Resulta complejo definir lo que es la realidad. De forma intuitiva, todos tenemos nuestra percepción personal de ella. Podríamos atrevernos a decir, no obstante, que realidad es todo lo que ofrece resistencia a nuestra existencia vital: lo intangible y lo espiritual, las ideas y los hechos, las acciones y las omisiones, el silencio y el grito, pensar y hacer, tomar partido o huir hacia ninguna parte.
Por tanto, la realidad siempre es producida por el conflicto de resistirse a los efectos directos de lo real o práctico o la voluntad consciente de transformarla, de ir, hablar o criticar los fundamentos de esa oposición inefable. Pero en cualquier caso, la realidad es un todo omnipresente del que no podemos escapar jamás.
Incluso las vías esotéricas de huída trascendente de la realidad viven en ella aunque pretendiendo burlar su fortaleza rocosa construyendo ad hoc un ambiente paralelo que calme la ansiedad de sus fieles creyentes. La locura en sentido amplio y no patológico, vista así las cosas, no es más que adaptaciones sui géneris a la realidad para conjurar su poder omnímodo y hacerla más llevadera y amistosa.
Luego se desprende de lo antedicho que la realidad forma sus propias alteridades y ficciones sin afectar a su esencia constitutiva. Es la lucha histórica del ser humano por dotar de sentido a su existencia. Esa es su realidad primera y última, su hogar insoslayable.
Realidad y lucha son los ingredientes primordiales del ser humano en el mundo, teniendo en cuenta que él mismo es plena realidad y conflicto consigo mismo y con el medio en que habita. Desde esta perspectiva, la libertad es una condena existencial, una especie de paradoja sin solución final. El más allá también es realidad. Y los deseos. Y el hambre y la sed. Y las emociones. Y la razón.
A toda esta algarabía y exuberancia de conceptos y relaciones complejas, la razón le otorga un sentido profundo, un lenguaje provisional y siempre en construcción que desvela los entresijos de sus partes y el funcionamiento imprevisible del todo.
Como la realidad es producida y no innata, dejando en un aparte las catástrofes naturales que también pueden ser explicadas por la ciencia a posteriori y hoy en día asimismo a priori en situaciones muy concretas, la razón es el mejor instrumento para conocer lo que somos, las causas de lo que producimos y los efectos de las acciones humanas.
Eso sí, sin olvidar nunca que todo lo que puede hacer la razón está contaminado por el punto de vista del ser humano, a la vez realidad tejida de emociones, prejuicios e intereses dispares y contradictorios.
No existe ningún humano que pueda salirse de la realidad y darnos noticias completamente objetivas de ella. Esa magia está reservada a los dioses, categorías míticas creadas por la perplejidad o desidia del ser humano concreto e histórico ante la resistencia numantina que ofrece la realidad contextual en la que vive cada día.
Por ello, la razón debe ser una herramienta polifacética que en su análisis incluya los intereses particulares y sociales, los sentimientos propios y ajenos y los mitos o tradiciones que conforman una realidad dada. Si no se contemplan las complejidades culturales que acompañan cada hecho concreto, la mera razón se quedaría paralizada en un idealismo estéril, sectario e improductivo.
Todo es movimiento; el mundo nunca se toma un respiro y recapitula sobre su mismisidad singular. La realidad siempre viaja con todo su bagaje existencial, de nada se desprende o deja en la cuneta como trasto viejo o inservible. Aunque en la evolución darwiniana algunas adaptaciones al medio hayan tenido mayor éxito, nada se desecha ni cae totalmente en el olvido: en el gen biológico o meme cultural más insignificante va escrita nuestra historia al detalle desde nuestra contingencia humana como seres potenciales en el ser vivo primigenio.
El rendimiento político de lo hasta aquí reflejado a vuelapluma hay que entenderlo como una realidad compleja sin dirección conocida ni progreso indefinido. Todo es posible, hasta lo muy improbable si se dan los contextos adecuados. Incluso la regresión o el retroceso a hábitats ideológicos, culturales o políticos ya trasnochados o de vejez manifiesta.
En esta lucha sin cuartel ni pausas, hasta las sociedades más equilibradas en apariencia siempre están en ebullición, a veces de manera latente o en modo de baja intensidad. No hay vacunas cien por cien efectivas para prevenir desajustes ni ataques al orden establecido.
El orden establecido también es un mito funcional de las sociedades actuales de la opulencia, el despilfarro de energía y el consumismo a ultranza. Siempre que se esgrime como un bien supremo hay que preguntarse a quien o quienes beneficia en última instancia.
En verdad, esa pregunta es la pregunta por excelencia de la razón crítica: ¿qué intereses hay detrás de cada acción o hecho concreto de la vida cotidiana? Por ende cabe señalar que el orden establecido va contra la evidencia insoslayable de que todo es movimiento, pugna de contrarios, resistencias a lo nuevo y voluntades transformadoras en conflicto con la realidad como punto de llegada y fin de la historia humana.
La realidad, por tanto, no puede encerrarse en fórmulas magistrales ni bellas ecuaciones matemáticas. Tampoco en la superficialidad de las emociones a flor de piel o de las tradiciones laicas o de carácter religioso.
Sin embargo, lo políticamente correcto quiere hacernos pensar mediante categorías o conceptos acabados e inamovibles que restringen la realidad a unos ideales abstractos inoperantes para el pensamiento racional o científico: libertad, democracia e igualdad, tres sonoras palabras que las hacemos nuestras sin rigor ni espíritu crítico, como dioses laicos de un mundo que solo puede y debe ser mejorado en detalles nimios, la mar de las veces intrascendentes en la vida cotidiana.
Esas hermosas palabras están dotadas de una capacidad impresionante para manipular nuestras mentes biempensantes. Atesoran una fuerza evocadora insustancial pero irresistible. Son significantes sin significado, laxos fantasmas de un mundo ideal en el que los conflictos cesan de repente.
No hay estación alguna en la historia del ser humano que atienda al nombre de libertad o democracia o igualdad. El sentido de las tres cobra fuerza si nos sumergimos en la lucha diaria, si las dotamos de contenido resistiendo al orden establecido o la ideología interesada de lo políticamente correcto.
Nunca se alcanzará la libertad total ni la democracia perfecta ni la igualdad estricta. Solo podemos ser libres liberándonos en la lucha, alcanzar la democracia en la expresión real de las contradicciones y conquistar la igualdad en el respeto mutuo sin enaltecer valores absolutos o dogmáticos.
Por tanto, la realidad nunca podrá ser un todo final inabordable. La primera lucha en la que deberemos emplearnos a fondo es en el discurso dominante: jamás hubo realidad sin un lenguaje específico que diera cuenta cabal de ella, de sus intereses solapados y de sus mitos y leyendas para conseguir el asentimiento más o menos pacífico de la mayoría silenciosa.
Nada es, todo cambia, dejó dicho el filósofo materialista heleno Heráclito. En ese escueto aforismo queda reflejada toda la potencia creativa e histórica del ser humano. De los esclavos. De los oprimidos. De los marginados. De los explotados. Nada, pues, está escrito para siempre.
Pero hemos de ser plenamente conscientes que las huidas o escapatorias hacia ninguna parte o el individualismo exacerbado también forman parte de la realidad, realidad pasiva que juega a favor del orden establecido y del satu quo. Cuando nos evadimos a esferas de la irrealidad psicológica o cultural, otros percuten en la realidad con acciones en su propio beneficio. La realidad se deja moldear o querer a placer por aquellas castas, clanes o intereses que más tienen que perder si el conflicto se expresa de modo patente.
Todos tenemos una responsabilidad directa en la producción efectiva de la realidad sociopolítica. La libertad, la democracia y la igualdad nunca han llovido de ningún cielo natural, mítico o religioso.