socialismo» (1952), son en muchos puntos clave diametralmente opuestas a documentos posteriores como el «Manual de economía política» (1954). ¿Entonces? Aunque a muchos les parezca un horror la información obtenida aquí, debemos anunciarles algo. Una vez comprendida la esencia científica en la que se posa nuestra doctrina, debemos desechar de nuestros «grandes» y «pequeños» referentes lo defectuoso, pues, sorpresa, ellos también se equivocaban, también hicieron estimaciones y predicciones incorrectas, cayeron presos de la precipitación, etc. En definitiva, eran humanos −¡sabemos que esto resultará chocante para más de uno acostumbrados a la devoción ciega!−. Lo obsoleto no es aquello que tiene más tiempo, sino lo que ya no corresponde o lo que realmente nunca ha correspondido realmente con el fin al que se aspira. Incluso el objetivo al que se dirige el movimiento puede no ser justo, por ende, nunca será negativo revisar todo de lo que se dude a fin de que a través de un nuevo estudio y autoconvencimiento se salga individual y colectivamente más reforzado.
Nos importa entre poco y nada que se tome este artículo u otro como una renuncia a la doctrina de esta o aquella figura. Los méritos y apreciaciones positivas que pueda destilar nuestro trabajo ya están implícitos en todos y cada uno de nuestros documentos como para que cada uno saque sus propias conclusiones sobre si es una crítica constructiva o destructiva o, mejor dicho, que destruye lo inservible para construir sobre cimientos más sólidos. En lo referente a Stalin, sus puntos positivos no hace falta ni mencionarlos. Tomó un país totalmente arruinado, la URSS, revirtió la situación con los planes quinquenales y con su mayúsculo crecimiento económico se convirtió en la envidia del crecimiento económico en un Occidente en mitad de la recesión de 1929. Además, la URSS con Stalin al mando dirigió la derrota del fascismo, nos legó importantes documentos teóricos sobre múltiples cuestiones diarias que todavía tienen gran importancia, financió los movimientos revolucionarios y ayudó a que una serie de partidos comunistas alcanzasen la cabeza del gobierno de sus respectivos países. Pero como se trata de no aburrir al lector con obviedades que todo el mundo sabe, solo preguntaremos: ¿quién ha cosechado tal cantidad de hitos desde su muerte? Nadie. Ahora, como con toda figura, no debemos practicar una idolatría que le ensalce como alguien dichoso que jamás se equivocó, ni, evidentemente, eximirle de sus errores ya comentados: equivocaciones en materia internacional en los consejos a las secciones, dar el visto bueno o no controlar las purgas indiscriminadas que los servicios de seguridad llevaron a cabo, apoyar una revitalización del nacionalismo ruso, permitir la paralización de la vida del partido, desviarse de la ortodoxia marxista en cuestiones teóricas sin razones de peso, reintroducción de la pena contra los homosexuales, restauración de la segregación por sexo en el sistema educativo, dogmatismo en el arte hacia los nuevos géneros y un encasillamiento en una producción enfocada en el culto a la personalidad, así como un largo etcétera. Algunos dirán, ¿y dónde está la prueba de todo eso? ¡Señores, más no podemos hacer por ustedes, empiecen a revisar nuestros documentos desde el principio!
En resumidas cuentas, existe una forma muy común y burda de abordar la historia, donde para algunos las figuras como Stalin o Hoxha fueron seres mesiánicos e inmaculados, libres de todo error a sus espaldas. Es más, cuando se reconoce algún error o política dudosa de la URSS o Albania siempre lo reducen a conspiraciones reales o ficticias contra sus héroes, dando a entender que estos líderes siempre estaban en minoría en todos esos asuntos, viviendo casi secuestrados o manipulados por los astutos revisionistas emboscados, lo cual es absurdo, ya que tuvieron una autoridad casi incontestable en la mayoría de períodos. Este sendero nos conduce a tener mucha devoción, pero poco aprendizaje. Aquellos para quienes los clásicos del marxismo-leninismo siempre fueron responsables de los méritos y las victorias del movimiento, pero nunca de los errores o deficiencias; estos historiadores tienen un patrón de pensamiento que simplemente supone aceptar una versión idealizada, casi religiosa de la historia. Por ello, este tipo de pseudomarxistas no son capaces de emitir una sola crítica razonable hacia la URSS de Stalin (1924-1953) o la Albania de Enver Hoxha (1944-1985), motivo por el cual son incapaces de comprender, explicar y convencer sobre las causas de la degeneración de ambos sistemas, con lo que su relato se resume a simplificar todo a la aparición de «maléficos personajes» como Jruschov o Ramiz Alia que chafan un desarrollo presuntamente armónico con la desaparición de las figuras aduladas. Así de simple y mecánico explica la historia esta gente. Héroes incomprendidos versus oportunistas ocultos de espíritu arribista, y en mitad de ellos una masa amorfa. Curiosamente, así presentaba la situación fatalista en sus esquemas mentales el artista albanés Kadaré, el cual poco después se convirtió en un intelectual anticomunista que también renegó de Hoxha, al cual antes había endiosado. Esta es la misma razón por la que este tipo de sujetos no saben defender los méritos de estas figuras ante los anticomunistas, ya que simplemente no procesan la información, la absorben sin más discusión, y justifican las contradicciones que en otros casos condenarían sin pensarlo. Se mueven por filias y fobias, no por un pensamiento racional». (Equipo de Bitácora (M-L); Análisis crítico de la experiencia albanesa, 2025)
Um comunista aprende mais com os erros ou com os sucessos?
Quantos incêndios da floresta provocou o homem na sua saga de dominar a capacidade de fazer fogo?
Atacar Estaline, sem ter em linha de conta o contexto da 1ªa grande experiência do poder proletário em todo o globo, (excluindo o ensaio da comuna de Paris), ou elogiá-lo sem aprender com os erros por ele cometidos, são as duas faces da mesma moeda.
O contexto da revolução Russa era a de uma sociedade essencialmente rural enfeudada no feudalismo milenar, querer passar de uma penada para o socialismo,(que ninguém sabe lá muito bem o que isso é) e no caso a saber para a sociedade sem classes, antes de esgotadas as metas do desenvolvimento capitalista, foi um passo dado maior que a perna.
Hoje o capitalismo está globalizado, e na sua expressão maior o imperialismo, a própria moeda dominante deixou de ter pátria.
é agora que a sociedade sem classes tem pernas para se impor, e particularmente no contexto da guerra imperialista, que está a pôr em perigo a própria sobrevivência das espécies, e no caso a nossa.
Temos de assentar muito bem as ideias, particularmente em Marx, e nas ricas experiências, negativas e positivas das revoluções falhadas, para não sermos apanhados com as calças na mão como alertou Lenine.
Viva o Comunismo!
A tradução da minha opinião anterior está errada em alguns aspectos.
Esto debe tomarse con pinza. Lo de la Union Sovietica fue un verdadero salto al cielo, una construcion en favor de los obreros, permanentemente jaqueada militarmente y politicamente por la burguesia internacional, Inglaterra, EEUU, Francia, Alemaña,etc. La banca Rothschild [judio), junto a varios empresarios millonarios de los paises nombrados, armaron a Hitler para que marchara contra la Union Sovietica.Churchil y Truman se fregaban las manos para repartirse los despojos. El gran logro del pueblo sovietico , es haber vencido al nasismo, que tenia una seria ventaja en suministros, armamentos y hombres.La dejaron solita para que sea tierra arrasada.El ejercito aleman se llevo una sorpresa mayuscula, no solo peleaba el ejercito, sino civiles, hombres, mujeres y niños.Fue el unico momento que Stalin tuvo todo el poder .El pueblo sovietico confiaba plenamente en el partido bolchevique
Que se cometieron errores, por supuesto [ chocolate por la noticia ).Fue algo increible los logros para el pueblo. Luego despues de la muerte de Stalin, pasaron casi 40 años, donde dirijentes de partido comunita traicionaron al pueblo sovietico quitandoles todos sus logros.Putin es un traidor